por Muñoz
Coloma
A mi entender cuando Josefina Ludmer, en su
libro “El género Gauchesco. Un tratado sobre la patria”, se refiere a la
posible emergencia de la voz del gaucho en la literatura argentina, parte de la
base que esa voz, en el sentido profundo, es inexistente. Porque en la mayoría de los casos es cooptada
desde el poder, con el claro propósito
de articular un dispositivo que forme parte de las prácticas hegemónicas del
centralismo, de la academia y de otras instancias que reproducen, desde el púlpito,
las relaciones de explotación a que es sometido el propio individuo que es
utilizado como bálsamo para disimular su propia invisibilización, reduciéndolo
a un objeto de estudio y a una especie de caricatura que se pasea, como un mal
necesario, por el campo de lo celebratorio.
Ahora bien, si extrapolamos la figura del gaucho a todos los sujetos que
caen sumidos en el fenómeno de la subalternidad, inmediatamente comenzamos a
navegar por las temáticas que releva la obra poética de Rosy Sáez, pero con una
clara diferencia: ella no es la voz del otro, sino que ella es el otro. Es ese ser que se ha anclado en la periferia
más profunda de los oprimidos, geografía además que ha sido y sigue siendo su hábitat
y que configura no sólo su obra sino que su propia vida. Por esta razón es que ella es su propia voz,
es la herida proveniente de los suburbios de la justicia y habla a través de
ella, astillando las palabras, como señala en uno de sus poemas.
La poesía de Sáez es cruda y técnicamente
relevante, tiene aquello que se les exige a las obras de arte: un valor estético
y una polisemia que no se agote en sí misma.
Pero a la vez es directa y conmueve… es más, conmociona. Es muy difícil quedar indiferente a ella,
porque en sus versos reverbera siempre la voz de la mujer, esa mujer
despedazada por su condición de género, y desmembrada por su condición periférica
y poblacional. Y hoy en la eclosión de
poetas que vive la ciudad de Concepción, su voz se alza como propia, ha llegado
a un punto donde ha comenzado a cosechar los frutos, por haberse atrevido a vivir
con los ojos abiertos y por poseer la sensibilidad propia de las mujeres que
han transitado por los vericuetos de lo que alguna vez llamaron consciencia de
clase.
La obra de Rosy Sáez es una herida abierta que
supura realidad, una realidad que se encuentra muy lejos de la espectacularización
que nos ofrece este mundo, sumido en el capitalismo más demencial, donde la
población y la periferia no son más que paisajes mugrosos, que es mejor
esconder tras la postal, con el firme propósito de olvidarlos. He acá la importancia de esta escritora
explosiva, de esta escritora que perfuma sus palabras con aromas a pólvora,
agua estancada y sangre, que nos hace recordar, a través de poemas con una
calidad maravillosa, que el arte, que todo tipo de manifestación artística, no
puede obviar la realidad significativa, esa que golpea con fuerza las espaldas
de los obreros y de las mujeres principalmente.
De estos “cabezas negras” que con sus prácticas culturales no hacen más
que incomodar al resto de los chilenos, que viven sumidos
en las bondades que ofrecen los medios de comunicación, alienados y
desesperados por acumular, lo que sea.
Muy por el contrario Sáez y su poesía nos traslada a un espacio incómodo
del Chile profundo, del país que se ha erguido sobre los huesos de los
oprimidos. Nos hiere con sus palabras,
ella es una navaja, una metralla, que genera relatos que no permiten ni la
compasión, ni la catarsis, sino que nos llevan hacia el precipicio de la furia,
del desconcierto y de la derrota.
Profundamente espero que esta herida llamada
Rosy Sáez jamás se configure en costra, para que siga supurando realidades.
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