Al
referirse a la poesía de Delia Domínguez, Gonzalo Rojas la describe como “una
ruralidad siempre trascendida, con mucha agua honda en el seso de la alumbrada,
sin que deje de hablar el aire ahí, la tierra, el fuego” (1995:7-9). En efecto,
si hay una poetisa chilena actual cuya poética, en su referencialidad de base,
se construye a partir de una relación profundamente vital con los elementos de
la tierra y de la naturaleza y con la memoria que guarda y suscita lo rural,
ésa es Delia Domínguez Mohr. Descendiente de colonos alemanes llegados a Chile
en la segunda parte del siglo XIX, nacida y criada (“crecida”, dirían en el sur
rural de Chile) en los campos cercanos a la ciudad de Osorno, concretamente en
el sector de Santa Amelia de Tacamó, Delia ha hecho de su experiencia campesina
el soporte esencial de su mundo poético, algo que se evidencia –a nivel de
estilo– en el uso reiterado del léxico popular campesino y –a nivel de mundo
representado– en recurrentes referencias a una naturaleza reconocible como propia
de las praderas, bosques y cordilleras de la provincia de Osorno1. Naturaleza
que es concebida como “morada vital” de la hablante, no como simple paisaje
disponible para el usufructo de un cierto “turismo ecopoético” de mirada
descomprometida para con lo estrictamente humano. De ahí que las referencias a
la naturaleza se combinen con alusiones a costumbres y objetos domésticos que
nos retrotraen a una época –digamos, años 30 al 50 del siglo XX– en que los
descendientes de inmigrantes alemanes de la zona de Osorno, al menos, mantenían
un estilo de vida a medio camino entre la lealtad a las raíces europeas, en
particular a la ética protestante del trabajo y al recuerdo –idealizado desde
la distancia– de una Alemania ambivalentemente decimonónica y moderna, recuerdo
sentido como fundamento de su diferencia identitaria (y, en algunos sectores
germanófilos radicales, fundamento de una presunta superioridad identitaria
sobre los chileno-hispánicos y, en especial, sobre los indígenas)2 . Digo,
estilo de vida a medio camino entre la lealtad a las raíces europeas de sus
abuelos inmigrantes y la lealtad al compromiso de integración a la nación
chilena asumido por estos mismos inmigrantes de primera generación, quienes, en
su momento, llegaron al país dispuestos a formar parte, en plenitud, de una
nación mestiza que los trajo, precisamente, para que, como nuevos chilenos,
sean agentes de “progreso” (cf.. al respecto Recuerdos del pasado, en
particular, el capítulo vigésimo tercero).
Pero estas
referencias a lo rural alemán del Sur no son sino la punta del iceberg de algo
mucho mayor y completamente ajeno a efectismos criollistas o naturalistas de
ciertas literaturas que privilegian el cultivo de exotismos agrarios. Ajeno,
también, a la representación idílica de los campos, a menudo, imaginados en la
tradición poética occidental como el “lugar feliz” en oposición a las
deshumanizadas ciudades siempre hostiles. La ruralidad de Delia, en cambio,
está construida como el “lugar” en el que ocurren la vida y la muerte en un
voluptuoso revoltijo (léase “revoltura” en el idiolecto de Delia) de
nacimientos y de “desnacimientos” (Gonzalo Rojas dixit), ante lo cual la
palabra poética se vuelve testimonio “alumbrado” por el revoltijo y, a la vez, alumbrador
de ese mismo revoltijo. Se escribe para comprender y sobrellevar, aunque sea de
manera precaria y parcial, el misterio de estar vivo en este mundo, igualmente
vivo, a sabiendas de que vivir, de algún modo misterioso, es también morir
–nacer y “desnacer” a un mismo coro– y que ese misterio es legible/ descifrable
sólo a retazos, a través de algunas cosas-signos que la poetisa está llamada a
descifrar, digamos, a poner en valor de poesía. Leer, por ejemplo, el pasado y
el futuro, el tiempo del vivir y del soñar, sea en el comportamiento de las
yeguas, en los frascos azules que llegaron, tal vez, de Hamburgo con los
primeros colonos; en el olor de la murta silvestre, en los ciervos en celo, en
el piano que tocaba la abuela, en los cuentos de la infancia, en la música en
días de escarcha invernal (sobre todo la música de Malher, Strauss y
Beethoven), en la vieja casa señorial de madera de Tacamó (construida en los
años 20 del siglo pasado y a la que Neruda solía acudir cada vez que visitaba a
su amiga Delia en el sur). En fin, cada nombramiento de cosas y materias
equivale, en verdad, a una tentativa por registrar la otra realidad, profunda y
primaria, de aquella realidad percibida y/o percibible con los sentidos; la
otra cara de lo que se nos presenta como simple externalidad disponible para la
percepción común y corriente. La tesis de Pessoa de que “el mundo externo es
como un actor en escena; lo vemos, pero lo que vemos no es lo que vemos” (1984:
344, fragmento 447) bien podría ser aplicable a la poética de Delia Domínguez:
poesía que hace ver lo que no vemos en lo que vemos.
