Escrito por Carlos Labbé
EN UN DESCAMPADO DE PORTONES
Quiero armar con palabras una puerta por donde se pase rápidamente –tal vez con interés, pero no con curiosa indiferencia ni afán de chimuchina– a leer estos cuentos de dieciocho narradores y narradoras nacidos desde el año 1980 en ciudades de lo que llamamos Chile: los autoras y autores aquí convocados por la antologadora Carla Morales Ebner tienden a identificarse con el corte sociohistórico del relato que quiere comunicarse de manera transparente con su entorno, un realismo social implícito en cuya homogeneidad sé que mi interpretación propia no podrá fabricar un umbral, el pilar de un umbral ni un dintel. Una manilla, a lo mejor. Una manilla con cerradura.
Y una empuñadura –resuena aún la cacofonía– que me sirve para refregar el manoseado epíteto que cada agrupación de textos cronotópicamente cercanos recibe al momento de publicarse: incluso antes de poner en cuestión el sistema generacional de corte biográfico-histórico romántico de Julius Petersen, Pedro Henríquez Ureña, Cedomil Goić y Rodrigo Cánovas, la simple lectura sucesiva de estas páginas imposibilita siquiera la posibilidad de enunciar una «generación Voces -30» porque explícitamente –salvo en el caso de Maori Pérez y Florencia Edwards, dos de los más relevantes cuentistas de este volumen, que integran junto con el aquí ausente narrador Felipe Becerra y otros poetas de la misma edad el colectivo La Faunita– no hay aquí manifiesto estético ni declaración de conjunto ante el entorno literario, sociopolítico, histórico donde vienen a intervenir y a ser atravesados estos cuentos. No es tan sencillo mover una manilla y encontrarse ante una arquitectura narrativa con cimientos en la contingencia histórica; la catástrofe social que en Talca, Curicó, Concepción, Talcahuano y otros pueblos costeros sureños provocaron el terremoto y el tsunami de febrero de 2010 acá carece de réplicas físicas, no provocó una renovación telúrica de la narrativa chilena ni tampoco en estas páginas se pone de manifiesto una mayor apertura a los espacios públicos, una creciente expresión verbal con conciencia política; tampoco deja de aparecer tímidamente el igualitarismo que los discursos civiles de las capitales regionales vienen incorporando desde la reivindicación cultural de la mujer en el gobierno de Michelle Bachelet con los siguientes movimientos por la diferencia sexual y de la justicia étnica histórica, ni la fuerza que el actual movimiento estudiantil ha ido tomando ante las privaciones y privatizaciones del primer gobierno de derecha desde la dictadura de Pinochet.
Sí se hace necesario manipular un poco más la manilla para encontrar el problema que integra productivamente aquí una cuentística arriesgada –siempre minoritaria aunque fascinante como en el caso de Matías Celedón– con una profusión de relatos aparentemente elementales en su forma. Es una cuestión que en sí misma recorre la historia de la literatura chilena toda: la distancia entre lengua y habla cotidiana se hace cada vez mayor en estas páginas, hasta establecerse una relación perversa de narradores y narradoras –avergonzada y gozosa– con el peso coercitivo de tradiciones internacionales que se están siempre imponiendo sobre los personajes, fosilizadas en la letra de una lengua que por escrito se llama español y pronunciada en chileno es castellano. Se trata del idioma aprendido, ese que impone determinados comportamientos, ciertos temas, una ética y una metafísica dada por la explícita lejanía del centro de interés individual y también por la expresa ausencia de un referente colectivo, abstracciones ubicuas de la emoción que provoca esta lejanía –la melancolía, nostalgia de algo que no se conoce–, y que al perder contacto con las sensaciones propias del cuerpo escribiente lo hace remedar esquemas validados desde cualquier superficie foránea que encuentre a la mano. Como resistencia a esto, en algunos cuentos de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 se impone la barrialidad, el afán de delimitar una mínima comunidad contra ese afán universalizante y alienador por medio de