Una
película retrata a la mujer que hizo de su vida el cristal de su literatura
LUIS
MARTÍNEZ
"Cuando
tenía cinco, seis, a los siete años, solía arrancar a llorar sin más, por el
mero hecho de llorar, mis ojos bien abiertos al sol, a las flores... Quería
sentir un inmenso dolor dentro de mí...". La escritura de Violette Leduc
(1907-1972) irrita. Exalta y agota. Ni una sola de las líneas de 'La bastarda',
su obra más célebre (ganó el Goncourt) dentro de una bibliografía
vocacionalmente oculta, figura sobre el papel con la desgana triste de los
pasajes descriptivos. Quiso que cada uno de sus libros, cada uno de sus
párrafos, fuera autobiográfico no porque necesitara explicar nada y mucho menos
recomponer a su favor los pedazos de una vida destrozada. Para nada. Ella
escribía para salvarse, para ahuyentar los fantasmas, para siquiera consolarse.
Era, para entendernos, una cuestión de supervivencia.
Martin
Provost, director francés obsesionado con descubrir al cine el gesto escondido
de las mujeres, recuerda el día que el coguionista de su película anterior,
Marc Abdelnour, le habló de Violette Leduc. Entonces se encontraba en pleno
rodaje de 'Séraphine', una cinta a vueltas con la vida de la pintora peculiar,
visceral y feísta Séraphine de Senlis. "La de Violette es una vida
paralela. Las dos sufrieron la incomprensión de su tiempo y, de alguna manera,
tuvieron que reinventarse... Lo que me decidió a insistir en casi el mismo tema
es la fuerza arrolladora de esta última. Fue una adelantada a su tiempo que,
queriendo simplemente explicarse su vida, aireó todos los tabúes de su tiempo
y, no sólo eso, replanteó el mismo concepto de identidad. De alguna manera,
convirtió su vida en una revolución", dice sin respirar. Sin duda, aún
bajo el efecto de la escritura de Leduc.
Situémonos.
Corrían principios de siglo y en un pueblo quizá perdido en el norte de Francia
nacía la hija 'ilegítima' (es decir, fuera de la ley) de Berthe. "Mi madre
no me dio nunca la mano... Me ayudaba a subir y a bajar las aceras pellizcando
mi vestido a la altura del hombro". Recuerda la autora en 'L'asphyxie'. Lo
que sigue es una biografía atravesada por el desprecio, el hambre, dos guerras
mundiales y, sobre todo, la soledad. Y así, y resumiendo mucho, hasta que en
1942 conoció a Maurice Sachs. Su primer libro, preciamente 'L'asphyxie', fue
publicado por Albert Camus en la editorial Gallimard. Simone de Beauvoir se
convertiría en su aliada, quizá amante lejana, y pronto su figura rota se
antojaría demasiado irresistible. Desde Jean-Paul Sartre a Jean Cocteau pasando
por su alma gemela Jean Genet no pudieron por menos que rendirse al tacto
delicado y amargo de su piel.
"Ella
convirtió su existencia en una revolución", afirma el director de la cinta
"Si
se mira de una manera superficial", reflexiona Provost, "hay
elementos en su vida para una película muy morbosa. Pero eso no es lo relevante.
Lo que cuenta es la sinceridad con la que desveló toda su vida. El escándalo no
fue más que una consecuencia de la necesidad de su literatura". Repasar
cualquier apunte biográfico de Leduc, en efecto, se detiene en la crudeza de la
relación lésbica descrita en 'Ravages' (1955) y que le valió la censura. Eso y
su amor prohibido con un profesor cuando apenas era una niña; eso y sus abortos
clandestinos; eso y el incesto entre hermanos; eso y su aireada bisexualidad...
Todo es literatura porque todo es verdad. Es su vida. Y lo es con una violencia
y sinceridad inédita. La sensación física de su escritura es evidente en los
cuerpos desnudos que chocan, como lo es en la percepción perfectamente táctil
de la pobreza, del frío de la nieve, de la angustia del vacío. "Lo
personal es político", decía Beauvoir y así es la vida entera de Leduc: un
manifiesto por la revolución de los cuerpos y las almas.
Provost
advierte contra la tentación del sensacionalismo. Y por eso su película está
construida alrededor de lo más futil, quizá imperceptible. No se trata de
reproducir el gesto cansado del género biográfico (Biopic) como de todo lo
contrario. De la mano de una increíble Emmanuelle Devos transfigurada en figura
doliente y fracturada, se trata de detener la mirada en el ruido de la pluma
contra el papel, en la piel erizada ante el frío o en el gesto de desolación
por la falta de amor. Importa, por así decirlo, el detalle de lo cotidiano.
Pues fue desde ahí desde donde Leduc condujo su personal revuelta contra el
mundo. Fue la desolación de lo más común lo que colocó a la autora en el límite
de lo más agrio, vulgar, salvaje y duro. Y, por todo ello, extraordinario;
extraordinario en su más ruda ordinariez.
"Lo
que llama la atención es que, pese a todo, no hemos avanzado tanto",
reflexiona Provost. "Es más, hemos retrocedido. Violette demostró un valor
enorme al mostrarse como lo hizo, en reivindicar para sí los espacios de
libertad que la sociedad le negaba. Ahora, aunque podemos hablar con
naturalidad de lo que ella habló, la mujer sigue cobrando menos que el
hombre...".
Sea
como sea, queda la constancia de la escritura aún oculta de Leduc, una mujer
que se definió ante Beauvoir como "un desierto que monologa"; una
mujer entregada al oficio de llorar; llorar sin más.
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