Por Diego Aravena
Inostroza
Con un lenguaje sencillo,
escueto pero contundente, Amanda Iturra habla en sus poemas de un sur
indeterminado en donde la humedad y la nostalgia marcan presencia. Pareciera
que ha llovido hace poco y en el cemento aún se está escurriendo el agua. Nos
muestra imágenes concretas, un paisaje determinado, un pequeño grupo de
personas significativas, familiares o amistades, evocadas sin idealismo, tan
solo con un soplo de laconismo que penetra por la veracidad con que se lee. Sus
versos son directos y claros, diáfanos y cargados de significado, lo que
resulta especialmente llamativo cuando habla precisamente del sinsentido del
presente, del ahora, de la geografía endurecida por lo que nos rodea.
Pareciera que los textos
de Amanda están sumergidos en una suerte de desfallecimiento sin drama,
ubicados en el anverso de la fuerza. Sus escritos hablan de la suavidad del
vacío, del desaliento por el amor idealizado, los tiempos mágicos de la
infancia o la memoria lentamente tiñéndose de una perfección minimalista y traslúcida.
La añoranza no es propiamente tal, es más sutil, como escondida detrás de
objetos o situaciones comunes, pragmáticas y que fácilmente podrían confundirse
con insignificantes. Contemplar una ventana, arrojarle migas de pan a un perro
que ya no está, juntar dinero para reparar el piso de la casa, son líneas que
perfilan una profundidad mucho mayor e inquietante: la pérdida del propósito
del futuro y el resquebrajamiento de la certeza. El extravío del refugio y su
reemplazo por un espacio húmedo, frágil y sureño, representado en la pintura
descascarada del pasado y lo intangible que nos llama sin decirnos qué es, pero
que alguna vez cuando niños vislumbramos.
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