EL DEPARTAMENTO DE LA COSTA | UN CUENTO DE HEBE UHART | Hace unos años, me dieron como parte de pago por la venta de un bien, un departamento en la costa; el canje parecía ventajoso y lo agarré, aunque jamás había pasado por mi cabeza tener una casa de fin de semana.
Mi primera impresión fue en invierno, un día nublado y frío, todos los papeles bailaban por el viento, nadie en la calle; sólo unos perros callejeros. Un gran cartel a la entrada del pueblo decía: “Bienvenidos a San Bernardo, la playa de la familia”.
Como yo no tenía familia y pensaba que la costa es un lugar de diversión (imaginaba un barcito junto a la playa donde uno se toma un trago a la orilla del mar mirando el atardecer), pensé: “Quién sabe si me voy a divertir: es un lugar para que se diviertan las familias”. Corroboré esa impresión cuando vi un alero o reborde junto a la ventana: estaba hecho con un material duro y grueso, lleno de papeles, cascotitos y cosas diversas que tiraban de los departamentos de arriba. Y arena, sobre todo arena.
Yo pensaba: “¿Deberé barrer? Pero antes debo saltar poniendo una silla del otro lado, ¿deberé saltar?”. Y en esa y otras perplejidades pasé la primera semana con deberes: el termotanque se había quemado y el viejo que lo arreglaba vivía en el pueblo de al lado, diez cuadras para adentro, en sentido contrario del mar. Todo el pueblo tenía altísimos departamentos junto al mar y tapaban la vista; desde los ubicados a una cuadra, como el mío, no se podía ver el mar.
Hacia adentro, a unas tres cuadras empezaba el pueblo de los lugareños; casitas aisladas, algún caballo. A esa gente no le interesaba el mar; vivían en pequeñas casitas, todas pintadas en color tierra o en un amarillo deslucido por el tiempo. Adelante ponían unos carteles de lata o de madera, donde decía: “Plomero” o “Carpintero”. Eran unos carteles sin convicción, apenas se veían. Para colmo, la señora que vivía todo el año en el departamento vecino al mío sufría males alternos, que se iban sucediendo, por debajo de todos los temporarios, tenía otro mal que no tenía cura pero tampoco llevaba a la muerte. Ella tenía una visión pesimista de ese pueblo. Enfrente había un prostíbulo que era en parte del comisario, los constructores robaban arena de la playa para usarla como material (por lo cual con el tiempo se iba a inundar todo).
Como lo decía con científica frialdad y no se mudaba, yo no me asustaba, pero pensaba que a lo mejor mi edificio había sido construido con arena robada y me entristecía.
Cuando quise cambiar la cocina por una usada, pero mejor, me entusiasmé y le conté lo que había visto en un centro de compras. Ella me dijo: “No compre ahí, es todo robado”. Pensé:
“Algo bueno tiene que haber en este lugar”. Pero cuando fui al bar de los locales (todavía no era temporada), un bar viejo, con parroquianos varones, estos no hacían más que hablar de plata, plata y construcción. Me acordé de la señora: todos iban con ropas muy ajadas y percudidas; las caras también parecían percudidas; hablaban de negocios con tal animación que no miraban a nadie que entrara al bar, y pensé: “Además de robar arena en el mar para construir, son amarretes: invierten todo lo que ganan en construir departamentos altísimos que quitan la vista al mar”.
La llegada de los veraneantes no mejoró mi impresión. En la calle peatonal había un movimiento enloquecido de carpinteros, soldadores y los negocios eran como esas muñecas a las que se les cambia el vestido y parecen otras: una semana había una pescadería y a la siguiente, en el mismo lugar, vendían abalorios. Cuando se les acababan los abalorios ponían una heladería; algunos negocios cambiaban de rubro de la mañana a la tarde.
A la noche, toda la gente se largaba a la peatonal para dar la vuelta al perro, y miraban detenidamente cualquier cosa para que la vuelta durara, por ejemplo: un helado gigante de propaganda, uno que cantaba en la calle, miraban cosas que en Buenos Aires o en otras ciudades no hubieran mirado ni un segundo, porque la vuelta tenía que durar, durar; si no, había que meterse en el departamento con los chicos.
