Dick Norton y Sylvia Plath
eran novios en su primer año de Smith. En las vacaciones de primavera, Sylvia
aceptó un trabajo para poder estar más cerca del que creía que sería su marido.
Aunque discutían y vivían momentos que a Sylvia le parecían desagradables,
estaba tan angustiada por ser todavía virgen y no encontrar al hombre perfecto,
que se negaba a romper con su compromiso. En aquellas vacaciones, Sylvia,
resentida, se negó a visitar a Norton cuando este se lo pidió, de modo que
acabó intimando con una camarera a la que había conocido en aquellos días. La
traición de Norton hizo que Sylvia sintiera todavía con más pesar aquel
disgusto por ser una chica, aquella importancia que se le daba a ciertas cosas
porque así estaba determinado socialmente. Estaba absolutamente decepcionada e
indignada: Mi gran tragedia es haber nacido mujer. La poeta se estaba
reservando la virginidad para su marido, posiblemente Dick Norton, mientras él
había hecho el amor con una mujer que no le importaba en absoluto. La
sexualidad era un tema recurrente en los cuentos y en sus meditaciones, sobre
todo por lo que leía y por lo que debía ser en aquella época una mujer ideal;
además, no dejaba de tener en cuenta todo lo que se decía, como que la mujer no
se siente satisfecha con el acto sexual o que se necesita tiempo y seguridad
para alcanzar el placer completo. El sexo era el enemigo; el hombre, por tanto,
también.
Sylvia Plath con NicholasEn
aquel curso Sylvia leía a Ortega y Gasset o Thomas Man, pero uno de los libros
más importantes fue Male and Female, de Margaret Mead, precisamente porque
encontraba en él la provocación para sus propios pensamientos y vivencias.
Plath subrayaba: ¿Hemos hecho algo igualmente desastroso para todos educando a
las mujeres igual que a los hombres? Las mujeres verán el mundo de forma
distinta que los hombres. Ed Cohen, un amigo con el que se escribía filosófica,
literaria e íntimamente, un gran apoyo que Plath necesitaba, le mandó estas
líneas:
Tienes que afrontarlo…
nosotros los “radicales” creemos que la mujer debe compartir la vida y las
experiencias de su marido, pero para la mayoría de la gente la mujer tiene un
papel social definido en el matrimonio que no permitirá la existencia (sic) que
me siento inclinado a creer que tú deseas antes de dedicarte al hogar y a los
niños y todo lo demás. Si me permites ser mordaz por una vez, los buenos chicos
pulidos que conoces (ya sabes, los que quieren que la madre de sus hijos sea
virgen, etc.) se morirían ante la sola idea de que su esposa viviera en la
selva mexicana o en la orilla izquierda de París. Lo cual significa simplemente
que el tipo de individuo que cree en lo que yo llamo un tanto despectivamente
moralidad convencional, llevará también un tipo de vida un tanto convencional.
Y es probable que tal situación sea literariamente bastante estéril… Puedes
dedicarte a tu carrera, o puedes criar una familia. Pero me extrañaría mucho
que pudieras hacer ambas cosas dentro del marco social en que vives.
La elección de Sylvia la
dejaba profundamente deprimida, porque no quería renunciar a nada (la imagen de
la higuera en La campana de cristal). No sabía quién era, adónde quería ir, qué
sentido podía encontrarle a su existencia. Tenía grandes esperanzas en
convertirse en escritora y, a un tiempo, no creía poder hacerlo aunque confiaba
en su trabajo y lo defendía. Por otra parte, no había otra cosa que deseara más
que encontrar un buen hombre con el que casarse y tener una familia (esa
sumisión que Aurelia aceptaba para tener un hogar tranquilo). Pero algo la iba
a hacer desplomarse y dejar el matrimonio y todas las cosas que le preocupaban
a un lado, porque estaba a punto de sucumbir a su propia oscuridad. Fue
invitada cuatro semanas a Nueva York como redactora de Mademoiselle, una
revista femenina de moda de la que era becaria, y allí le prepararon una cita
con un rico peruano sin escrúpulos, que intentó violarla, insultándola con
violencia. Después de aquello, y de la relación con Dick cada vez más
insignificante, arrojó toda la ropa que se había comprado para aquellas cuatro
semanas, renunciando a la moda femenina, a ese lado de la mujer; sería una persona
distinta a partir de entonces. Pero después de aquel forcejeo consigo misma,
cayó, como tantas otras veces pero con un motivo mayor, en su propia
enfermedad. Estaba tan deprimida, con (sus primeras) ganas de acabar con su
vida, que su madre, al encontrarle cortes en las piernas, acabó por convencerla
para que hiciera terapia de shock. Algún dios me agarraba por las raíces del
pelo. Y aquel dios que le agarraba por las raíces del pelo con sus voltios
azules, con aquella terapia de shock, no fue suficiente para aplacar el mal de
Sylvia Plath, que acabó tomando somníferos hasta perder el conocimiento. Estuvo
inconsciente dos días en el sótano de su casa, donde se escondió. Salgo a dar
un paseo largo. Volveré mañana.
La
bella joven de Smith
Sylvia Plath estuvo
desaparecida esos dos días porque se había metido en un lugar poco accesible
debajo de la casa y no daban con ella. Aurelia, su madre, denunció la
desaparición: investigaciones, policías, reporteros, voluntarios, ciudadanos,
noticias nacionales. La bella joven de Smith, que así fue como la llamaron,
estuvo desaparecida en Wellesley hasta que Warren oyó un gemido, la buscó y la
encontró semiinconsciente, con contusiones y cortes bajo el ojo derecho. Una
vez en el hospital, cuando abrió los ojos y su madre le dio ánimos, diciéndole
que toda la familia estaba muy contenta de hacerla encontrado, Sylvia se
lamentó: Fue mi último acto de amor. Aurelia explicó que el suicidio se debía a
su incapacidad para escribir, a la falta de fluidez (entonces ya tenía muchos
relatos escritos, además de ser redactora de la revista), o incluso que Sylvia
estaba enamorada de Perry Norton (hermano de Dick y amigo de su hija) y este se
había comprometido hacía poco. Los médicos dijeron que no había síntomas de
psicosis ni esquizofrenia y que, con ayuda, se recuperaría completamente; aun
así, la actitud de Sylvia era incompatible con el diagnóstico esperanzado: no
quería curarse y no quería avanzar hacia ninguna parte, sino de nuevo al
interior, a ese abismo. Había perdido la facultad de escribir y leer, y una vez
en semana su antiguo profesor Crockett la visitaba y le daba refuerzo para que
volviera a ser la señorita Plath que todos conocían. En 1953, Sylvia estaba
recuperada y un año más tarde estaba lista para ingresar de nuevo en Smith, ya
como escritora respetada y admirada por todas sus compañeras de estudio.
En cuanto a su enfermedad, que
extrañaba tanto a sus amigas, la escritora decía que Duele todo. Era como si
ardiera bajo la piel. De la relación entre locura y escritura, que tan
romántica parece, Plath dijo que no existe: Cuando estás loca, estás ocupada en
estar loca… todo el tiempo… Yo cuando estaba loca, era solo eso, una loca.
Un
Adán violento
En 1955 le dan una beca para
que estudie en Cambridge y Sylvia parece que recupera toda la vitalidad y la
energía necesaria. Por entonces, la poeta se ha despedido de aquella niña
Sherry que quería liberarse y volverse algo más ligera, pero precisamente esa
libertad, sobre todo sexual, tensa la relación con su madre. Sylvia mantiene
relaciones con varios hombres, y para su ingreso en Cambridge sigue en pie
encontrar un marido, pero como la beca financia todo lo que tendría que hacer
un hombre, su despreocupación la lleva a una vida un poco menos ordenada e
inmediata. Aun así, Inglaterra no iba a ser la cura a todos sus temores, porque
en febrero de 1956, en su diario se puede ver cómo vuelve a analizarlo todo
minuciosamente hasta el hartazgo. Lo determinante es una carta que le manda a
su médico en la que le confiesa que vuelve a sentir los mismos síntomas, cuando
se intentó suicidar:
Querido doctor: Me encuentro
muy mal. He tenido el corazón en un puño con palpitaciones y amagos. De
repente, los simples rituales del día se resisten como un caballo terco.
Resulta imposible mirar a la gente a la cara. ¿Puede irrumpir de nuevo el mal?
¡Quién sabe! La conversación intrascendente es fatal.
Sylvia Plath y Ted
HughesTambién la hostilidad aumenta. Esa virulencia peligrosa y devastadora que
surge del alma enferma. La mente enferma, también. En nuestro interior se
derrumba la imagen de identidad que a diario luchamos por grabar en el mundo
indiferente u hostil; y nos sentimos aplastados.
