JACQUES DERRIDA
ANTONIN ARTAUD
Por haberlo marcado profundamente,
Derrida dedicó a Antonin Artaud varios textos desde mediados de los años
sesenta. Sobran razones para confrontar su palabra con la escritura y
la voz del habitante de Rodez, como sucede en esta entrevista con la
profesora Grossman, considerada la mayor especialista actual en Artaud,
sin duda el más grande poeta maldito del siglo XX.
Aunque son muchos los filósofos
franceses que han manifestado interés por la escritura y el pensamiento
de Artaud —Merleau-Ponty, Deleuze, Foucault…— es Jacques Derrida sin
duda quien lo interrogó de manera más insistente e íntima. Los primeros
textos que le consagró se remontan a 1965-1966: “La palabra soplada” y
“El teatro de la crueldad y la clausura de la representación”, que más
tarde aparecerían recopilados en La escritura y la diferencia. Veinte
años después, en 1986, apareció “Enloquecer a la tabla rasa” (“Forcener
le subjectile”), texto en el que analizaba lo que llamó la
“picto-coreografía” de Artaud. De fecha más reciente, 1996, es el texto
que le leyó en la conferencia “Artaud el Moma”, en el Museo de Arte
Moderno de Nueva York a propósito de una gran exposición consagrada a
los dibujos de Artaud, y en el que volvía a interrogarse sobre “la
fuerza de percusión perforadora” de su escenografía escrita y dibujada.
En una entrevista anterior sobre Antonin Artaud que me concedió para
la revista Europe, evocaba la “pasión” que sintió usted por él desde muy
joven, cuando vivía en Argelia; en ella habla de lo identificado que se
sentía en aquella época con el sufrimiento de que Artaud se quejaba en
sus cartas a Jacques Rivière: el “impoder” de su pensamiento, su
impotencia, su incapacidad ante la escritura. Cuesta trabajo imaginarlo a
usted presa de la impotencia del pensamiento…
Si tratara de recordar la
primera vez que el nombre de Artaud tuvo para mí alguna resonancia,
pienso que sería sin duda leyendo un texto de Blanchot que remitía a la Correspondencia con Jacques Rivière.
Fue así como leí esas cartas de Artaud y reaccioné identificándome,
sentí simpatía por ese hombre que decía que no tenía nada qué decir, que
nadie le dictaba nada, por decirlo de alguna manera, a pesar de
que lo habitaban la pasión, la pulsión de la escritura y, sin duda desde
entonces, la puesta en escena. A lo largo del tiempo —y me refiero a
lapsos largos, a años, a décadas— tuve que tratar de pensar lo que esta
experiencia de “no tener nada qué decir” antes de escribir tenía de
esencial para toda escritura. En cierta forma, la responsabilidad de la
escritura, de lo que llamamos creación en general, se vive como algo
hueco, proveniente de un vacío —una especie de kenos de la escritura—, de tal forma que, en el fondo, lo que habría que decir no existiría antes del acto de decir; porque si el contenido de lo que estuviera por decirse fuera previo, no habría, por un lado, responsabilidad qué
asumir, no habría riesgo, y, por otro, veríamos reconstituirse al mismo
tiempo la dicotomía y la jerarquía entre el autor, el texto y la
escena. El autor domina, sabe lo que quiere decir y lo dicta: se
dicta a sí mismo y por lo tanto escribe bajo el dictado y la autoridad
del autor que sabe lo que quiere decir. Yo vincularía, quizá con
audacia, quizá sin prudencia, el desasosiego que expresa en sus primeras
cartas a Jacques Rivière con la manera revolucionaria en la que Artaud
hablará más tarde del teatro de la crueldad, donde precisamente volverá a
cuestionar esta relación existente entre el autor y la escena, el texto
escrito y el gesto. Para él, el teatro de la crueldad implica el
desplazamiento o el trastocamiento de esa jerarquía. Nada que sea
anterior al acto, al gesto, existe, así se trate de escribir, pensar o
actuar. Los “jeroglíficos” teatrales de los que habla son precisamente
movimientos del cuerpo que no obedecen a un texto dado o a un
querer-decir previo. Entre esta experiencia del vacío, del “no tener
nada qué decir” y todo lo que después definiría la revolución que Artaud
indujo en la literatura y el teatro, hay quizá una afinidad, una
continuidad significativa. Entonces, ¿por qué me identifiqué con Artaud
en mi juventud? Durante mi adolescencia (que duró mucho tiempo, hasta
los 32 años) empecé a sentir pasión por la escritura, sin escribir;
tenía una sensación de vacío: sé que es necesario que escriba, sé que
quiero escribir, que tengo cosas qué escribir, pero en el fondo, nada tengo qué
decir que no se parezca a algo que ya ha sido dicho. Recuerdo que
cuando tenía quince, dieciséis años creía que era proteiforme (palabra
que descubrí con Gide y que me gustaba mucho). Podía adquirir cualquier
forma, escribir en cualquier tono a sabiendas de que nunca sería
realmente el mío; hacía lo que se esperaba de mí o me reflejaba en el
espejo que el otro me tendía, y me decía “no puedo escribir nada, porque
puedo escribir cualquier cosa”. Así se profundizaba ese vacío que creía
reconocer en Artaud. Es como si me dijera: en el fondo no soy nadie,
puedo ser quien sea, puedo adoptar cualquier postura, ¿cuál es mi
camino, entonces, cuál es mi voz? (…) Aun ahora, cuando voy a escribir
alguno de mis textos, mutatis mutandis, se me sigue apareciendo
la misma blancura, la misma desesperanza, la misma sensación de impoder
—“nunca lo voy a lograr”, me digo, incluso si se trata de cosa modestas,
así sean cuatro páginas. Es una sensación que no se me quita, aun
cuando pase, y con razón, por ser alguien que ha escrito mucho. Como
Artaud, mutatis mutandis, que escribió mucho y al final lo hacía sin parar.