Venían para llevar a cabo su plan de diversiones: pero era la diversión de la familia y a las doce de la noche cargaban a los nenes dormidos o llorando tratando de distraerlos con un payaso improvisado que se había largado a la costa sin un peso, para correrla como fuere: un día payaso, otro mozo y otro, rascando una guitarra. Y yo volvía también, de dar la vuelta al perro, desconcertada y sin nada para ver, llegaba hasta el arco con la inscripción “La playa de la familia” y volvía por la vereda de enfrente.
A pesar de lo modesto de la diversión, nunca tuve fuerza de voluntad para decir: “Me quedo en mi departamento leyendo”. Porque hubiera sido como quedarse solo en Año Nuevo; todos estaban en la calle.
Había un vecino interesante que vivía enfrente: tenía un chalet corroído por la arena del mar y quién sabe por qué más, grande y abandonado. El jardín estaba lleno de fierros, tuercas, chapas y tenía dos ayudantes que no sé qué harían, daban vueltas junto con dos perros dos gatos entre las chapas.
Un día el dueño del chalet me saludó y me preguntó si era nueva en mi edificio; me dijo que había viajado por todo el mundo, había llegado a Egipto. Y que iba todos los años a Río de Janeiro y que un verano había querido importar un camello desde Oriente para dinamizar la playa de la familia, un camello para que se paseara por la playa, como atracción. Pero no le dieron el permiso y tampoco se lo dieron para abrir un boliche que tenía en la esquina, frente al mar, porque eran gentes atrasadas y esa era una playa atrasada. Yo lo saludaba al pasar, pero no me detuve más a hablar con él, mucho desorden en el jardín, tantas chapas y su proyecto del camello, qué sé yo.
Un día de lluvia me encaminé al bar de los lugareños, lejos de la playa, y me puse a mirar; junto a la ventana estaban sentados un hombre vestido de gaucho, una gitana y un muchacho con vaqueros. La gitana tomaba Coca-Cola, el muchacho un café y el gaucho, una ginebrita chica. Los otros parroquianos miraban el conjunto como si fuera algo natural; seguían hablando de dólares, construcción y direcciones útiles. La gitana tenía una bolsa enorme llena de globos y osos de peluche.
Era uno de esos bares en los que las conversaciones son públicas, digamos, nadie cree que deba esconder nada y uno imagina que en cualquier momento las gentes se cruzan de una mesa a otra como si fueran miembros de una familia y eso fuera una casa. Desde mi lugar escuchaba todo lo que la gitana le decía al gaucho; ya le había vendido dos globos y un oso, que el gaucho tenía a su lado. La gitana fumaba cigarrillos Marlboro y hablaba con autoridad. Le decía al gaucho:
–Vos estás como quien dice quebrado. Tu economía está en quiebre, porque antes la vida te sonreía.
El gaucho no tenía cara de que la vida le hubiera sonreído alguna vez; tenía cara además de ocultar cualquier cambio de fortuna. El muchacho actuaba como una especie de explicitador del gaucho. Le dijo:
–Contale lo de Marengo.
–Y, sí –dijo el gaucho–. Ahí hubo una merma.
Y se calló.
La gitana aprovechó y dijo:
–¿Ves lo que te digo? Donde vos vas, yo voy y vuelvo. Ojo, que no te falta inteligencia, pero viene a ser desperdiciada, un decir, porque tenés un velo delante de los ojos, que hay algo que te puso ciego y no te deja discriminar del todo. A ratos ves, a ratos no ves.
El gaucho asintió y le hizo un gesto para que continuara.
–Vos te quedastes como quien dice fundido porque sos demasiado bueno y ya le va a llegar el castigo al que te fundió. En este momento estoy viendo como le llega. Pero también hay otra cosa.
El muchacho le dijo al gaucho:
–Contale lo de Zulma.
Entonces el gaucho le dijo que Zulma se fue y no supo más de ella. Yo a toda costa quería ir a esa mesa, mis pies se iban para allá, pero me contuve. La gitana dijo:
–Ella va a volver, no todavía ni tan pronto y escuchá lo que te digo: va a volver mejor y más abuenada, porque el que la tiene ahora la está amansando para vos. Todo lo de ahora es beneficio para vos. Porque vos te pasastes de la raya sin querer y pronto llegó el relajo y cuando llega el relajo a las mujeres le agarra como una enfermedá que no son dueñas de lo que hacen.