escrituras que alternadamente buscan la aporía, la parodia, la construcción de la imagen lírica en medio del incesante movimiento narrativo; también la escatología, el insulto y tal vez un barroco urbano santiaguino –aquí, excepcional–implota en complejidades sintácticas más que en exuberancias léxicas. Es que entre las formas narrativas de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 abunda la viñeta de minimalismo contenido, una narrativa de baja intensidad que concibe su propia naturaleza lingüística como una cualidad intangible –escrito en la pantalla de un computador, esto es abierto por otro computador y nunca llega a los huesos, los tendones, la piel que se posa sobre la manilla–, relato de una escisión entre la experiencia física abierta del órgano que escribe y las emociones ya inventariadas, aprendidas en libros, en películas, en la música, en la prensa y en la televisión. Es un castellano que apenas se ve a sí mismo porque se halla estándar, cosmopolita, no quiere chamullar ni ir sapeando las veredas de la Recta Provincia a menos que así proyecte abrirse las puertas de una intimidad prefabricada: el flaite en uno de los cuentos está en cursivas, el refalín se vuelve en otro un genérico resbalín. Algunos narradores repiten «por supuesto» cuando observan las acciones que cuentan y cómo lo hacen, en cambio los personajes que son contados por ellos tienden a responder «supongo»: por supuesto que es posible establecer una complicidad con el lector o la lectora que busca en quien narra la infalibilidad de los hechos planteados, por supuesto el narrador va a ser entonces una autoridad para quien sus decisiones narrativas se volverán, más que inapelables, dignas de admiración; supongo luego que toda respuesta a mi relato será una traducción literal del inglés conversacional I guess con que hablan los personajes jóvenes de las películas comerciales gringas de los últimos veinte años, aun filtrados por traducciones castizas que buscan mantener el realismo de cómo quisiéramos imaginar un lugar abundante, precario e irresponsable como los Estados Unidos antes de que volviera a ser parte del Tercer Mundo. Tal vez, quizá, a lo mejor la manilla se me está trancando, y para esta cuentística un «creemos» –así, escrito y en plural– tiene connotación de certidumbre, de énfasis ideológico intenso, de vocación predicativa, mientras que «suponemos» implica la duda colectiva, tendiente a la subjetividad, acaso inclusiva y respetuosa de que nos dé la sensación, pensemos que, intuyamos y a nuestro entender la apuesta generalizada de estos cuentos sea la construcción –para nada babélica– de una lengua privada que se imponga a otras pero conserve tras el pestillo un espacio de intimidad privado, aunque parezca público en su legibilidad. La posibilidad de una casa de muchos pisos o un departamento con ventanas hacia todas partes, sí. Pero, ¿hacia dónde? ¿En qué parte?
Se trata de un espacio con entidad precisa sólo durante el exacto momento de la evocación biográfica, que tiene múltiple domicilio: una mayoría de los cuentos de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 son narraciones revisionistas sobre la niñez, remembranzas infantiles que alternan las perspectivas –si mutan, sus registros lingüísticos buscan hacer calcos, mímicas de otros libros o de la prensa– cuando la diversidad polifónica de subjetividades dentro de las narraciones y de una nación se aleja con el proyecto literario que se atreva a mostrar su manojo de llaves. Una cantidad considerable de estos cuentos está buscando enunciar su estado frágil, una atmósfera de ternura primaria cuyo erotismo no puede ser genital porque de esa manera haría concreta su duda, y así se revuelve –católicamente culposo– en virtud de repetir historias de relaciones de pareja fallidas que se guardaron fidelidad eterna, de núcleos familiares que persisten en el patrón burgués neoliberal aunque en sordina resuene más allá –detrás de la puerta, parece– la violencia y el encajonamiento que campea en Santiago y otras ciudades chilenas desde hace más años que los que pudiera uno investigar. Ese encajonamiento