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lunes, 12 de marzo de 2012

Cuento Primera Mención Honrosa Concurso Gonzalo Rojas Pizarro

Registro Nº 240

LAS ALAMBRADAS ESTÁN DE MÁS

Galio

Escribo en un bar, a pocos kilómetros del campo, rodeado de oficiales. Cuando llegué, se me aproximó un grupo amenazante y sonriente que retrocedió espantado cuando enseñé el documento que al pie ostenta la firma inconcebible. Después, algunos recién llegados cometieron la imprudencia de importunarme, obligándome a leer dos o tres líneas en voz alta. Ahora lo saben antes de entrar. Ya no hay alegría en la cantina.

Al parecer, nadie me cree capaz de robar o falsificar un documento oficial, y menos de imitar semejante firma (sólo controlar el temblor de la mano requeriría un esfuerzo sobrehumano). O no se atreven a averiguar. O piensan que un individuo capaz de aquello merece respeto… Aquí nadie sabe nada. Todo es secreto. Todos temen.

El documento me lo entregó el hombre que recibió de otro la prerrogativa de decidir quién debió nacer y quién no. Lo redactó en mi presencia, en una máquina de escribir. Lo firmó con su pluma y me lo extendió (nuestras manos casi se rozaron). En él señala que puedo circular libremente por el país y que nadie ha de importunarme con preguntas acerca de mis opiniones políticas o la procedencia de mis antepasados; enfatiza (prometiendo la muerte) que nadie tiene derecho a hacer mofa de mí, a golpearme ni humillarme, y culmina ordenando que en los almacenes y cantinas de oficiales se me provea de ropa limpia y alimentos. Todos los que necesite. A mí solo, entre millones, se me han concedido estos privilegios (excepto el de un techo). Yo me los gané. Yo solo.

En virtud de ellos, conseguí lápiz y papel para escribir mis últimas palabras. Se las dejaré a quien espero pueda hacerlas públicas. Por desgracia, no puedo heredarle mis privilegios porque el documento está a mi nombre, y mi identidad está inscrita en mi piel.

Estábamos entre las barracas y las alambradas. Los más débiles, sentados y entumidos; los demás, caminando y soplándose las manos. Al otro lado de los alambres, y antes del bosque (al cual quisiéramos huir, aunque sabemos que de nada valdría: habría que caminar miles de kilómetros -o años- antes de llegar a territorio no hostil), hay un camino de tierra acerca de cuyos extremos discutimos interminablemente. Ignorábamos que esa mañana pasaría por él una comitiva. Daba igual, porque en el campo no es una falta, sino una señal de su eficiencia, el que los internos aparezcan inmundos y andrajosos ante las autoridades. Nadie se levantó, nadie se cuadró, nadie alisó sus prendas cuando aparecieron, pero no por rebeldía, sino por agotamiento. Además, ese hombre -que caminaba lentamente, con las manos tras la espalda, escoltado por cuatro obsequiosos oficiales, observándonos desde la altura de su desprecio- ya había decidido que nosotros nunca debimos nacer. ¿Qué podríamos haber hecho para agradarle? Parecía examinarnos uno por uno, felicitándose, tal vez, por los crímenes que nos impidió cometer. Cuando fijó su vista en mí -yo estaba de pie-, se detuvo y giró hasta que quedamos frente a frente. Sus escoltas sonreían con suficiencia. En un público menos embrutecido, su actitud habría provocado conmoción. Me pareció que me indicaba, moviendo apenas su barbilla, que me acercara. Yo no podía correr, así que, para mostrarme desafiante, crucé mis manos a la espalda, y me aproximé con paso cansino, como si fuese un oficial que por casualidad se encontrara del otro lado de los alambres. Es difícil referir nuestro diálogo. Él me invitó a hablar. Yo respondí que no quería hablar, sino preguntar. Él asintió. Entonces yo formulé la pregunta que atormenta a los que aún pueden formularse preguntas. Él no respondió. A una seña suya, un oficial se le acercó y él le habló al oído. No volvieron a mirarme. Nuestro diálogo no tuvo más de cinco palabras.

Apenas se perdieron, apareció por detrás de las barrancas un guardián. Instintivamente, ladeamos el cuerpo, levantamos los codos, encogimos la espalda, preparándonos para los previsibles golpes. Pero esta vez sucedió algo que asombró aun a los más embrutecidos: se detuvo a dos metros de mi desmedrada figura, se cuadró y, con tono ceremonioso, me invitó a acompañarlo. Todos nos miraban. Yo no entendía, pero simulé que sí, y, con las manos aún cruzadas, lo seguí, no sin percibir las miradas torvas de la envidia y la sospecha.

Pasamos por sectores del campo que yo no conocía. Mantuve la vista fija en la espalda del guardián porque en el campo ver lo que no se puede ver es el delito más grave, después de haber nacido, por cierto. Fui conducido a un inmenso despacho, donde vi dos elegantes sillones, anaqueles atiborrados de libros -muchas ediciones lujosas- y un enorme escritorio, tras el cual estaba el hombre que decretó que mi nacimiento no debió producirse. Había un café para mí. En el recinto flotaba un perfume reciente. Él se levantó, manipuló un tocadiscos y el Aire, de Bach, se mezcló con el perfume y el aroma del café. Él tomó asiento otra vez y me invitó, con dos gestos, a coger el café y sentarme en el sillón.

Conseguí beber el café sin que la taza tintineara contra el plato. Él me observó, silencioso. Cuando terminé, dijo (creo que me dijo):

- Usted quiere saber por qué.

- Si hay un por qué…

No sé cómo describir su expresión cuando dijo:

- Política

Por alguna razón, me tomé la barbilla, como un intelectual, y reflexioné.

Y pensé, o dije, ya no lo sé y tal vez no importe:

- De manera que no es el odio lo que nos mata, sino la indiferencia.

- ¿Algo más? -preguntó o respondió.

Ante mi silencio, movió hacia el centro del escritorio la máquina de escribir y redactó el documento que he escrito.

Sin más ceremonias, sin amabilidad, sin prepotencia, otro guardián me acompañó hacia la puerta del campo, que cerró por dentro.

Podía ir donde quisiera. Si hubiera tenido dónde ir, el documento habría hecho de mí un privilegiado, pero mi familia fue borrada de la faz de la tierra (mis tres hijos tenían menos de cinco años, y en los campos no se admiten niños), nuestro barrio fue arrasado, la ciudad seguramente ya ha sido bombardeada. Pero sí soy privilegiado en otro sentido: puedo escoger. Y yo he escogido la muerte que ellos quieren darme. La escojo porque si los campos son posibles, si el Universo tolera la existencia de los campos, entonces las alambradas están de más: ya no hay diferencia entre el interior y el exterior. Y lo hago sabiendo que esta decisión es tan legítima, o lógica, como la contraria, si es que hay lógica, si es que hay pensamiento en un mundo en el que la sensatez se ha perdido.

Cuando entregue estas líneas, y después de romper mis privilegios, retornaré al campo. Quisiera que él esté en la puerta, esperándome con su mirada impasible.

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