Por
Antonio Sotomayor B.
Que Gabriel García Márquez deba tener una flor amarilla sobre su escritorio para sentarse a escribir. Que Vargas Llosa trabaja rodeado de figurillas de hipopótamos que le han ido regalando a lo largo de su vida debido a una de sus primeras obras de teatro, “Katy y el hipopótamo”. Que sumergido en la tina era que Borges convertía una idea matutina en un relato propiamente borgiano. Que Carlos Fuentes incendia por la tarde todo aquello en lo que ha trabajado durante la mañana. Que Cheever escribía en calzoncillos en la cocina, que Hemingway reescribía, y reescribía y reescribía, casi fuera de control. Que Bolaño lo hacía de noche con audífonos escuchando heavy metal, o que, como cuenta la leyenda, el frío era para él, al igual que para José Donoso, condición de la creatividad. “Yo vivo a menos de cincuenta metros del Mediterráneo, en una casa sin calefacción, húmeda”, contaba Bolaño de su vida en Blanes, ciudad de la Costa Brava catalana, “voy a entibiarme las manos en la estufa, cuando el frío es demasiado, pero en general soy un tipo resistente. Afuera hay cero grados y yo sigo escribiendo, sin calefacción de ningún tipo”. Donoso, recordando su tiempo en Sitges, otra ciudad costera en Cataluña, decía: “Me moría de frío sin calefacción, un frío espantoso que me penetraba los huesos y me obligaba a dar vueltas por el living mientras pensaba en el próximo diálogo: si me quedaba inmóvil, me congelaba. No hablaba con nadie durante meses, la temperatura bajaba tanto que no había modo de concentrarme, tuve que aprender, apelar a mi fuerza de voluntad. Y a todas las fuerzas”.
No es secreto que los rituales son una forma de lidiar con la angustia, y aunque no para todos, encerrarse a escribir es normalmente un momento crítico. “La escritura es una de las experiencias más intensas que conozco”, dice el escritor argentino Ricardo Piglia en su ensayo “Crítica y ficción”, “la disciplina, ciertos horarios de trabajo son formas, creo, de resolver la contradicción con todas las cosas que uno podría estar haciendo en el momento de sentarse a escribir, que siempre es un momento difícil, que se trata de postergar”.
Ya sean un intento por calmar la angustia, por darle una salida a cierto grado de neurosis obsesiva (que junto a un toque de paranoia, no son despreciables a la hora de escribir) o un intento por estructurar un oficio que vive en tensión con ser entendido como trabajo, las manías y excentricidades de los escritores atraen, terriblemente. Anécdotas como estas seducen la imaginación del público casi con más fruición y gozo que los propios textos de los autores. Como si aquellas intimidades fueran una manera más segura y directa de acercarnos a ellos. Y tal vez lo sean.
Al preguntarles a los narradores chilenos Germán Marín, Diamela Eltit, José Miguel Varas, Jaime Collyer, Gonzalo Contreras, Marcelo Mellado, Andrea Jeftanovic, Alejandro Zambra y María José Viera-Gallo por los secretos de cuando escriben, la mayoría reconoció no tener grandes rituales, como la vela de Isabel Allende que al apagarse da por finalizada la escritura, esté en lo que esté. Pero dicen que las manías son invisibles para sus dueños.
ALEJANDRO ZAMBRA: “ESCUCHO MÚSICA, MUCHA MÚSICA”
Normalmente me encierro en las mañanas. Pero distingo entre jornadas diarias y maratones, en las que escribo todo el día y no me fijo mucho en el entorno. Trabajo en una pieza con una ventana que da a la calle por donde pasan muchos autos. Me cuesta mucho escribir fuera de mi casa. A veces voy a la playa buscando trabajar y no hago nada, me quedo mirando el mar. Creo en el encerrarse en una pieza a escribir a diario, independiente de si es una línea o diez páginas. Escribo todos los días un diario. A veces sale algo de literatura, a veces es una pura enumeración de hechos. Si yo fuera presidente obligaría a todos a escribir un diario, y prohibiría que lo publicaran. Fumo mucho, pero estoy tratando de dejarlo, por lo que me cuesta mucho escribir. Escucho música, escucho mucha música. Yo escribo siempre improvisando, así que cualquier estímulo externo, más que distraerme, me atrae. Siempre tengo un cuaderno de notas, una mesa atiborrada de cosas, donde cuesta encontrar el espacio para escribir. Recuerdos, fotos, como se dice: “evidencias”. Siempre tengo un perforador, lo que es absolutamente absurdo, porque nunca lo he usado. Tengo un tintero que nunca he ocupado.