es además el motivo de la provincia que cruza estas páginas en sus constantes alusiones y deseos por cierta metrópolis donde no están el narrador, los personajes, sus discursos ni su escritura; un pueblo que no ha sido fundado en otro lugar que el dormitorio imaginario de esa casa para la que estoy construyendo con palabras una manilla. La extranjeridad imaginaria, la historia de un país de nunca jamás –donde no cabría el cuerpo ni sus políticas– es una fuerza de atracción que también fragmenta el relato y lo vuelve metonimia de una pueril aspiración viajera: hay aquí cuentos que conscientemente se plantean como el fragmento de una novela mayor, viñetas sin secuencia, realizaciones de eso que quien escribe escribiría si escribiera. Y una mayoría de esos párrafos buscan establecer narrativamente una relación con un lector o lectora extravagante para sí mismo, en un sentido que no pretende ser santiaguino pero que no otro gentilicio puede adquirir en su permanente deseo de fuga hacia el mar, hacia la cordillera y más allá, a esa Nueva York, esa Barcelona y ese Buenos Aires que existen únicamente como moraleja residual del totalitarismo simbólico que impone la televisión chilena, la ordenanza editorial mercantil y los monopolios de prensa escrita. Es que la pantalla de alcance masivo, los diarios cahuineros y el fútbol profesional como controles del espacio público de Pinochet, consolidados por la Concertación y llevados a un extremo de manipulación en el gobierno actual tienen la misma edad de esta narrativa: los discursos acá narrados postulan que la farándula y la figuración efímera son prácticas inseparables de las relaciones de género y de poder de un Santiago imaginario donde los caracteres se mueven por un paisaje que no es urbano ni agrario –incluso cuando tres de estos cuentos se desplazan hacia el campo, el desierto y el océano–, sino transaccional, fundado en la manipulación de una cerradura económica –el narrador– de los individuos –sus personajes. Los estereotipos de la publicidad y del cine de entretención moldean las acciones de varios personajes –aunque los narradores, por supuesto, sean indiferentes a ello– al punto de que los cuentos que se me hacen más relevantes son esos que presentan sujetos descompuestos físicamente junto a la ciudad que imaginan, porque así nomás pueden combatir la propaganda que se cuela en sus ficciones.
Hay una cotidianidad que se abre y que se cierra cuando algunos relatos de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 narran los encuentros entre personajes por medio de la simulación de una esfera pública, según un constante deseo por el eventual lector espectador. Se adoptan como formas específicas de narrar el homenaje, la sátira y el pastiche, intercambios comerciales constantes que constituyen una regla de sociabilidad en nuestros días. La exploración expresiva de este cerco neoliberal al espacio público y privado, el rechazo o la negación de que la transa busque capitalizar también cada movimiento de los narradores implica que los nombres de los caracteres y los lugares del relato se vuelvan perfectamente funcionales a la búsqueda de un sentido previamente legitimado –el gancho final imprevisto, la referencia cultural, el cierre anecdótico que vuelve sobre el principio–, porque el significado último es la epifanía en ese único espacio literario permitido que es la conciencia emotiva del personaje. El caracter de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 es clasificable, reconocible en su puesto asignado por el mercado: si hay acá construcciones verbales sobre el animal humano a las cuales no se les asigne un rol de pareja, compañero de curso, colega, vecino del barrio, familiar, profesor o amante, si un cuento se aproxima a la ajenidad del pez, a la crueldad sexual de un cuerpo infantil desconocido, al atrevimiento de un cadáver animado por la recolección de pieles, ahí estas páginas toman la manilla para salirse del cerco y mirar por la cerradura el descampado del relieve estético, la apertura de la extrañeza, la incomodidad vasta, fructífera y basta de la experiencia literaria.
