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sábado, 19 de noviembre de 2011

Cuento de Roxana Heise escritora chilena

el profesor de teatro

Apareces sobre el escenario y tus ojos me invaden el silencio hasta dejarme muda. Te escucho desde la tribuna, y el vibrato viril de tu voz me estremece como una melodía. Me extiendes las ganas, por sobre las miradas de miles de cabezas atadas a tu arte, y resbalo en mis sueños como una hoja que se deja dormitar a la intemperie.

Voy flotando sobre ti, y me siento protagonista en tu jardín de rosas venenosas y desearía poder morir esta vez, pero morir con tu perdón entre las piernas.

Vuelves a mirar, hace más de media hora que te percataste de mi presencia y mi memoria vaga por el encaje de tu suerte, como una ramera de la oportunidad.

Estás temblando, lo sé, una gota de sudor te va mojando la nariz y sonríes apenas, como de un mal chiste. Sobre el muslo levemente musculoso, mi mirada se posa como un amante tímido, mientras me eludes como si yo fuera un mal presagio.

Estoy en primera fila, joven al extremo de la insolencia, con un vestido que resbala por los hombros y un muslo que asoma apenas, envuelto en las medias negras y transparentes.

Te ruborizas cada vez más, mientras cruzo la pierna y te dejo entrever la principal causa de todos tus males.

Más allá, a sólo unas butacas de distancia se encuentra ella, con su apariencia de vieja remilgada y sus sedas repetidas. No ha reparado aún en mi presencia. Tú la miras y sudas aún más. El resto de la sala creerá que eres aprendiz de actor, pero ella y yo; ella y yo sabemos que eres el mejor de toda la ciudad y más vale que controles tu carácter ardiente y dejes aquello de quebrar la voz entre cada parlamento.

Peino mi cabello con los dedos, los largos y puntiagudos dedos que acariciaron tus bíceps y te hicieron sentir al borde del precipicio, justo, justito en donde estás ahora, sólo por falta de voluntad. Porque hay que ser vulnerable para involucrarse con una colegiala menor de edad, turgente y bonita: ¿verdad, profesor de arte?, ¿verdad que usted autorizó mi salida de clases sólo para sentirse complacido...?

Desde la butaca veo el contorno del rostro de esa que llamas esposa, la que parece peinarse con el escobillón y cepillarse los dientes con un escarabajo. Se ve pálida y ojerosa, desteñida por las canas como en una enfermedad. Te contempla con tanta admiración, como si existiera sólo en tu presencia. No le correspondes; puedo ver tu mirada que viene hasta acá y luego baja despacito, como gateando, y yo acaricio suavemente mi pantorrilla y te dejo ver algo más, sólo para recordarte la ardiente fortaleza de mis muslos.

Coges tu pañuelo y empapas tu frente cargada de infortunios. Mi querido profesor; estás en problemas, por haber amado a esta colegiala que no se resigna a perderte.

Creíste que bastaría con sugerirles a mis padres que me encerraran en aquel internado de monjas a fin de corregirme, como si no hubieras cedido con toda el alma a las demandas de mis sentidos.

Continúa la actuación, y no te pierdo el paso. Tu monólogo es cada vez más incoherente. Me apoyo sobre el respaldo del sillón y acomodo mi cabello hacia atrás, luego deslizo mis manos por el cuello que besaste tantas veces, hasta rozar el seno que descubro grácilmente, como una almendra madura. Ella se retuerce de envidia tres personas más allá, me mira con una risa nerviosa que me causa asco. Pero no acabará la función, amante mío, sin que descubra ante el público el arte que mejor practicas.

En vano pretendes concentrarte en el libreto, estás como en aquellos días en que enseñabas con dificultad, pues lo único que esperabas, era el final de la obra para correr a mi lado.

Subo el vestido distraídamente y la segunda fila comienza a murmurar. Ella también murmura. Tú intentas evadirme, mientras tragas saliva como si fuera veneno.

Las palabras de Shakespeare resbalan por mi abdomen hasta hacerme cosquillas, y pienso en la supuesta enfermedad que me tenía a medio morir, cuando llegaste a mi cabaña por primera vez, a fin de brindarme auxilio y luego te quedaste como tantas noches, hasta el día en que terminaron las clases de actuación, y decidiste abandonarme.

Estás a punto de terminar la obra y siento algo de lástima por ti. Empapo mis pestañas teñidas de negro, con la sal de un reencuentro que jamás existió, mientras espero que termine la función.

Te inclinas nerviosamente ante el auditorio que comienza a ponerse de pie, mientras yo avanzo, decidida, hasta el estrado.

Ya no eres Hamlet, ni el profesor de teatro, simplemente eres el amante de una mujer despechada que sabe de amor lo que tú sabes de olvido.

Tiemblas completamente. Aún no abro la boca y tu actitud de suplica causa un profundo impacto en el público.

Te grito en la cara que eres un pervertido, que abusas de las menores en tus clases de teatro, pero no me respondes. Entonces lloro, como una niña infortunada mientras tu esposa aquejada de un extraño paroxismo, huye hasta la puerta de salida.

El círculo luminoso comienza a invadir nuestros cuerpos como un aura. Oigo un quejido tuyo, como de animal asustado, y disimulo la risa que eso me provoca.
Estamos frente a frente en el borde del escenario, tu rostro grisáceo parece desfigurarse cuanto más me aproximo y más te grito: ¡depravado!

No puedes responder, tus labios tiemblan y tu cuerpo parece precipitarse sobre mí. Comienzo a sentir miedo. A retroceder, a pensar que fue un error confrontarte de esta forma. Te digo que ya, que aclararé delante de todo el mundo, que no eres lo que acabo de decir, pero no me crees. Tu rostro se inyecta de ira y rodeas mi cuello con tus manos sin que yo logre zafarme. Él público gime a lo lejos como una marea, mientras yo siento el efecto de la falta de aire...

Finalmente escucho la voz del director proclamando con energía:

¡Corten!... ¡Se imprime la sesión!


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