Cuando estoy metido en un texto, cuando ya existe, rompo las costumbres, lo puedo corregir en cualquier parte. Suelo grabar los textos y ver cómo suenan. Me interesa mucho el ritmo. Me gusta pasear leyéndolos, o los leo en una bicicleta estacionaria. Lo cual es un gran motivo para usar una, porque en una real es muy peligroso.
JAIME COLLYER: “500 PALABRAS DIARIAS”
En lo que hace a la dedicación al asunto, me ciño a un método que tomé prestado de Hemingway, consistente en mantener un promedio de rendimiento diario, que en mi caso —y era el de Hemingway— es de 500 palabras diarias. A veces escribo 3.000, 5.000, otros días no escribo nada, pero cuido de mantener ese promedio estable de 500 palabras diarias de lunes a viernes. Al principio evidencié una tendencia a la burocratización del procedimiento y me empezó a ocurrir que los adjetivos se me multiplicaban: que un “sujeto retraído” se me volvía “tímido, hosco, introvertido, parco, sigiloso, inhibido, lacónico”. De ese modo, subía el promedio de palabras diarias, pero la mitad de esos adjetivos había que eliminarlos luego. Ahora, al cabo de casi treinta años de ceñirme al procedimiento y nunca —salvo cuando viajo— haber faltado a mis 500 palabras diarias, he aprendido a mi vez a domesticar esas propensiones, me cuido de rellenar los originales con palabras de más.
GONZALO CONTRERAS: “ALGO INCONCLUSO PARA MAÑANA”
No es una cábala, es más bien un truco; dejar algo inconcluso, una idea, una imagen, para tener algo con qué continuar al día siguiente. Esto tiene más que ver con el método de la escritura. Como no trabajo con un bosquejo previo y todo ocurre durante el acto mismo de la escritura, es bueno dejar ese saldo para no encontrarme al otro día sin punto de partida. No tengo fetiches ni amuletos ni mañas atávicas; mis requerimientos son pocos. Una silla y una mesa donde dejar el computador. La vista debe ser neutra e inmóvil; a excepción del mar. No escribo con música, pero sí puedo hacerlo con alguien a un par de metros mío si ese alguien, por ejemplo, lee. No se le ocurra ordenar el clóset. El silencio absoluto es indispensable. La hora puede ser cualquiera, mientras tenga la sensación de que “dispongo” de un tiempo que va más allá del que marca el reloj. Por lo mismo, la escritura ocurre más a menudo en las noches. Aunque a veces me gustaría y el computador portátil lo permite, no puedo escribir en cama. Necesito sentir que estoy en disposición de algo muy semejante a la ejecución. A veces me interrumpo y le comento y le hablo a ese alguien que está cerca mío. Puede leer lo que acabo de escribir, y yo luego continuar.
MARÍA JOSÉ VIERA-GALLO: “MI ÚLTIMA NOVELA RESULTÓ SER UN MIX DE RITOS”
Por suerte nunca he necesitado silencio absoluto para escribir. Con tal de no tener a mis hijos colgándome del cuello, me siento bendecida. Tengo un escritorio, pero nunca cierro la puerta porque me da claustrofobia y me gusta estar conectada al movimiento de la casa. En general, lo primero que hago al sentarme es abrir mi biblioteca de música y pinchar una y otra vez canciones que me ponen en el mood de mis personajes o de algún capítulo que dejé a medias. La música es el camino más seguro y placentero que tengo para desdoblarme. Prefiero escribir en la mañana, vestida o en pijama, casi siempre descalza, el pelo tomado. Para chapotear libremente en el caos de la novela necesito que mi cama esté hecha y mi ropa ordenada, de lo contrario me voy a un café ojala sin wi fi.