Me parece
que ésta es la manera en que deberíamos entender la afirmación de Gonzalo Rojas
citada al inicio de estas reflexiones: “ruralidad trascendida”, o sea,
ejercicio de hacer sentido sobre las más genuinas experiencias de ser mujer
campesina en los campos de Osorno, creyente no sólo en Dios sino en todos los
seres cuyos destinos y naturaleza hablan del misterio del ser y del no ser. La
fe de Delia poco o nada tiene que ver con ortodoxias de iglesia pechoña ni con
sesudas teologías que buscan, con argumentos, se supone, desentrañar, si no la
deidad misma, sí nuestra relación con ella. Inútil trabajo, desde la
perspectiva poética de Delia, si los argumentos lógico-filosóficos, que pueden
ser muy impecables y asépticos por añadidura, no están contaminados con la
materia “sucia” de la vida. A Delia le gusta sentir el olor de la hierbabuena,
el ruido de la lluvia sobre las calaminas del techo de la casa de Tacamó, pero,
sobre todo, el golpeteo de la lluvia sureña sobre el techo de la memoria que
inevitablemente la conduce a evocaciones de la infancia. Ésta tan suya
sensualidad de animal-humano rumiante, pensante y sintiente para con la
naturaleza, es lo que da paso a una poesía rigurosamente leal con lo que aquí
llamaremos la misa del universo, es decir, con esa ceremonia de consagración
metafísica de las cosas en la que la palabra cotidiana se hace carne y sangre
en el registro mayor de la poesía. Y esto, precisamente, porque Delia concibe
la poesía como un intento superlativo de hacer sentido en el revoltijo de
huevos distintos y distantes, reunidos todos en el mismo nido de la vida, o en
la misma paila de la muerte, reconociendo, por ejemplo, al tacto o a trasluz
los huevos hueros de los que no lo son, o descifrando los mensajes de futuro y
del pasado contenidos en el relincho de las yeguas.
Ana María
Cuneo distingue cinco tópicos (“ejes”, los denomina) que, a su entender,
permean toda la poesía de Delia Domínguez:
1. La
poesía surge de experiencias ancestrales, reminiscencias de la infancia, de la
etapa fetal de sus ascendientes próximos y de toda la historia del hombre sobre
la tierra.
2. La
palabra poética tiene como misión decir lo esencial, la identidad única de los
seres: carbón, río, llanto, niño, etc. Para ello es condición previa la
experiencia vivencial del objeto cantado.
3. Salvar
del olvido las voces perdidas. El poeta dará voz a los que no la tienen.
4. Para
salvar del olvido, la poesía puede tomar un hecho simple y destemporalizarlo,
instalándolo en lo eterno.
5. El
origen del canto es algo dado por la naturaleza y por situaciones humanas (...)
Sobre este material primario el poeta producirá las transformaciones que lo
convertirán en poesía (texto en línea)3.
Estando, en
general, de acuerdo con la descripción esquemática que propone Cuneo de la
poética de Delia Domínguez, estimo, sin embargo, que la descripción debería
afinarse por lo menos en algunos puntos. La “ruralidad trascendida” de la que
habla Rojas ocurre como consecuencia del hecho de que el yo poético de Delia se
construye unificando en la identidad “yo” una serie de características que lo
dibujan como un sujeto hablante coral, en la medida en que su “canto” se
despliega como el canto (y contracanto) de muchos, incluyendo el de las
materias y elementos de la naturaleza. Pero no es la voz profética de perfil
nerudiano, aquélla que era interpelada por los elementos para que el yo poético
ponga en movimiento su dimensión profética y se convierta en el vate, en el guía
iluminado de la historia (una historia, en el caso de Neruda, informada por la
utopía comunista). Delia Domínguez, en cambio, está lejos de imaginarse como un
yo monolítico en condiciones de abarcar de una mirada y “con tan buena
acústica” lo que Lihn describía como “el pastel entero de la historia”
(1995:239). En realidad, la voz lírica de Delia es un coro de múltiples voces
aglutinadas en torno a una imagen rectora del yo: la de mujer-madre, católica,
mestiza sobre todo, movida por la necesidad de atestiguar –no de presidir– la
misa del universo, teniendo como referencias de base las experiencias vitales
de la autora en su condición de habitante/ viviente de los campos de Osorno.
Yo católica
mestiza
minimalista
y campesina.
yo perrera
y caballera
de ombligo
amarrado a
la telúrica
madrecita tierna de
nunca
acabar.
Yo de
sesenta para arriba y para bajo
me sé de
corrido los Diez Mandamientos,
el Ojo
(o-j-o)
y la
Pastoral de L. van Beethoven
(“Papel
de antecedentes”. La gallina castellana y otros huevos, 19)
Antecedentes
que hablan de las varias leches que han alimentado su poesía: la religión
católica y las raíces judaicas de ésta, su origen y naturaleza campesinos, sus
ancestros alemanes, su hispanidad castellana materializada en su español
democrático, su amor por la música sinfónica (la de Beethoven, Mahler, Strauss
y la de las esferas celestes, también). Delia, como casi todos los poetas
modernos desde Rimbaud para acá, se autorrefiere como vidente: ve la visión
iluminada e iluminadora de los laberintos de la vida y de la muerte. De hecho,
la alusión a “Ojo (o-j-o)” habla doblemente de la videncia de lo presente y de
la memoria de lo ausente, que en Delia son una misma cosa, objetivada, esta
última, en el recuerdo infantil del silabario de Claudio Matte que sirvió para
que decenas de generaciones de chilenos en el siglo XX aprendieran a leer la
lengua de Cervantes4. Sólo que esta visión se construye a partir de la
observación directa del entorno campestre y del recuerdo de situaciones humanas
vividas en la infancia o en la juventud: las yeguas, por ejemplo, o la vez que
conversó con Hilda May, “alumbrada de rojo-negro / cual paloma Picasso”; o el
viento huracanado de los largos inviernos sureños o la escarcha que congela el
arroyo, o aquella misa de cierto domingo cuando una feligresa loca pregunta a
gritos en mitad del templo: “¿Quién es humilde aquííí?”, y todos, incluyendo a
la propia Delia, se quedan mudos sin saber qué responder a la pregunta
esencial. En suma, cualquier detalle que de pronto traiga a presencia el
misterio del ser y del no ser de este mundo, y en este mundo, en el contexto de
una cotidianidad fulgurante de naturaleza.
Ya en 1968,
en el poema "Canto y contracanto", Delia formula una poética a la que
ha sido fiel hasta ahora:
De vez en
cuando
hay
que ponerle el hombro
a los
grandes silencios.
Uno no
puede ser siempre el ombligo del canto.
DESDOBLATE
–dice una voz.
NO ERES EL
OMBLIGO DE NADA –agrega la
voz.
CUANDO
MENOS PIENSAS
TU VIDITA
CUELGA DE UN HILO –termina
la voz.
Pero si
quieres,
le hago
empeño para sacar un Do de pecho
y afinamos.
Después de todo,
estos
papeles sobreviven entintados en mi corazón.
O si tienes
ganas,
canta
tú,
yo
contrapunteo en la sombra
y guardo
mis cuatro versos para mañana
o para el
Día del Juicio.
(de “Canto
y contracanto”. La gallina castellana y otros huevos 41)5
“Contracanto
–nos dice Cuneo– no es la rebeldía de la antipoesía contra la poesía
tradicional, sino que es la lucha de la conciencia estructurante en crisis,
porque no es el ‘ombligo’ del canto” (texto en línea). Delia, en efecto, es muy
consciente de que la poesía es, a la vez, canto y contracanto: un proferimiento
sublime de belleza y solemne en su ritualidad; pero, al mismo tiempo, prosaico
y que, como tal, rinde tributo a los prosaísmos de la vida corriente, los
cuales, precisamente por ser de la vida corriente, son poéticos porque
constituyen, al fin, la genuina voz del pueblo en su vivir diario. De ahí que
la poesía de Delia sea, por un lado, fiel y leal a la magnificencia sublime de
Gustav Mahler o de Beethoven, o a la palabra metafísica de Rilke y de Hermann
Hesse (leídos en su momento en alemán). Por otro lado, fiel y leal al habla
popular campesina y a las bellas obras que la naturaleza pone ante sus ojos
contemplativos, a las tradiciones de los inmigrantes alemanes y a las
tradiciones indígenas (porque de ambas participa en su calidad de sujeto
mestizo). Fiel y leal, sobre todo, a las voces femeninas de la memoria:
Usted, que
es afuerino, debe aprender
el
decálogo de las abuelas huilliches
orilleras
durante 300 años,
de
las vegas pastosas
que no se
salvaron del diluvio.
Usted, que
es afuerino, ¿tendría
pulmones
para
remontar el mismo río en que su madre
abrió las
piernas para darle vida?
(de
“Salmón de río”. Huevos revueltos, 25)
Por
momentos, la poesía de Delia Domínguez nos pone en sintonía con la poética de
los lares (con la de Jorge Teillier y Rolando Cárdenas especialmente), por la
evocación de escenas de la infancia y las remembranzas de cosas y objetos que
le acompañaron en su juventud y/o que todavía le acompañan después de “sus
sesenta para arriba y para abajo”, en su casa en Santa Amelia de Tacamó (el
piano, por ejemplo; los frascos azules para guardar conservas caseras, las
viejas cerraduras hechas de fierro martillado de las puertas interiores de la
casa), así como la evocación de paisajes sureños lluviosos y verdes y
volcánicos cada vez que se mira hacia el este. Pero en realidad, la conexión
con la poesía lárica no pasa de ser una coincidencia en aspectos puntuales. Lo
que podríamos llamar el “efecto lárico” de la poesía de Delia Domínguez es, en
rigor, la consecuencia de la concreción textual de la poética de la “ruralidad
trascendida” que se manifiesta a través de una escritura concebida como
registro-testimonio de cosas efectivamente vividas y recordadas con el fin de
sacarle, a través de la observación y contemplación de tales vivencias, la
suerte a la realidad misma, cual nigromante buscador de palabras y lector de
destinos. Pero, ya se sabe que lo que se predica de una cosa en particular no
es necesariamente aplicable al conjunto al que esa particularidad pertenece.
Delia sabe, muy bien, que ningún poeta accede a la verdad última de las cosas:
sólo vislumbra retazos, fragmentos de una “esencialidad” inaprehensible. La
poetisa, entonces, tiene que aprender a escuchar las voces todas y ser, de un
modo u otro, fiel a ellas, y no dejarse arrastrar por la soberbia de creer que
la escritura poética, por más perfecta que parezca, traduce la gran escritura
del mundo. Se comprende, pues, que Delia se autoproclame una “cristiana
expuesta vulnerable a toda arremetida”. “La vida entera –nos dice– es una
estimulación permanente. Por ejemplo, el silencio de los grandes espacios, las
movidas de los niños, la fuerza aplastante de la naturaleza, el dolor, los ojos
despedidos de los viejos” (Domínguez, entrevistada por Sonia Quintana 2002:).
Aunque lea
y escriba
el animal
que hay en mi guarda
me enseña a
interpretar la maldición del búho
más allá de
todas las palabras.
Me enseña
a tener
visiones que no son
visiones
sino anunciamientos
tocados en
la sombra
para
ordenar los huesos de su alma
me enseña.
Aunque lea
y escriba
veo en las
nubes del poniente
un
teatro fantasma
en el
escenario mítico de Wuenteyao,
el que
ordena quién parece y desaparece
entre los
alerzales de San Juan de la Costa.
Aunque lea
y escriba
y pase por
letrada, no puedo denegar la ubre
que espesa
las natas de los presentimientos
sin
más agarradura que
las señas
secretas, palpadas en la muda matriz
del
universo.
“Aunque
lea y escriba”. Huevos revueltos, 23)
Poesía
atenta al mundo, en diálogo ininterrumpido con otras escrituras, empezando por
la bíblica, siguiendo con las de muchos poetas y prosistas (Santa Teresa de
Ávila, Sor Juana Inés de la Cruz, Walt Whitman, Alain Fournier, entre otras y otros)6
y terminando (o empezando, según se mire) con la escritura de las cosas mismas
que se materializa en los hablares ágrafos de aquéllos que están vivos por un
rato en este mundo y que no escriben ni escribirán nada que no sea el respiro
diario de sus propios cuerpos y almas sometidos al imperio natural de la vida y
de la muerte. Poesía atenta al mundo, sí, pero no simplemente en el sentido de
registrar con la objetividad aséptica de una cámara, que no tiene sentimientos,
las superficies de lo real. Delia apuesta a develar los recovecos de la “marcha
del regreso”, que es como ella imagina el tiempo que nos es dado desde la cuna
a la sepultura. Y en este develamiento, “la mudez necesaria en su rigor interno
/ es lo que más importa, solas / caen las máscaras” (“Se pasa llave a la chapa
de 1931”. Huevos revueltos, 65).
La
imaginación poética de Delia concibe el nacer como un “desnacer”, en el sentido
de que al nacer se clausura la puerta del existir total: “se pasa llave a la
chapa de 1931”, precisamente el año de nacimiento de la autora. Es como si al
nacer, por el hecho mismo de comenzar a ser cuerpo mortal, se clausurara una
posibilidad de ser en plenitud, por sobre las limitaciones de la materia, de la
temporalidad y de la muerte. Así, vivir será una travesía hacia una búsqueda de
la llave con que se cerró la chapa en 1931 para abrir con ella –con la llave de
la poesía– una cierta otredad del existir y del ser que nos es vedada por
nuestra condición de humanos vivientes. Pero, para esa otredad no hay conciencia
ni lenguaje que lo pueda comprender y comunicar en plenitud. Sólo se tiene la
poesía para transitar, a retazos, por las profundidades esenciales del ser y
del no ser; esto porque la poesía es lenguaje hecho de memorias, sueños y
vivencias en un amasijo (“revoltura”, diría Delia) inextricable, hecho que lo
torna registro verdadero aunque, como siempre, incompleto del vivir nuestro
entre este mundo y el otro.
Todo flota
nadie puede
pararse sobre sus propios pies,
nadie
cierra los ojos porque están llenos de agua
y hasta los
más juiciosos
amanecen
con la pupila rebalsada en este pueblo
donde la
lluvia se quedó a cuajar las yemas
para
siempre
donde los
vivos y los muertos
son una
mancha sin mucha diferencia
( “Unos
arriba y otros abajo”. La gallina castellana y otros huevos 31)
Y en otro
texto, de un claro sesgo autobiográfico, Delia reflexiona sobre la vida (su
vida) imaginándola como una marcha hacia los orígenes, hacia la esencialidad
atemporal del ser:
Y comienza
la marcha del regreso.
La mudez
necesaria en su rigor interno
es lo que
más importa , solas
caen
las máscaras.
La
dimensión de origen no se altera:
Dios quiso
que respires tu metro cúbico
de aire
y que un
día... no fuera.
Por eso hay
una hora en que llega la hora de
pasar
cerrojo a la chapa de infancia
(un fierro
martillado de los mil novecientos).
Decir adiós
con las luces encendidas
podría ser
una oración valiente.
(de “Se
pasa la llave a la chapa de 1931”. Huevos revueltos, 65)
Consignemos
que en la década del 60, Ricardo Latcham aventuró un visionario juicio sobre la
poesía que Delia Domínguez había publicado hasta entonces, pero que bien podría
extenderse a toda su obra posterior:
Delia
Domínguez refleja en su poesía una justa combinación entre lo popular y
refinado a la vez, que no rehúye la presencia de lo conflictivo en el hombre (y
en la mujer habría, sin duda, que agregar) en su desesperada búsqueda de verdad
(solapa 1 de La gallina castellana y otros huevos).
Neruda, por
su lado, en el prólogo con que originalmente se publicó El sol mira para atrás,
de 1977 (el prólogo fue escrito en 1973), emite juicios que van en la misma
dirección expresada por Latcham:
Su
comunicación es aguda como herramienta recta y sonora. (...) Es grande (...) su
delicado canto humano, sobreviviente victorioso de los grandes espacios que
ordenan aquel silencio. Sus composiciones como “Tos de perro”, “Los cómplices”
y muchísimas otras de sus líneas nos imponen una alegría silvestre, la salud de
una estirpe campesina y su desacomodo arterial hacia las indignas ciudades
(reproducido en la contraportada de Huevos revueltos).
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