Les viene como un demonio viajero que tienen que obedecer, pero después el demonio se cansa y todo se vuelve como era antes. ¿Ponés atención a lo que te digo? –se tocó la frente–. Poné toda la atención. El demonio es duro, no se cansa así nomás. Vos le ganás con la paciencia, resistir y resistir. El que resiste gana.
Le aconsejaba paciencia. Afuera estaba lluvioso, ventoso y destemplado. Y sí, debía esperar hasta que aclare. El gaucho no decía nada y tocaba despacito un globo. El muchacho le dijo:
–¿Viste que yo te dije?
El gaucho dijo: “Ajá”. Era una respuesta como de quien concede pero no quiere parecer tan entregado.
Y después siguió algo que no pude escuchar bien, algo rápido y cortadito, pero me parecía que estaban terminando y pensé: “Cuando ellos se vayan, yo quiero sentarme con la gitana, para preguntarle de qué etnia es, dónde vive, cuál es su weltanschauung. Y mis pies se querían ir ahí. Pensé: “¡Qué bueno sería ser gitana! Me divertiría mucho más que ahora, que no hago más que barrer la arena eterna de ese departamento, ocuparme del termotanque, la persiana que se cae. Yo le arreglaría la vida a la gente, sí, yo de gitana sabría hacer”.
Cuando se fueron el gaucho y el muchacho, sin poder creer en lo que hacía, me senté con la gitana. A ella le pareció de lo más natural. Tenía un modo lindo de fumar: agarraba el cigarrillo por la punta con los dedos juntos, con distancia, como si fuera algo de lo que podría prescindir y después lo tiraba al cenicero de un envión, como si fuese un arma arrojadiza. Yo no quería que me adivinara la suerte (estaba por encima de esas cosas). Yo quería saber qué pensaba ella del mundo y de la vida. Ni me propuso adivinarme la suerte ni se intimidó porque yo la miraba.
Como si hubiera vuelto a su estado de ciudadana o parroquiana común, dijo:
–¡Qué día! Y la radio dice que va a llover mañana, pasado y traspasado. Y yo con este incordio –dijo señalando la bolsa como si no tuviera nada que ver con ella, como si fuera un bulto puesto ahí por alguien.
–¿Vivís lejos? –le pregunté.
Ella no me dijo dónde. Hizo un gesto vago, como de que no tenía importancia donde viviera. Y preguntó:
–¿Y vos vivís lejos?
–Yo estoy en un departamento, cerca de acá.
Me dijo:
–Yo estoy cansada, realmente cansada, yo necesito un baño.
Me alarmé; no se querría bañar en mi departamento. Me hice la tonta y cambié de tema. Dije:
–Escuché cómo adivinaste la suerte al paisano, qué acertada.
Pero ella me dijo:
–¿Dónde queda tu departamento?
Contesté vaguedades. Inmediatamente pensé en lo que pasaría en el departamento si entraba con una gitana: ya había tenido un lío porque una vez alquilé por tres días a chicos de 18 años. El administrador me llamó y me dijo con voz severa: “Sepa que jamás se alquila a varones solos de 18 años”. Entonces me levanté para irme de la silla del bar, un poco apurada; ella venía conmigo y con su bolsa. Dijo:
–¿Por qué no me llevás a tu departamento? Yo te acompaño.
–No, no puedo –dije débilmente–. No puedo.
Ella venía a mi lado insistiendo y cuando yo, asustada, caminé más ligero para apartarme, me gritó:
–No me llevás a tu casa porque vos descriminás, tenés prejuicios y tenés vergüenza de que te vean con una gitana.
Yo no tenía prejuicios, tenía terror de que el portero, la señora del departamento de al lado con quien yo me ponía de acuerdo en cuanto a todos los males del mundo y de la costa (arena robada para construir, heladeras robadas a la venta, etc.) me vieran entrar con una gitana con su bolsa de globos, algunos sobresalientes, al departamento. Entonces hui pensando: “Qué suerte que debo barrer la arena, lavar las copas y hervir las papas”.
Del libro “Turistas” de Hebe Uhart editado por Adriana Hidalgo
http://www.desdemendoza.com.ar
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