La luz del día me molesta y casi siempre tengo las cortinas cerradas. Antes fumaba, pero lo dejé por cucharadas de Nutella y luego por potes de almendras. Ahora sólo bebo mucha agua, quizás para tener la excusa de pararme e ir al baño. En la tarde corrijo con una copa de vino. Cuando me bloqueo o aburro, estiro el brazo hacia algún libro y me reanimo leyendo un pasaje al azar. Si me pongo inquieta, salgo a caminar. Mi última novela (Memory Motel, aún sin publicar) resultó de un mix de ritos: caminatas por Brooklyn con mi hijo mayor en coche, lectura de Proust, reply del disco “Sesiones Nocturnas” de Shogun, y un sinnúmero de tiempos muertos “pensando en el libro”, mientras hacia cualquier cosa, menos escribir.
DIAMELA ELTIT: “EN MEDIO DE LAS TURBULENCIAS DOMÉSTICAS”
No tengo rituales en ningún sentido. Puedo escribir en cualquier parte y a cualquier hora. Yo prefiero la mañana. He trabajado siempre en instituciones, me he tenido que acostumbrar. Renuncié a los rituales por eso. Lo único que necesito es tener material sobre el cual escribir. A mí no me gusta esa escritura como con horario de oficina. Me propuse una escritura no burocrática, sin horarios y sin cercos. Escribir para mí es un ejercicio de libertad. Si suena el teléfono lo contesto. Si tengo el material puedo escribir muchas horas, si no lo tengo no escribo nada. Es que mi espíritu tiende más al ocio, aunque soy bien productiva.
Rehúyo de esos rituales, porque mi pelea ha sido no hacer de la literatura otro espacio burocrático. No he hecho de la escritura una cuestión sagrada. Yo soy mujer, yo no tengo liberado el espacio doméstico, no es que “el papá está escribiendo”, es que “la mamá está escribiendo”. Yo no tengo espacio aparte y eso anula las normativas de no interrupción. Yo estoy acostumbrada a escribir en medio de las turbulencias domésticas o laborales. Nunca dejó de entrar alguien a donde fuera que yo estuviera porque yo estuviera escribiendo.
ANDREA JEFTANOVIC:
“LA FOTO DE MI ENCUENTRO CASUAL CON WOODY ALLEN”
Soy una persona irremediablemente insomne. Ficciono mientras los míos duermen, en el estudio de mi casa ubicado en el tercer piso buscando otra ventana iluminada. Sobre la mesa roja de trabajo está a la izquierda el equipo de música (todo libro tiene su banda sonora) y la libreta de apuntes en la que he tomado notas de mis lecturas y viajes. A la derecha el diccionario de ideas afines. En la pared, las fotos de mis musas y musos que ya no están, los afiches de las obras teatrales que me han gustado últimamente, un poema de Vallejo, el mapa del metro de Madrid, una imagen porno, una postal de Bacon, la foto de mi encuentro callejero con Woody Allen como símbolo del azar (escribir tiene algo de talento, de perseverancia y de suerte; la foto es gentileza de Soon Yi). Antes de rozar el teclado del computador le “saco punta a mis diez dedos”: rabia, memoria, violencia, poesía, obscenidad, belleza, dolor, sarcasmo, política, erotismo.
JOSÉ MIGUEL VARAS:
“ESCRIBO TODOS LOS DÍAS”
Nunca he necesitado rituales ni objetos fetiches. Tengo formación de periodista, así que a cierta hora me pongo frente a la máquina, y vamos nomás. Lo que sí, siempre hago es una especie de apunte de alguna frase, del tema, de algún elemento. Ese papelito es muy importante. Tener un objeto que ayude es superstición. Nunca he tenido el problema de la hoja en blanco.
Sigo la recomendación de Hemingway: cuando uno escribe algo largo, al dejar de escribir debe dejar claro donde lo deja, para partir después. Prefiero escribir en la mañana. Y, en general, escribo todos los días. Ahora uso un computador, pero en mi tiempo reventé algunas máquinas de escribir.