Entonces leyó a Artaud muchos años…
Pasó bastante tiempo hasta que, ante la provocación de escribir algo sobre Artaud para un número de la revista Tel Quel
(era 1964 o 1965 y acababa de conocer a Sollers y a Paule Thévenin), lo
leyera de manera intensa o extensa, finalmente sistemática. Lo que
escribí en “La palabra soplada” y en “El teatro de la crueldad y la
clausura de la representación”, y luego en “Enloquecer a la tabla rasa” o
en “Artaud el Moma” podía articularse con lo que escribía yo en ese
tiempo. En el gesto fundamental de Artaud encontré lo que necesitaba
para poner a prueba lo que estaba intentando elaborar en diferentes
textos, por ejemplo, el principio en De la gramatología…,
naturalmente, la palabra “soplada”, apuntada (soufflée), en el sentido
equívoco que este epíteto tiene en francés, guardaba alguna relación con
lo que decía Artaud en las cartas a Jacques Rivière. Se me “despoja” de
la palabra, decía, y esta experiencia de desposeimiento, de la
expropiación, es una protesta ambigua, como pude mostrarlo. Esta
expropiación es al mismo tiempo el sufrimiento y lo que da forma a la
voz, al clamor de Artaud en el proceso de la escritura. En la ambigüedad
de la palabra soufflée (que quiere decir al mismo tiempo dictada por un apuntador y confiscada,
arrancada), había, claro, una relación con lo que había sido aquella
experiencia primera que Artaud le confiaba a Jacques Rivière.
Usted que ha escrito tanto sobre Nietzsche, casi no ha recurrido a la
comparación que se hace frecuentemente de estos dos autores bajo la
categoría del “genio loco”…
Suponiendo que hubiera una categoría aceptable del “genio loco”, cosa
que no creo, pero aún aceptándolo como hipótesis, los “genios locos” son
siempre “geniales” y “locos” de distintas maneras: Nietzsche y Artaud
no tienen nada que ver, Hölderlin y Nerval son casos totalmente
distintos. No sólo hay una idiosincrasia del individuo, de su
genealogía, de su pasado, de su escritura, sino también una singularidad
de la cultura de la época, de la manera en la que el “genio loco” en
cuestión fue recibido, tratado, en una cultura dada, en un país en
particular. No es lo mismo ser un “genio loco” en Francia, en Inglaterra
o en Alemania; en el siglo XIX, en el XX o en la actualidad. Cuando
tratamos de vislumbrar la frontera porosa que existe entre la obra de
Artaud y su historial médico, da vértigo. A los que les gusta Artaud,
saben que hay que ser muy prudente al interpreta su obra y su
experiencia con la institución médica, a pesar de ello, creo que una
lectura de Artaud debería tomar en cuenta de manera muy seria la
historia de la medicina. Artaud vivó y escribió en un momento muy
específico de la terapéutica que dominaba entonces. Recuerdo haber
visitado a uno de sus médicos, al que sólo me referiré como el doctor
Fo…, en busca de cartas, de manuscritos. Paule Thévenin quería
pedírselos prestados para poderlos transcribir. Eso sucedió a finales de
los años sesenta o a principios de los setenta. Fui a ver al médico a
aquel hospital de provincia donde vivía: ahí me recibió. Había conocido a
Artaud en Ville-Évrard. Era un médico católico, como suelen se los
católicos: con una gran familia, con muchos hijos. Durante mi visita
sacó las cartas de Artaud y los niños jugaron con ellas. Me dijo
literalmente: “Con la química con la que cuento ahora, habría rectificado
a Artaud en 15 días”. Quizá tenía razón en cierto sentido. No es que
apruebe lo que me dijo, pero quizá sea cierto que las relaciones de
Artaud con la psiquiatría (y su propia obra) habrían sido diferentes en
otra época.