Sin embargo, la puerta se me vuelve a cerrar en la melancolía que buena parte de estos cuentos comunica de modo transparente. El relato minimalista de aprendizaje emocional e infantilizador de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 contiene una nostalgia –conservadora– por haber perdido o haber sido arrancados de las palabras fuertes, del habla de la fiesta indecible en su sexualidad, de la relevancia cultural del hueveo y del jolgorio que pronuncia una relación no codificada por las imágenes y los sonidos idólatras que emite la violencia chabacana y policial de todos los días, a toda hora y en miles de millones de pantallas. La mayoría de los narradores de estos cuentos elige no leer con imaginación crítica, intelectual y contradiscursiva la cotidianidad de sus discursos, de los movimientos de los personajes y las versiones de sus actos. La política de estos narradores es que el cerco no puede abrirse desde el principio, la manilla es cerradura si no te ha sido entregada una llave en determinado círculo, y los hechos corrientes con que empieza cada relato son impactados de repente por un evento que a la fuerza debe ser percibido como literario, como un accidente separado de la voluntad de discursos, narradores y personajes donde reside un sentido mayor. Suponemos y creemos que la literatura, la escritura, los libros, la edición y la lectura aparecen en este volumen como un fenómeno privativo de quienes han podido ser educados en esa cadena: esta realidad diferente a la común experiencia de los animales humanos es intervenida por los hechos raros, metafísicos y abstractos que la comunidad no percibe, la gracia que se le concede únicamente a los narradores preparados por el oficio y los contactos: recoger de la mejor manera posible esta innombrable fuerza aurática que rescataría a las voces devastadas por el rampante Santiago capitalista en el año 2011 de la mediocridad: víctimas de la omnipresencia mediática, culposos por su pasividad crítica, los personajes de esta lectura prefieren ser escritos por lo otro, por su narrador personal favorito que los autoriza únicamente a describir las experiencias no especulativas, no ilegibles –creemos– del desengaño amoroso, de los conflictos familiares y de la angustia irrepresentable de la influencia literaria. El movimiento estudiantil que por estos días ha forzado la cerradura de los espacios públicos –espero que tenga entre su manojo la ganzúa del cerco– dice insistentemente que son ideológicas, políticas y públicas sus demandas para que este lugar monológicamente diverso que llamamos Chile saque de las puertas tanta aldaba que hay para entrar a los salones, los cuales entonces se volverán galpones y parques polifónicos. Para las estéticas enfrentadas en las páginas de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 de nada van a importan los apellidos de los autores ni sus fotos a toda página, ni el potencial de liderazgo de cada quien ni el posible entretenimiento para el verano que contengan sus cuentos. Si ya hemos podido armar con papel, tinta y palabras una sociedad que se contradice y es chocante por la diferencia de qué y cómo estamos hablándonos de nuestro entorno, ahora es el tiempo de abrir la puerta con alguien más para salir a leernos ya adultos afuera de la pieza oscura.
Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011. Carla Morales Ebner, compiladora. Ebooks Patagonia. Santiago, 2011.
EN UN DESCAMPADO DE PORTONES
Quiero armar con palabras una puerta por donde se pase rápidamente –tal vez con interés, pero no con curiosa indiferencia ni afán de chimuchina– a leer estos cuentos de dieciocho narradores y narradoras nacidos desde el año 1980 en ciudades de lo que llamamos Chile: los autoras y autores aquí convocados por la antologadora Carla Morales Ebner tienden a identificarse con el corte sociohistórico del relato que quiere comunicarse de manera transparente con su entorno, un realismo social implícito en cuya homogeneidad sé que mi interpretación propia no podrá fabricar un umbral, el pilar de un umbral ni un dintel. Una manilla, a lo mejor. Una manilla con cerradura.
Y una empuñadura –resuena aún la cacofonía– que me sirve para refregar el manoseado epíteto que cada agrupación de textos cronotópicamente cercanos recibe al momento de publicarse: incluso antes de poner en cuestión el sistema generacional de corte biográfico-histórico romántico de Julius Petersen, Pedro Henríquez Ureña, Cedomil Goić y Rodrigo Cánovas, la simple lectura sucesiva de estas páginas imposibilita siquiera la posibilidad de enunciar una «generación Voces -30» porque explícitamente –salvo en el caso de Maori Pérez y Florencia Edwards, dos de los más relevantes cuentistas de este volumen, que integran junto con el aquí ausente narrador Felipe Becerra y otros poetas de la misma edad el colectivo La Faunita– no hay aquí manifiesto estético ni declaración de conjunto ante el entorno literario, sociopolítico, histórico donde vienen a intervenir y a ser atravesados estos cuentos. No es tan sencillo mover una manilla y encontrarse ante una arquitectura narrativa con cimientos en la contingencia histórica; la catástrofe social que en Talca, Curicó, Concepción, Talcahuano y otros pueblos costeros sureños provocaron el terremoto y el tsunami de febrero de 2010 acá carece de réplicas físicas, no provocó una renovación telúrica de la narrativa chilena ni tampoco en estas páginas se pone de manifiesto una mayor apertura a los espacios públicos, una creciente expresión verbal con conciencia política; tampoco deja de aparecer tímidamente el igualitarismo que los discursos civiles de las capitales regionales vienen incorporando desde la reivindicación cultural de la mujer en el gobierno de Michelle Bachelet con los siguientes movimientos por la diferencia sexual y de la justicia étnica histórica, ni la fuerza que el actual movimiento estudiantil ha ido tomando ante las privaciones y privatizaciones del primer gobierno de derecha desde la dictadura de Pinochet.