MARCELO MELLADO: “SIEMPRE ESTÁ CONMIGO UNA LINTERNA”
Tengo un escritorio, y todavía escribo en una especie de comedor de diario. Una mesita destartalada. Primero tomo un café muy duro y luego mucho té. Siempre tengo una pluma Parker y una libretita. No puedo escribir sin lápiz. Siempre tengo en la mesa —siempre está conmigo— una linterna (una de esas chinas que se recargan). Desde antes del terremoto. Además, siempre tengo sobre el escritorio un cuchillo, una cortapluma Victorinox, un Opinel francés. Trato de fumar lo menos posible. Cuando me aburro prendo la radio, la tele, cosas que no me interesen, que hagan ruido. Ojala fútbol, o noticias en general. Me desconcentro con facilidad. No tengo horario, pero en general trabajo tarde en la noche, después de las diez.
GERMÁN MARÍN: “NO ME CUESTA NADA ESCRIBIR CON RUIDO”
Escribo todas las mañanas desde las 8:30 hasta la hora de almuerzo, en un escritorio que tengo en mi dormitorio. Y en las tardes trabajo una hora o dos revisando lo hecho en la mañana. A veces, en las tardes, salgo a un café, sobre todo ahora en verano, y ahí llevó mi cuaderno y mis papeles. Esa es mi jornada diaria de lunes a sábado. Y en las mañanas de domingo algo hago con respecto a la escritura.
A mí no me cuesta nada escribir con ruido. En Barcelona me acostumbré a escribir en bares. Escribo todo a mano, no uso computador ni máquina. Me encantan los bolígrafos, todos, y no tengo uno favorito. Uso desde dos Montblanc, que me han regalado en la vida, hasta de esos que costarán cien pesos. Cuando ya veo que el texto está casi listo entrego mis papeles, mis cuadernos, a alguien de buena voluntad que me lo tipea, mi nuera, mi mujer.
Antonio Sotomayor B.
Que Gabriel García Márquez deba tener una flor amarilla sobre su escritorio para sentarse a escribir. Que Vargas Llosa trabaja rodeado de figurillas de hipopótamos que le han ido regalando a lo largo de su vida debido a una de sus primeras obras de teatro, “Katy y el hipopótamo”. Que sumergido en la tina era que Borges convertía una idea matutina en un relato propiamente borgiano. Que Carlos Fuentes incendia por la tarde todo aquello en lo que ha trabajado durante la mañana. Que Cheever escribía en calzoncillos en la cocina, que Hemingway reescribía, y reescribía y reescribía, casi fuera de control. Que Bolaño lo hacía de noche con audífonos escuchando heavy metal, o que, como cuenta la leyenda, el frío era para él, al igual que para José Donoso, condición de la creatividad. “Yo vivo a menos de cincuenta metros del Mediterráneo, en una casa sin calefacción, húmeda”, contaba Bolaño de su vida en Blanes, ciudad de la Costa Brava catalana, “voy a entibiarme las manos en la estufa, cuando el frío es demasiado, pero en general soy un tipo resistente. Afuera hay cero grados y yo sigo escribiendo, sin calefacción de ningún tipo”. Donoso, recordando su tiempo en Sitges, otra ciudad costera en Cataluña, decía: “Me moría de frío sin calefacción, un frío espantoso que me penetraba los huesos y me obligaba a dar vueltas por el living mientras pensaba en el próximo diálogo: si me quedaba inmóvil, me congelaba. No hablaba con nadie durante meses, la temperatura bajaba tanto que no había modo de concentrarme, tuve que aprender, apelar a mi fuerza de voluntad. Y a todas las fuerzas”.
No es secreto que los rituales son una forma de lidiar con la angustia, y aunque no para todos, encerrarse a escribir es normalmente un momento crítico. “La escritura es una de las experiencias más intensas que conozco”, dice el escritor argentino Ricardo Piglia en su ensayo “Crítica y ficción”, “la disciplina, ciertos horarios de trabajo son formas, creo, de resolver la contradicción con todas las cosas que uno podría estar haciendo en el momento de sentarse a escribir, que siempre es un momento difícil, que se trata de postergar”.