Esa inseguridad la reconduce
en cólera, porque tiene 23 años y sigue soltera. Y ese pesar, sin que lo sepa
todavía, estaba a punto de disolverse, porque compra un ejemplar de una revista
literaria en la que vienen poemas de Ted Hughes que, como ya imaginamos, la
sobrecogen. Aquella misma noche se presentó en la fiesta de la revista y
conoció al poeta, que se convertiría en su marido. En una habitación aislada…
Me besó violentamente en la
boca y me arrancó la cinta del pelo, mi pañuelo rojo del pelo que había
soportado el sol y mucho amor y no volveré a encontrar otro igual, y mis
pendientes de plata preferidos: ja, continuaré, rugió. Y me besó el cuello y yo
le mordí fuerte la mejilla y cuando salimos de la habitación la sangre le caía
por la cara.
Sylvia Plath se enamora y cree
haber encontrado al hombre más fuerte del mundo, un Adán alto, desmañado,
saludable, con voz de trueno (así se lo cuenta a su madre en una carta), un
vagabundo que jamás se detendrá. Un hombre (le cuenta a su hermano) igual a
ella, con la voz más rica y extraordinaria que Dylan Thomas, capaz de sacar uno
de los libros de su vitrina y ponerse a leerlos como ella misma, un contador de
historias. Sin embargo, también le parecía un aplastador de cosas y personas,
un hombre al que le gustaba beber y conquistar mujeres. El 16 de junio de 1956,
Ted Hughes y Sylvia Plath se casan.
Tiempo
antes de la muerte
Aunque por fin había
encontrado lo que tanto anhelada, un marido, la Sylvia Plath esposa escribe
esto en su diario en el primer tiempo de su matrimonio (tan diferente a la
actitud sumisa de su madre, que también se había casado con un hombre
inteligente al que admiraba):
La ofensa penetrando, nítida
como una navaja, y sangre oscura que mana… Sentada en el comedor con camisón y
jersey contemplando la luna llena, hablando con la luna llena, iniquidad que
crece hasta llenar la casa como planta antropófaga. La necesidad de salir. Todo
está en silencio. Quizá él esté dormido. O muerto. Cómo saber cuánto tiempo hay
antes de la muerte…
El amor, que sentían el uno
por el otro era devastador y fuerte. Si tenemos en cuenta el historial de
Sylvia Plath, podríamos adivinar, sin saber cómo acabó finalmente el
matrimonio, que no le haría ningún bien. Era la esposa de un hombre brillante
al que admiraba y al que seguía donde fuera, pero su condición de casada le
coartaba, como ya había reflexionado tanto en su reciente juventud, una
libertad que para la poeta había sido siempre vital. Caminaba un poco por
detrás de Ted y siempre le complacía lo que a él, como advertían los amigos que
compartían con ellos los primeros años de noviazgo. Pero Sylvia quedó
embarazada y las sombras eran menos sombras, daban menos miedo y de alargadas
pasaron a insignificantes. Frieda encarnaba la luz que tanto faltaba a su
madre.
Me miré el vientre y vi a
Frieda Rebecca [su primera hija], blanca como harina, con la crema que cubre a
los recién nacidos, con graciosos garbancitos de pelo aplastados en la cabeza,
y enormes ojos azul oscuro… La comadrona la limpió con una esponja junto a mi
cama en la palangana grande de pírex y la echó en la cuna bien tapadita con una
botella de agua caliente; mamó unos minutos como una pequeña experta, consiguió
sacar unas gotas de calostro y luego se durmió… Nunca me había sentido tan
feliz.
Entonces Sylvia Plath pasó a
ser madre, no escritora. Y el cambio de rol le traía problemas de identidad con
Ted y consigo. Estoy pensando ponerme a trabajar yo misma si Ted se ocupa de
dar de comer a la niña al mediodía. Sylvia empezaba a ser, aunque lo advirtiera
solamente ella, la madre de Frieda y también una escritora publicada; sus dos
identidades estaban condenadas a entenderse, porque eran igual de fuertes. Después
de las buenas críticas, el The New Yorker le ofrece mandar todos los poemas
para publicárselos. Por entonces, Sylvia sufre un aborto y en el poema
Tulipanes aparece una mujer hospitalizada que quiere quedarse ingresada, en un
momento de plenitud total (quizá porque la relación con Ted ya había estado
salpicada de momentos tensos, coléricos; el hospital ofrecía a Plath un lugar
sin connotaciones negativas, como un limbo).
Soy una monja ahora, nunca he
sido tan pura.
No deseaba flores, querría
únicamente
yacer con las palmas hacia
arriba, totalmente vacía.
La
campana de cristal
La novela autobiográfica que
escribió Sylvia Plath tenía la intención de narrar las cuatro semanas que pasó
como redactora invitada por Mademoiselle, su ruptura, su depresión, el intento
de suicidio. Pero además, con la imagen de la higuera, trataba un tema que
todavía le preocupaba: elegir. Una mujer tenía necesariamente que elegir, y
ahora Plath era madre y escritora a la vez.
Vi mi vida desplegándose ante
mí mi vida como las ramas de la higuera verde…
En la punta de cada rama, como
un grueso higo morado, me hacía señas y me llamaba un futuro maravilloso. Un
higo era un marido y un hogar feliz e hijos y otro higo era una famosa poeta y
otro higo era una brillante profesora y otro higo era E Ge, la asombrosa
editora, y otro higo era Europa y África y Sudaméricca y otro higo era
Constantino y Sócrates y Atila y un montón de amantes con nombres extraños y
profesionales originales y otro higo era una campeona del equipo olímpico y por
encima y más allá de todos los higos había muchos más que ni siquiera podía
distinguir.
Me veía sentada en la
horquilla de la higuera, muriéndome de hambre, sólo porque no podía decidir qué
higo quería elegir. Los quería todos y cada uno, pero elegir uno significaba
perder todos los demás…
Entretanto, Sylvia y Ted
tienen su segundo hijo, Nick, pero el matrimonio es cada vez más una desgracia
para ambos. Ted se ausenta injustificadamente, amantes, esas mujeres a las que
le gustaba conquistar como ya sospechaba Plath en el noviazgo. Sylvia es celosa
y aquel primer encuentro, en el que él la besa violentamente y ella le muerde
la mejilla hasta sangrar, no es más que la primera escena de una vida que los
iba a conducir a la locura, a la desesperación, cuando ya no controlas nada. El
forcejeo al que se vieron sometidos era más de lo que Plath podía soportar;
aunque daba muestras de querer solucionar su matrimonio y convertirlo en aquel
perfecto que tanto había soñado, la realidad era bien distinta. Sus hijos,
Frieda y Nick, eran pequeños, y Sylvia quemaba las cartas y el manuscrito de una
novela dedicada amorosamente a Ted en una pequeña pira funeraria, para horror
de Aurelia, que quiso evitarlo sin éxito. Sylvia estaba desatada, encolerizada.
La ruptura era inevitable. Y finalmente Ted la abandona por la poeta Assia
Wevill.
Se han librado de los hombres patanes
torpes, embotados, balbucientes.
Morir
es un arte
No creía en la cura. Si el
corazón es frágil, como una taza de porcelana, y una gran pérdida lo hace
añicos, ni todo el tiempo y la bondad del mundo podrán ocultar las feas grietas.
En cuanto el precioso líquido del amor se derrama, te quedas seca. Seca y
vacía.
Sylvia se había quedado seca y
vacía, y además tenía un corazón frágil y ya lo sabía, como una taza de
porcelana que lo único que había hecho era romperse en más pedazos, unos
irreconciliables, tras una gran pérdida, como la ausencia de su padre. No, no
había cura. Y la cura era devastadora. Ya en el poema Filo, la mujer alcanza la
perfección cuando está muerta. Sylvia Plath tiene una gran (y oscura, tremenda)
productividad que compensa la soledad, la ausencia y ese mal que volvía, como
advertía en la carta que le mandó desde Cambridge a su doctor; ese mal volvía y
no solo eso, sino que estaba dispuesto a quedarse, estaba dispuesto a volver el
cuerpo de la mujer pura perfección, pura muerte.
Morir
es un arte, como todo.
Yo lo hago excepcionalmente
bien
Tan bien, que parece un
infierno.
Tan bien, que parece de veras.
Supongo que cabría hablar de
vocación.
El 11 de febrero de 1963,
Sylvia se despierta a las seis de la mañana y le prepara el desayuno a sus
hijos, de tres y un año. En una bandeja lleva a la habitación de Frieda y Nick:
pan, mantequilla, leche. Vuelve a la cocina en la que acaba de prepararlo, cierra
la puerta, tapa todos los resquicios con toallas. Mete la cabeza en el horno.
Abre el gas.
La mujer alcanzó la
perfección.
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