Sí se hace necesario manipular un poco más la manilla para encontrar el problema que integra productivamente aquí una cuentística arriesgada –siempre minoritaria aunque fascinante como en el caso de Matías Celedón– con una profusión de relatos aparentemente elementales en su forma. Es una cuestión que en sí misma recorre la historia de la literatura chilena toda: la distancia entre lengua y habla cotidiana se hace cada vez mayor en estas páginas, hasta establecerse una relación perversa de narradores y narradoras –avergonzada y gozosa– con el peso coercitivo de tradiciones internacionales que se están siempre imponiendo sobre los personajes, fosilizadas en la letra de una lengua que por escrito se llama español y pronunciada en chileno es castellano. Se trata del idioma aprendido, ese que impone determinados comportamientos, ciertos temas, una ética y una metafísica dada por la explícita lejanía del centro de interés individual y también por la expresa ausencia de un referente colectivo, abstracciones ubicuas de la emoción que provoca esta lejanía –la melancolía, nostalgia de algo que no se conoce–, y que al perder contacto con las sensaciones propias del cuerpo escribiente lo hace remedar esquemas validados desde cualquier superficie foránea que encuentre a la mano. Como resistencia a esto, en algunos cuentos de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 se impone la barrialidad, el afán de delimitar una mínima comunidad contra ese afán universalizante y alienador por medio de escrituras que alternadamente buscan la aporía, la parodia, la construcción de la imagen lírica en medio del incesante movimiento narrativo; también la escatología, el insulto y tal vez un barroco urbano santiaguino –aquí, excepcional–implota en complejidades sintácticas más que en exuberancias léxicas. Es que entre las formas narrativas de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 abunda la viñeta de minimalismo contenido, una narrativa de baja intensidad que concibe su propia naturaleza lingüística como una cualidad intangible –escrito en la pantalla de un computador, esto es abierto por otro computador y nunca llega a los huesos, los tendones, la piel que se posa sobre la manilla–, relato de una escisión entre la experiencia física abierta del órgano que escribe y las emociones ya inventariadas, aprendidas en libros, en películas, en la música, en la prensa y en la televisión. Es un castellano que apenas se ve a sí mismo porque se halla estándar, cosmopolita, no quiere chamullar ni ir sapeando las veredas de la Recta Provincia a menos que así proyecte abrirse las puertas de una intimidad prefabricada: el flaite en uno de los cuentos está en cursivas, el refalín se vuelve en otro un genérico resbalín. Algunos narradores repiten «por supuesto» cuando observan las acciones que cuentan y cómo lo hacen, en cambio los personajes que son contados por ellos tienden a responder «supongo»: por supuesto que es posible establecer una complicidad con el lector o la lectora que busca en quien narra la infalibilidad de los hechos planteados, por supuesto el narrador va a ser entonces una autoridad para quien sus decisiones narrativas se volverán, más que inapelables, dignas de admiración; supongo luego que toda respuesta a mi relato será una traducción literal del inglés conversacional I guess con que hablan los personajes jóvenes de las películas comerciales gringas de los últimos veinte años, aun filtrados por traducciones castizas que buscan mantener el realismo de cómo quisiéramos imaginar un lugar abundante, precario e irresponsable como los Estados Unidos antes de que volviera a ser parte del Tercer Mundo. Tal vez, quizá, a lo mejor la manilla se me está trancando, y para esta cuentística un «creemos» –así, escrito y en plural– tiene connotación de certidumbre, de énfasis ideológico intenso, de vocación predicativa, mientras que «suponemos» implica la duda colectiva, tendiente a la subjetividad, acaso inclusiva y respetuosa de que nos dé la sensación, pensemos que, intuyamos y a nuestro entender la apuesta generalizada de estos cuentos sea la construcción –para nada babélica– de una lengua privada que se imponga a otras pero conserve tras el pestillo un espacio de intimidad privado, aunque parezca público en su legibilidad. La posibilidad de una casa de muchos pisos o un departamento con ventanas hacia todas partes, sí. Pero, ¿hacia dónde? ¿En qué parte?