Ya sean un intento por calmar la angustia, por darle una salida a cierto grado de neurosis obsesiva (que junto a un toque de paranoia, no son despreciables a la hora de escribir) o un intento por estructurar un oficio que vive en tensión con ser entendido como trabajo, las manías y excentricidades de los escritores atraen, terriblemente. Anécdotas como estas seducen la imaginación del público casi con más fruición y gozo que los propios textos de los autores. Como si aquellas intimidades fueran una manera más segura y directa de acercarnos a ellos. Y tal vez lo sean.
Al preguntarles a los narradores chilenos Germán Marín, Diamela Eltit, José Miguel Varas, Jaime Collyer, Gonzalo Contreras, Marcelo Mellado, Andrea Jeftanovic, Alejandro Zambra y María José Viera-Gallo por los secretos de cuando escriben, la mayoría reconoció no tener grandes rituales, como la vela de Isabel Allende que al apagarse da por finalizada la escritura, esté en lo que esté. Pero dicen que las manías son invisibles para sus dueños.
ALEJANDRO ZAMBRA: “ESCUCHO MÚSICA, MUCHA MÚSICA”
Normalmente me encierro en las mañanas. Pero distingo entre jornadas diarias y maratones, en las que escribo todo el día y no me fijo mucho en el entorno. Trabajo en una pieza con una ventana que da a la calle por donde pasan muchos autos. Me cuesta mucho escribir fuera de mi casa. A veces voy a la playa buscando trabajar y no hago nada, me quedo mirando el mar. Creo en el encerrarse en una pieza a escribir a diario, independiente de si es una línea o diez páginas. Escribo todos los días un diario. A veces sale algo de literatura, a veces es una pura enumeración de hechos. Si yo fuera presidente obligaría a todos a escribir un diario, y prohibiría que lo publicaran. Fumo mucho, pero estoy tratando de dejarlo, por lo que me cuesta mucho escribir. Escucho música, escucho mucha música. Yo escribo siempre improvisando, así que cualquier estímulo externo, más que distraerme, me atrae. Siempre tengo un cuaderno de notas, una mesa atiborrada de cosas, donde cuesta encontrar el espacio para escribir. Recuerdos, fotos, como se dice: “evidencias”. Siempre tengo un perforador, lo que es absolutamente absurdo, porque nunca lo he usado. Tengo un tintero que nunca he ocupado.
Cuando estoy metido en un texto, cuando ya existe, rompo las costumbres, lo puedo corregir en cualquier parte. Suelo grabar los textos y ver cómo suenan. Me interesa mucho el ritmo. Me gusta pasear leyéndolos, o los leo en una bicicleta estacionaria. Lo cual es un gran motivo para usar una, porque en una real es muy peligroso.
JAIME COLLYER: “500 PALABRAS DIARIAS”
En lo que hace a la dedicación al asunto, me ciño a un método que tomé prestado de Hemingway, consistente en mantener un promedio de rendimiento diario, que en mi caso —y era el de Hemingway— es de 500 palabras diarias. A veces escribo 3.000, 5.000, otros días no escribo nada, pero cuido de mantener ese promedio estable de 500 palabras diarias de lunes a viernes. Al principio evidencié una tendencia a la burocratización del procedimiento y me empezó a ocurrir que los adjetivos se me multiplicaban: que un “sujeto retraído” se me volvía “tímido, hosco, introvertido, parco, sigiloso, inhibido, lacónico”. De ese modo, subía el promedio de palabras diarias, pero la mitad de esos adjetivos había que eliminarlos luego. Ahora, al cabo de casi treinta años de ceñirme al procedimiento y nunca —salvo cuando viajo— haber faltado a mis 500 palabras diarias, he aprendido a mi vez a domesticar esas propensiones, me cuido de rellenar los originales con palabras de más.
GONZALO CONTRERAS: “ALGO INCONCLUSO PARA MAÑANA”
No es una cábala, es más bien un truco; dejar algo inconcluso, una idea, una imagen, para tener algo con qué continuar al día siguiente. Esto tiene más que ver con el método de la escritura. Como no trabajo con un bosquejo previo y todo ocurre durante el acto mismo de la escritura, es bueno dejar ese saldo para no encontrarme al otro día sin punto de partida. No tengo fetiches ni amuletos ni mañas atávicas; mis requerimientos son pocos. Una silla y una mesa donde dejar el computador. La vista debe ser neutra e inmóvil; a excepción del mar. No escribo con música, pero sí puedo hacerlo con alguien a un par de metros mío si ese alguien, por ejemplo, lee. No se le ocurra ordenar el clóset. El silencio absoluto es indispensable. La hora puede ser cualquiera, mientras tenga la sensación de que “dispongo” de un tiempo que va más allá del que marca el reloj. Por lo mismo, la escritura ocurre más a menudo en las noches. Aunque a veces me gustaría y el computador portátil lo permite, no puedo escribir en cama. Necesito sentir que estoy en disposición de algo muy semejante a la ejecución. A veces me interrumpo y le comento y le hablo a ese alguien que está cerca mío. Puede leer lo que acabo de escribir, y yo luego continuar.
MARÍA JOSÉ VIERA-GALLO: “MI ÚLTIMA NOVELA RESULTÓ SER UN MIX DE RITOS”
Por suerte nunca he necesitado silencio absoluto para escribir. Con tal de no tener a mis hijos colgándome del cuello, me siento bendecida. Tengo un escritorio, pero nunca cierro la puerta porque me da claustrofobia y me gusta estar conectada al movimiento de la casa. En general, lo primero que hago al sentarme es abrir mi biblioteca de música y pinchar una y otra vez canciones que me ponen en el mood de mis personajes o de algún capítulo que dejé a medias. La música es el camino más seguro y placentero que tengo para desdoblarme. Prefiero escribir en la mañana, vestida o en pijama, casi siempre descalza, el pelo tomado. Para chapotear libremente en el caos de la novela necesito que mi cama esté hecha y mi ropa ordenada, de lo contrario me voy a un café ojala sin wi fi.
La luz del día me molesta y casi siempre tengo las cortinas cerradas. Antes fumaba, pero lo dejé por cucharadas de Nutella y luego por potes de almendras. Ahora sólo bebo mucha agua, quizás para tener la excusa de pararme e ir al baño. En la tarde corrijo con una copa de vino. Cuando me bloqueo o aburro, estiro el brazo hacia algún libro y me reanimo leyendo un pasaje al azar. Si me pongo inquieta, salgo a caminar. Mi última novela (Memory Motel, aún sin publicar) resultó de un mix de ritos: caminatas por Brooklyn con mi hijo mayor en coche, lectura de Proust, reply del disco “Sesiones Nocturnas” de Shogun, y un sinnúmero de tiempos muertos “pensando en el libro”, mientras hacia cualquier cosa, menos escribir.
DIAMELA ELTIT: “EN MEDIO DE LAS TURBULENCIAS DOMÉSTICAS”
No tengo rituales en ningún sentido. Puedo escribir en cualquier parte y a cualquier hora. Yo prefiero la mañana. He trabajado siempre en instituciones, me he tenido que acostumbrar. Renuncié a los rituales por eso. Lo único que necesito es tener material sobre el cual escribir. A mí no me gusta esa escritura como con horario de oficina. Me propuse una escritura no burocrática, sin horarios y sin cercos. Escribir para mí es un ejercicio de libertad. Si suena el teléfono lo contesto. Si tengo el material puedo escribir muchas horas, si no lo tengo no escribo nada. Es que mi espíritu tiende más al ocio, aunque soy bien productiva.
Rehúyo de esos rituales, porque mi pelea ha sido no hacer de la literatura otro espacio burocrático. No he hecho de la escritura una cuestión sagrada. Yo soy mujer, yo no tengo liberado el espacio doméstico, no es que “el papá está escribiendo”, es que “la mamá está escribiendo”. Yo no tengo espacio aparte y eso anula las normativas de no interrupción. Yo estoy acostumbrada a escribir en medio de las turbulencias domésticas o laborales. Nunca dejó de entrar alguien a donde fuera que yo estuviera porque yo estuviera escribiendo.
ANDREA JEFTANOVIC:
“LA FOTO DE MI ENCUENTRO CASUAL CON WOODY ALLEN”
Soy una persona irremediablemente insomne. Ficciono mientras los míos duermen, en el estudio de mi casa ubicado en el tercer piso buscando otra ventana iluminada. Sobre la mesa roja de trabajo está a la izquierda el equipo de música (todo libro tiene su banda sonora) y la libreta de apuntes en la que he tomado notas de mis lecturas y viajes. A la derecha el diccionario de ideas afines. En la pared, las fotos de mis musas y musos que ya no están, los afiches de las obras teatrales que me han gustado últimamente, un poema de Vallejo, el mapa del metro de Madrid, una imagen porno, una postal de Bacon, la foto de mi encuentro callejero con Woody Allen como símbolo del azar (escribir tiene algo de talento, de perseverancia y de suerte; la foto es gentileza de Soon Yi). Antes de rozar el teclado del computador le “saco punta a mis diez dedos”: rabia, memoria, violencia, poesía, obscenidad, belleza, dolor, sarcasmo, política, erotismo.
JOSÉ MIGUEL VARAS:
“ESCRIBO TODOS LOS DÍAS”
Nunca he necesitado rituales ni objetos fetiches. Tengo formación de periodista, así que a cierta hora me pongo frente a la máquina, y vamos nomás. Lo que sí, siempre hago es una especie de apunte de alguna frase, del tema, de algún elemento. Ese papelito es muy importante. Tener un objeto que ayude es superstición. Nunca he tenido el problema de la hoja en blanco.
Sigo la recomendación de Hemingway: cuando uno escribe algo largo, al dejar de escribir debe dejar claro donde lo deja, para partir después. Prefiero escribir en la mañana. Y, en general, escribo todos los días. Ahora uso un computador, pero en mi tiempo reventé algunas máquinas de escribir.
MARCELO MELLADO: “SIEMPRE ESTÁ CONMIGO UNA LINTERNA”
Tengo un escritorio, y todavía escribo en una especie de comedor de diario. Una mesita destartalada. Primero tomo un café muy duro y luego mucho té. Siempre tengo una pluma Parker y una libretita. No puedo escribir sin lápiz. Siempre tengo en la mesa —siempre está conmigo— una linterna (una de esas chinas que se recargan). Desde antes del terremoto. Además, siempre tengo sobre el escritorio un cuchillo, una cortapluma Victorinox, un Opinel francés. Trato de fumar lo menos posible. Cuando me aburro prendo la radio, la tele, cosas que no me interesen, que hagan ruido. Ojala fútbol, o noticias en general. Me desconcentro con facilidad. No tengo horario, pero en general trabajo tarde en la noche, después de las diez.
GERMÁN MARÍN: “NO ME CUESTA NADA ESCRIBIR CON RUIDO”
Escribo todas las mañanas desde las 8:30 hasta la hora de almuerzo, en un escritorio que tengo en mi dormitorio. Y en las tardes trabajo una hora o dos revisando lo hecho en la mañana. A veces, en las tardes, salgo a un café, sobre todo ahora en verano, y ahí llevó mi cuaderno y mis papeles. Esa es mi jornada diaria de lunes a sábado. Y en las mañanas de domingo algo hago con respecto a la escritura.
A mí no me cuesta nada escribir con ruido. En Barcelona me acostumbré a escribir en bares. Escribo todo a mano, no uso computador ni máquina. Me encantan los bolígrafos, todos, y no tengo uno favorito. Uso desde dos Montblanc, que me han regalado en la vida, hasta de esos que costarán cien pesos. Cuando ya veo que el texto está casi listo entrego mis papeles, mis cuadernos, a alguien de buena voluntad que me lo tipea, mi nuera, mi mujer.
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