Así como toda la historia de la relación entre Artaud y el doctor Ferdière, que era jefe del hospital psiquiátrico de Rodez.
En cierta forma, Artaud había hecho que sus médicos se enrolaran en una aventura socioliteraria. Éste
es un tema que debería ser también materia de estudios muy serios. Como
sabemos, Ferdière estaba perfectamente consciente del talento literario
de Artaud; lo fascinaba sin lugar a dudas. Un amigo me contó que
Ferdière había hecho incluso que lo fotografiaran con Artaud, durante
una sesión de electrochoque. Es algo que da mucho que pensar. Y en
relación con el archivo de Artaud, los tratamientos que padeció, los
electrochoques, los efectos de la guerra…, toda la historia
político-médica tan específica de la época debería ser estudiada, no de
manera extrínseca, como parte de la sociología o de la historia de las
ideas, sino intrínseca, relacionándola con los textos y la obra gráfica
de Artaud. Es un trabajo aún por hacerse.
El archivo de Artaud incluye su propia voz grabada, como es sabido. ¿Qué importancia tiene para usted la voz del escritor?
Volviendo a la historia, no todos los “genios locos” dejaron archivada
su voz. Artaud tenía una voz y un concepto de la voz, un concepto de la
locución, de la dramaturgia de la voz, excepcionales. Si se ha escuchado
esta voz, por ejemplo en la grabación de Para acabar con el juicio de Dios,
no se puede seguir leyendo sus textos de la misma manera, sobre todo
los de tiempos de la guerra o de después de ésta. Leerlo debería
implicar resucitar su voz, leerlo imaginándolo proferir sus textos. No
conozco otro autor en el que el acto de proferir esté tan presente en
sus textos. He escuchado lecturas de Joyce, de Celan, de Valéry, de
Heidegger —por fortuna se han archivado al menos las voces de algunos
escritores de este siglo. Conmueve escucharlos, pero no se requiere su
voz para leerlos, no resulta tan esencial. En cambio, cuando se ha
escuchado la voz de Artaud ya no es posible hacerla callar. Por lo tanto
hay que leerlo con su voz, con el espectro, con el fantasma de
su voz que hay que conservar en el oído. A mí el archivo de la voz me
parece turbador. Porque, al contrario de lo que sucede con la
fotografía, la voz archivada está “viva”. Vive otra vida, y eso es algo
que no sucede con otro tipo de archivos. En la voz se escucha una
especie de relación a sí mismo, la vida que se afecta a sí misma. Las
pocas grabaciones de la voz de Artaud que se conservan son parte
esencial de lo que nos queda de su cuerpo, de su corpus.
La voz de Artaud profiere que “hay que acabar con el juicio de Dios”…
pero como usted ha señalado, el teatro de la crueldad “saca a Dios de
la escena” desde el principio. No se trata de un nuevo discurso ateo,
sino de la práctica teatral de la crueldad que “produce una especie
teológica” (La escritura y la diferencia).
Efectivamente, lo que resulta sorprendente de Artaud, en esa lucha
cuerpo a cuerpo con lo que llama “dios”, es que no se trata simplemente
de un discurso más sobre la muerte de Dios, una teología o una
ateología. Hay una ejecución y una puesta en acto mediante la escritura,
no de una muerte de Dios, sino de un asesinato interminable de Dios, lo
cual supone finalmente un dios mucho más perseguidor que el de los
creyentes o el de los ateos. Yo creo que Artaud no era ni creyente ni
ateo. Tenía cuentas pendientes con lo que llama “dios”, algo a lo que se
le pueden hallar toda suerte de sustituciones metonímicas. No pudo
prescindir del nombre de Dios, pero ¿a qué llama “dios” cuando profiere
sus imprecaciones? ¿Contra quién se lanza, por quién toma a Dios cuando
lo nombra? Son preguntas graves que podemos tratar como parte de la
tradición de las reflexiones sobre el nombre de Dios (¿qué nombra
el nombre de Dios?), o bien, que podemos tratar a la manera de Artaud,
es decir como parte de la práctica teatral, como parte de la práctica
gráfica (La torpeza sexual de dios, es el título de uno de sus
dibujos). Es una interpelación, Artaud interpela a Dios, se dirige a él
de manera provocadora, enfrentándolo o dándole la espalda. Lo cual tiene
sus efectos —no quiero llamarlos “ateológicos”, porque implicaría una
serie de cosas que no tienen relación con Artaud—, sino efectos de
exterminio sobre lo que el nombre de Dios originó, sobre aquello que ha
sido nombrado Dios en la tradición cristiana occidental. ¿Para un mundo
sin Dios? ¿O para un mundo con un Dios radicalmente distinto? La
pregunta queda.
en Magazine littéraire Nº 434, 2004
Traducción de Dulce María López Vega
Edición digital de Derrida en castellano
No hay comentarios:
Publicar un comentario