Se trata de un espacio con entidad precisa sólo durante el exacto momento de la evocación biográfica, que tiene múltiple domicilio: una mayoría de los cuentos de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 son narraciones revisionistas sobre la niñez, remembranzas infantiles que alternan las perspectivas –si mutan, sus registros lingüísticos buscan hacer calcos, mímicas de otros libros o de la prensa– cuando la diversidad polifónica de subjetividades dentro de las narraciones y de una nación se aleja con el proyecto literario que se atreva a mostrar su manojo de llaves. Una cantidad considerable de estos cuentos está buscando enunciar su estado frágil, una atmósfera de ternura primaria cuyo erotismo no puede ser genital porque de esa manera haría concreta su duda, y así se revuelve –católicamente culposo– en virtud de repetir historias de relaciones de pareja fallidas que se guardaron fidelidad eterna, de núcleos familiares que persisten en el patrón burgués neoliberal aunque en sordina resuene más allá –detrás de la puerta, parece– la violencia y el encajonamiento que campea en Santiago y otras ciudades chilenas desde hace más años que los que pudiera uno investigar. Ese encajonamiento es además el motivo de la provincia que cruza estas páginas en sus constantes alusiones y deseos por cierta metrópolis donde no están el narrador, los personajes, sus discursos ni su escritura; un pueblo que no ha sido fundado en otro lugar que el dormitorio imaginario de esa casa para la que estoy construyendo con palabras una manilla. La extranjeridad imaginaria, la historia de un país de nunca jamás –donde no cabría el cuerpo ni sus políticas– es una fuerza de atracción que también fragmenta el relato y lo vuelve metonimia de una pueril aspiración viajera: hay aquí cuentos que conscientemente se plantean como el fragmento de una novela mayor, viñetas sin secuencia, realizaciones de eso que quien escribe escribiría si escribiera. Y una mayoría de esos párrafos buscan establecer narrativamente una relación con un lector o lectora extravagante para sí mismo, en un sentido que no pretende ser santiaguino pero que no otro gentilicio puede adquirir en su permanente deseo de fuga hacia el mar, hacia la cordillera y más allá, a esa Nueva York, esa Barcelona y ese Buenos Aires que existen únicamente como moraleja residual del totalitarismo simbólico que impone la televisión chilena, la ordenanza editorial mercantil y los monopolios de prensa escrita. Es que la pantalla de alcance masivo, los diarios cahuineros y el fútbol profesional como controles del espacio público de Pinochet, consolidados por la Concertación y llevados a un extremo de manipulación en el gobierno actual tienen la misma edad de esta narrativa: los discursos acá narrados postulan que la farándula y la figuración efímera son prácticas inseparables de las relaciones de género y de poder de un Santiago imaginario donde los caracteres se mueven por un paisaje que no es urbano ni agrario –incluso cuando tres de estos cuentos se desplazan hacia el campo, el desierto y el océano–, sino transaccional, fundado en la manipulación de una cerradura económica –el narrador– de los individuos –sus personajes. Los estereotipos de la publicidad y del cine de entretención moldean las acciones de varios personajes –aunque los narradores, por supuesto, sean indiferentes a ello– al punto de que los cuentos que se me hacen más relevantes son esos que presentan sujetos descompuestos físicamente junto a la ciudad que imaginan, porque así nomás pueden combatir la propaganda que se cuela en sus ficciones.
Hay una cotidianidad que se abre y que se cierra cuando algunos relatos de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 narran los encuentros entre personajes por medio de la simulación de una esfera pública, según un constante deseo por el eventual lector espectador. Se adoptan como formas específicas de narrar el homenaje, la sátira y el pastiche, intercambios comerciales constantes que constituyen una regla de sociabilidad en nuestros días. La exploración expresiva de este cerco neoliberal al espacio público y privado, el rechazo o la negación de que la transa busque capitalizar también cada movimiento de los narradores implica que los nombres de los caracteres y los lugares del relato se vuelvan perfectamente funcionales a la búsqueda de un sentido previamente legitimado –el gancho final imprevisto, la referencia cultural, el cierre anecdótico que vuelve sobre el principio–, porque el significado último es la epifanía en ese único espacio literario permitido que es la conciencia emotiva del personaje. El caracter de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 es clasificable, reconocible en su puesto asignado por el mercado: si hay acá construcciones verbales sobre el animal humano a las cuales no se les asigne un rol de pareja, compañero de curso, colega, vecino del barrio, familiar, profesor o amante, si un cuento se aproxima a la ajenidad del pez, a la crueldad sexual de un cuerpo infantil desconocido, al atrevimiento de un cadáver animado por la recolección de pieles, ahí estas páginas toman la manilla para salirse del cerco y mirar por la cerradura el descampado del relieve estético, la apertura de la extrañeza, la incomodidad vasta, fructífera y basta de la experiencia literaria.
Sin embargo, la puerta se me vuelve a cerrar en la melancolía que buena parte de estos cuentos comunica de modo transparente. El relato minimalista de aprendizaje emocional e infantilizador de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 contiene una nostalgia –conservadora– por haber perdido o haber sido arrancados de las palabras fuertes, del habla de la fiesta indecible en su sexualidad, de la relevancia cultural del hueveo y del jolgorio que pronuncia una relación no codificada por las imágenes y los sonidos idólatras que emite la violencia chabacana y policial de todos los días, a toda hora y en miles de millones de pantallas. La mayoría de los narradores de estos cuentos elige no leer con imaginación crítica, intelectual y contradiscursiva la cotidianidad de sus discursos, de los movimientos de los personajes y las versiones de sus actos. La política de estos narradores es que el cerco no puede abrirse desde el principio, la manilla es cerradura si no te ha sido entregada una llave en determinado círculo, y los hechos corrientes con que empieza cada relato son impactados de repente por un evento que a la fuerza debe ser percibido como literario, como un accidente separado de la voluntad de discursos, narradores y personajes donde reside un sentido mayor. Suponemos y creemos que la literatura, la escritura, los libros, la edición y la lectura aparecen en este volumen como un fenómeno privativo de quienes han podido ser educados en esa cadena: esta realidad diferente a la común experiencia de los animales humanos es intervenida por los hechos raros, metafísicos y abstractos que la comunidad no percibe, la gracia que se le concede únicamente a los narradores preparados por el oficio y los contactos: recoger de la mejor manera posible esta innombrable fuerza aurática que rescataría a las voces devastadas por el rampante Santiago capitalista en el año 2011 de la mediocridad: víctimas de la omnipresencia mediática, culposos por su pasividad crítica, los personajes de esta lectura prefieren ser escritos por lo otro, por su narrador personal favorito que los autoriza únicamente a describir las experiencias no especulativas, no ilegibles –creemos– del desengaño amoroso, de los conflictos familiares y de la angustia irrepresentable de la influencia literaria. El movimiento estudiantil que por estos días ha forzado la cerradura de los espacios públicos –espero que tenga entre su manojo la ganzúa del cerco– dice insistentemente que son ideológicas, políticas y públicas sus demandas para que este lugar monológicamente diverso que llamamos Chile saque de las puertas tanta aldaba que hay para entrar a los salones, los cuales entonces se volverán galpones y parques polifónicos. Para las estéticas enfrentadas en las páginas de Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 de nada van a importan los apellidos de los autores ni sus fotos a toda página, ni el potencial de liderazgo de cada quien ni el posible entretenimiento para el verano que contengan sus cuentos. Si ya hemos podido armar con papel, tinta y palabras una sociedad que se contradice y es chocante por la diferencia de qué y cómo estamos hablándonos de nuestro entorno, ahora es el tiempo de abrir la puerta con alguien más para salir a leernos ya adultos afuera de la pieza oscura.
Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011. Carla Morales Ebner, compiladora. Ebooks Patagonia. Santiago, 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario