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jueves, 4 de abril de 2013

Entrevista a Doris Lessing



En diciembre de 1980, María Elena Walsh y Sara Facio viajaron a Londres (”peregrinaron”, dicen ellas) para entrevistar a una gran escritora poco conocida entonces en idioma castellano: Doris Lessing, una africana nacida en Irán expulsada de su Rodhesia natal (hoy Zimbabwe) por sus críticas al racismo, dueña de una obra definida como una constante búsqueda de la lucidez, autora de El cuaderno dorado, considerado durante décadas la biblia del feminismo, y militante de principios inclaudicables. Veintisiete años después, Lessing acaba de recibir el Premio Nobel de Literatura.

Por Maria Elena Walsh


Si al subir los tres pisos de la casita hubiéramos divisado sillones forrados de cretona y mucama uniformada en lugar de espacios arrasados por huracán, mudanza y gitanismo, nos habríamos equivocado de escritora.

Si un gato no hubiera esperado en un rellano y, en el cuarto superior, en lugar de paredes desnudas, libros apilados, una cama de estudiante y una tabla sobre caballetes hubiéramos admirado muebles de caoba y estampas con escenas de cacería del zorro, una fisura habría desvirtuado la imagen previa de Doris Lessing, a quien creemos conocer al dedillo a través de su “doble”, el personaje de Martha Quest.

Un blanco sol matinal es el único lujo del cuarto con balcón que da al “jardín” del fondo, donde no es pertinente buscar prolijos canteros ni rosales con apellido, sino una quinta semisalvaje, quizá llena de ocultas primicias cultivadas por la propia mano de la bruja.

– ¿El veld?

–Ah sí, cómo no, es igual –ríe Lessing con cierta nostalgia. En sus libros nos ha familiarizado tan minuciosamente con el veld, el exagerado paisaje sudafricano, que acabamos por creer que allí vivimos alguna vez y que, exceptuando hormigueros gigantes, techos de palma y otros exotismos, de algún modo lo hemos incorporado, como la desmesura de nuestras pampas.

Una muchacha de sesenta años, de pelo y ojos grises, sin maquillaje ni fórmulas de cortesía, sencillamente vestida, una “mujer de trabajo”, con algo de chacarera, mucho de madre refinada y una velada expresión de angustia: la que produce a los escritores que no hacen carrera la inminencia de un reportaje.

La visita debió ser disfrazada bajo ese rótulo, pero es más bien un peregrinaje hasta la gurú, la bruja dueña de una peculiar sabiduría, la descifrante de muchas claves del mundo contemporáneo al que ha intentado cambiar, empeñada en luchas de reformadora social.

Visitantes, admiradores, periodistas, suelen desvivirse por extraer de un autor la certificación de los datos autobiográficos incluidos en su obra. Pero esa curiosidad es reversible, y uno tiende a preguntarse, como Martha Quest frente a cierta literatura femenina llena de silencios, de secretos no develados:

– ¿Qué puedo aprender sobre mi vida en este libro?

Con el mismo espíritu caníbal y narcisista, algunos querríamos saber cómo hizo un autor para retratarnos en personajes con los que no guardamos más afinidad que la raza (la humana) y el sexo (el segundo). Cómo se las arreglaron para que yo, distante lectora, sea Adriana Mesurat, o Ana Karenina, o Martha Quest.

Aunque sus criaturas sean fruto de geografías, épocas y culturas diferentes y ajenas, Doris Lessing me ha enseñado todo sobre mi propia vida, traduciendo los enigmas de la confusa identidad de las mujeres y proponiendo un itinerario, ¿adónde? Como ella lo dice: “No hay adonde ir, sino hacia adentro”.

Visitarla, entonces, no significa sino una comprobación, una señal de alivio en medio de la orfandad en que suele sumirnos mucho papel impreso. Doris Lessing existe, está bien, vive en Londres (”porque es una ciudad que no causa demasiado estrés”), escribe sin pausa, por lo tanto no todo está perdido ni naufragamos en la obviedad.

El gato blanco y negro, que resultó gata y se llama Suzy, luego de una solemne indagación adopta a las visitas y facilita un diálogo que resultaría tedioso para personas no gateras. Es evidente que Lessing no agotó el tema en su encantador libro Particularly Cats.

Por él sabemos que entre los variados trajines de su vida tuvo tiempo de ser amiga íntima, guardiana, víctima, comadrona y además enfermera de numerosas familias gatunas.

– ¿No se ha cansado de tener gatos?

– ¡No, nunca!

Por los astutos ojos cruza una chispa de indignación ante pregunta tan estúpida, que es preciso reparar con el previsible pero sincero comentario:

–Suzy es muuuuy hermosa.

–No, no es tan hermosa como servicial. Hace poco vinieron de la TV alemana y ella posó y se colocó solita bajo los focos. Hay otros gatos en la casa, atigrados, desde aquí los veo cuando cazan en el jardín: pajaritos, lauchas… a veces me los suben hasta aquí para que admire la proeza, ¿se dan cuenta?

Su amor a los gatos representa predilección por los seres vivos, simétrica del desprecio manifestado de hecho por las cosas, por la fúnebre acumulación de objetos propia de un estilo de vida burgués. Si Lessing nunca fue como todo el mundo, tampoco se parece a la mayoría de los literatos, pero, eso sí, es coherente consigo misma, y su desdén por el orden convencional, la posesión y la apariencia no es sino síntoma de su indeclinable rebeldía.

Lessing pasaría el día hablando sólo de gatos, pero hay que abordar otros de sus temas capitales: las mujeres, los adolescentes, el racismo, el compromiso político, la doctrina sufí, las experiencias extrasensoriales, la ciencia-ficción.

–Su obra es una verdadera enciclopedia de las mujeres.

–Así es –reconoce con la sencilla satisfacción de una cocinera a quien le alaban el guiso de lenteja–, pero no, no participé de los movimientos feministas. No estoy en desacuerdo en general, pero nunca necesité integrarme a ellos para tomar conciencia. Para eso basta con indagar en los personajes femeninos de los grandes novelistas –Tolstoi, Stendhal– y, simplemente, mirar alrededor. Mi madre, por ejemplo –y conste que no la critico– fue todo un modelo de frustración, una vida desperdiciada. Sé que actualmente la situación es muy dura en muchos países donde las mujeres tienen que partir de cero, pero en Inglaterra vivimos una era posfeminista, las luchas iniciales se libraron hace mucho tiempo. Por otra parte, los problemas de la mujer se reducen a uno solo: la independencia económica, que se gane la vida con su trabajo.

Y también de eso Lessing sabe mucho. Adolescente, desertó de la modestísima chacra familiar y pidió trabajo en una oficina en Salisbury. “No tenía título ni de bachiller, pero cuando su madre le contó al jefe todos los libros que había leído Doris, la contrató inmediatamente”, cuenta un testigo. Luego fue autodidacta en diversas habilidades, como taquígrafa y mecanógrafa. En el duro Londres de posguerra, ya separada, conciliaba el trabajo literario con la crianza de sus hijos y tareas de oficina por horas.

–Fui a la escuela sólo hasta los catorce años, no seguí estudios regulares. Al fin y al cabo, a los jóvenes se los atiborra de conocimientos inútiles, cuando en realidad lo único que necesitan aprender es matemática e idiomas. Es lo que más les haría falta para desenvolverse en el mundo en que vivimos, que es malo, y en el que viviremos, que sin duda será peor. Por otra parte, a veces me pregunto si los jóvenes se dan cuenta de una característica –que quizá no dure– de nuestra época: uno tiene al alcance de la mano cualquier libro que busque. Yo desgraciadamente no sé idiomas, además viajé muy poco, pero ahora me anoté en una academia del barrio y estoy estudiando ruso. Es simpático eso de volver a sentarse entre estudiantes, con pizarrón al frente y todo.

Es un tanto extraño que lo decida ahora, cuando hace rato que emigró del Partido Comunista, noviciado burocrático que ha descripto kafkianamente, sobre todo en Cerco de tierra.

–Fui militante comunista durante bastante tiempo, creo que por entonces los jóvenes progresistas en Sudáfrica no teníamos otra opción, pero a la larga y entre otras cosas me di cuenta de que el comunismo no ofrecía soluciones ni respuestas a una serie de inquietudes sin las cuales el ser humano resulta muy recortado. No, no es que ahora crea en una religión determinada, aunque suela recomendar la lectura de los libros sagrados de distintas religiones. Claro que sé muy bien hasta dónde, con el pretexto de la devoción, se practican siniestras maniobras represivas y retrógradas… los mulás, por ejemplo… ¿saben qué es un mulá?

– ¡Por supuesto! También sospechamos lo que es un ayatollah.

–En cambio me interesó, desde hace tiempo, en las diferentes vías de espiritualidad, de contemplación. ¿Ve? Todos estos son libros de sufismo.

(Misteriosamente intercalado entre ellos hay uno de Borges.)

A lo largo de su obra, y en especial en La ciudad de cuatro puertas (último tomo de Hijos de la violencia), cuenta experiencias que podríamos denominar, a la ligera, esotéricas. Entre otras cosas, atribuye a la concentración y a la telepatía propiedades terapéuticas para aliviar esos comportamientos anómalos caratulados como enfermedades mentales.

Quizá sólo lo irracional pueda salvarnos del caos irracional en que vivimos: prácticas místicas o extrasensoriales, telepatía, locura, mensajes oníricos.

En páginas hilarantes de El cuaderno dorado, Lessing ha bordeado el enloquecido mundo de la TV y el cine. Escribió alguna vez libretos para la BBC, y ahora está en proyecto una versión cinematográfica de Memorias de una sobreviviente, en Estados Unidos.

–Con Julie Christie como protagonista, ¿se dan cuenta? – Comenta con horror por una elección que le parece desatinada–; pero en materia de cine un autor tiene que resignarse. Si trata de luchar, está perdido: cuanto más quiera intervenir para defender su obra, peor le irá. En eso sigo el consejo de un amigo: “Cobra tu dinero y sal corriendo”.

Y Lessing, que al principio no parecía dispuesta a sacrificar demasiado tiempo en una entrevista que quizás hubiera sido ardua y breve sin la mediación de Suzy, coopera de pronto, con aire de abanicarse en el patio:

–¿De qué más podríamos conversar?

Prometió en un libro que jamás tendría servidumbre, escarmentada por los abusos esclavistas cometidos en su Rhodesia. Y atiende el teléfono y el timbre, prepara café en su kitchenette, cose, hace jardinería y cuida personalmente el bolsillo ajeno: ha dado a las visitas complicadísimas instrucciones para llegar en subterráneo. Al fin no quiere despedirlas sin que conozcan a sus otros gatos, que se mantienen ausentes, pocos serviciales.

– ¿No tiene quien la ayude? –pregunto.

–No…, abajo viven unos amigos, pero no tengo empleada ni ayudante ni secretaria ni copista ni agente literario ni nada.

–Pero quizá necesitaría de alguien que…

Lessing interrumpe y, sabiendo por experiencia que tal variedad de tareas sólo puede desempeñarlas una mujer, ni hablemos de la mujer de un escritor u otra celebridad masculina, afirma con travieso humor.

–Lo que necesitaría es “una esposa”.

Esta entrevista, publicada en Buenos Aires en febrero de 1981 e incluida posteriormente en el libro Viajes y homenajes (Punto de Lectura) se reproduce por gentileza de la autora y de la editorial. Fuente: Página 12


miércoles, 6 de marzo de 2013

Doris Lessing: Retrato de una superviviente



HUGO ESTENSSORO
CRÍTICO LITERARIO


Doris Lessing tiene, irrefutablemente, el rostro que se merece. A la luz dorada y frágil de las tardes londinenses, sus facciones registran, en camadas casi geológicas, labradas por sus ocho décadas, una crónica de batallas perdidas y ganadas. Da la impresión de que hasta la felicidad debe de haberle labrado marcas, que el tiempo ha pulido junto con las de los sufrimientos, y la vivacidad penetrante de sus ojos no impide pensar en aquellos monumentos de la Antigüedad que consiguieron resistir a la rapiña humana y la intemperie. El rostro de Doris Lessing confirma a un visitante que ella es, antes de nada, una superviviente: de la familia, del colonialismo y del racismo, de la guerra, de la ilusión comunista, de la condición femenina, del amor, de los equívocos de la fama.
Después de haber leído Walking in the Shade (1997), el segundo volumen de su autobiografía, en el que cada capítulo y cada etapa biográfica se apoya en una de sus direcciones en Londres desde 1949 –cuando llega a Inglaterra huyendo de la familia, de África y de lo que había sido hasta los treinta años–, es inevitable para el visitante observar con atención cada detalle doméstico. La impresión es la de un despojado desorden que, al paso de las horas y con la penumbra ceniza de la tarde que fenece, va formando un marco cada vez más apropiado para la escritora. El escaso mobiliario, estrictamente utilitario y que podría ser comprado de tercera mano, declara que su dueña tiene que ser juzgada por lo que es. En buena medida, esa es también la historia de su vida y de su literatura.
En el primer volumen de su autobiografía, Under my Skin (1994), el lector encuentra como un refrán «¡No, yo no seré como ellos!». Ellos eran la familia –un padre enfermo y quebrantado, una madre frustrada y dominante, un hermano tibiamente satisfecho con su condición de hijo favorito–, pero también la sociedad colonial de Rodesia del Sur, hoy Zimbabue, y un apresurado casamiento convencional. Para los lectores de Lessing, la serie de seis novelas que narra la historia de Martha Quest (1952-1969; quest es «búsqueda» en inglés), y que abarcan aproximadamente el mismo período, poseen una fuerza que no se encuentra en el relato autobiográfico. La autora sabe que la vida no tiene la forma acabada de una novela. Al mismo tiempo, siempre ha advertido que sería una equivocación confundirla con las heroínas de sus novelas y cuentos, tentación a la que éstos invitan. Si hay algo que describe su trayectoria es el aprendizaje de que no hay que confundir los libros y las ideas con la vida. Lo que se aplica también a la autobiografía, como dice en su ensayo Writing Autobiography: «Antes leía una autobiografía como lo que el escritor pensaba sobre su vida. Hoy pienso, “eso es lo que pensaba en la época”».
Estos juegos de espejos explican muchos aspectos de la obra de Lessing que sorprenden o desconciertan. Por ejemplo, su obra de ciencia ficción, que dejó perplejos y frustrados a muchos de sus lectores (y especialmente lectoras) cuando fue originalmente publicada. La más desgarradoramente realista de las novelistas contemporáneas se abandonaba en apariencia a las aéreas ficciones de futuros imaginarios. Pero incluso los que preferimos no releer su ciencia ficción comprendemos ahora que escribirla fue un derecho que Lessing se ganó escribiendo sus otros libros. Ya en 1962 Lessing había disecado la falacia literaria, que exige un «argumento» que puede o no tener que ver con el material que instigó el acto de narrar: «¿Para qué un argumento? ¿Por qué no decir simplemente la verdad?». Porque el argumento tiene su propia verdad. Sólo que al disociar «la verdad» de la técnica narrativa ésta cobra vida independiente. Los cinco volúmenes de Canopus in Argos (1979-1983) son un largo, frecuentemente feliz, experimento sobre el placer de narrar. Su último libro, Alfred and Emily, es más breve, más feliz y más audaz.
Dividido en dos secciones, Alfred and Emily cuenta primero la historia de los padres de la autora en los términos del verso del poeta brasileño Manoel Bandeira: «la vida que pudo haber sido y no fue»; en la segunda parte cuenta lo que realmente ocurrió. Se trata, hasta cierto punto, de un juego literario en el que Lessing se permite inventar una versión «novelesca» –es decir, ordenada y acabada– de la vida de sus padres. Ésta, en la vida real, fue deformada y finalmente destrozada por la explosión inexplicable de fuerzas que no entendían: la Primera Guerra Mundial, que en sus secuelas históricas y personales ensombreció para siempre la vida de la familia Tayler, expandiéndose en cataclismos como la revolución bolchevique, el fascismo y la Segunda Guerra Mundial. En la segunda sección del libro, Lessing repasa episodios que ya conocemos de su vida familiar. En ella se permite un desorden vívido y evocativo, de sincopadas viñetas, que de alguna manera se complementa y completa con el imaginario cuadro formal de la primera parte. Es un ejercicio literario en el que, como es costumbre en Lessing, la vida se abre paso e irrumpe ardua y triunfalmente.
Es por ello por lo que el comentario del comité Nobel suena tan inevitablemente inepto al afirmar que no se le concedió el premio en la modalidad de literatura en 2007 «por su jornada de autodescubrimiento», sino por «someter a análisis una civilización dividida». Eso equivale a decir, para quien conoce la obra de Lessing, que se la premia por sus obras de aprendizaje (los primeros cuatro volúmenes de la serie de Martha Quest, Children of Violence), que claudican y se desmoronan a medio camino para sólo recuperarse y retormar el hilo después de la catarsis –delirante, vertiginosamente íntima– de The Golden Notebook (1962). Hasta la publicación de este libro Doris Lessing era considerada la más representativa novelista de la extrema izquierda anglosajona, y la única que gozaba de popularidad entre un amplio público lector justamente por analizar «una civilización dividida» entre el infierno burgués y capitalista y el paraíso proletario y socialista. La obra maestra que es The Golden Notebook constituye el rompimiento, tan radical como doloroso, con esa visión del mundo como una trágica desproporción entre la gente común («the little people») y un mundo demasiado grande e ingobernable para ellos (el caso de sus padres), que sólo puede ser domeñado por la revolución. Los protagonistas de este enfrentamiento apocalíptico son los «hijos de la violencia». La trayectoria vital y literaria de Doris Lessing consiste en rechazar esa visión en nombre de una verdad interior que incluye la posibilidad de una felicidad íntima y personal. Con el tiempo, la musa revolucionaria llegaría a decir que el amor a la revolución es la proyección de resentimientos personales en el escenario del mundo, «equivalente a una pasión por la infelicidad».
The Golden Notebook es una lacerada rendición de cuentas ante sí misma, mirándose en los diversos y engañosos espejos de sus yos que son los cuatro cuadernos, cada uno de un color, en los que Anna Wulf registra los múltiples ámbitos de su vida y personalidad. El cuaderno dorado es el último, cuando los demás quedan varados en sus perplejidades. Anna es Doris. Como ella, publicó su primera novela con gran éxito en 1950. Sus padres, su período africano, su casamiento con un alemán y su hija nacida en 1946, su inscripción formal en el Partido Comunista, cuando su fe en la causa ya desfallecía, y la ruptura con el partido, reflejan con pequeñas variantes lo que Lessing recapitula en su autobiografía. También retratan a la Doris Lessing premiada por el Nobel. Anna termina en la locura; Lessing se salva al desviarse de la trayectoria que el comité sueco le atribuye para comenzar su «jornada de autodescubrimiento». Ésta comienza en el primer párrafo de The Golden Notebook: «Hasta donde puedo ver, todo se está desmoronando». El síntoma crucial había sido el discurso de Nikita Jruschov sobre los crímenes de Stalin en el vigésimo congreso del partido en 1956, que confirma el horror que ella había sentido al visitar la Unión Soviética en 1952.
Lessing tenía la autoridad moral para juzgar lo que estaba pasando porque su vida se había dedicado a las causas progresistas desde su primera juventud. En Under my Skin cuenta cómo la injusticia del racismo colonial en Rodesia del Sur la llevó a fundar un partido comunista local (tolerado, aunque no reconocido por los comunistas de la región). Pero, como irse de casa, abandonar al primer esposo con dos hijos, o escribir ficción mientras trabajaba como telefonista, hacerse comunista fue un acto de rebelión personal. Ingresar formalmente en el partido, ya en Londres, fue el equivalente de poner todas las fichas sobre el tapete, «el acto más neurótico de mi vida».
Sólo uno de los comunistas que conoció en Rodesia del Sur llevó su fe hasta las últimas consecuencias, su ex marido y padre de su tercer hijo, Gottfried Lessing, cuyo apellido aún lleva. Refugiado político en África durante la Segunda Guerra Mundial (Doris se casa con él para evitar que fuera detenido como ciudadano de una potencia enemiga), Gottfried Lessing volvió a Berlín después de la guerra para reencarnarse como alto funcionario y después diplomático de la República Democrática Alemana en África. Agente del KGB, Lessing terminó como embajador en la Uganda de Amin Dadá, facilitando instrumentos de tortura al régimen. Su retrato en Walking in the Shade es algo fantasmático y atraviesa la narración como un viento trágico. Pero su hijo Peter fue la salvación emocional de la escritora. Sin blanca en Londres, criar al hijo era una tarea que la ocupaba desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche. Lessing escribía cuando el niño estaba en el jardín de infancia o en la escuela. «Sin él –dice la novelista– habría caído en la bohemia, deslumbrada por todos esos personajes tan brillantes y divertidos del Soho. Habría terminado alcohólica y mendiga. Fue la disciplina del hijo lo que me permitió hacer obra».
Esto no es nuevo, pero, como en todo, el acto de formularlo lúcida y memorablemente lo eleva a otra dimensión. The Golden Notebook fue recibido como una primera incursión en un nuevo frente revolucionario: la guerra de los sexos. Lessing, después de verse entronizada como la cronista de las barreras raciales (The Grass is Singing, 1950) y clasificada como novelista comunista (The Children of Violence), se vio nuevamente encorsetada, esta vez como profetisa del feminismo. Como antes, su rebelión fue frontal. Para ella, la novela se limitaba a registrar lo que ella y sus amigas hablaban y el tono con que lo hacían: «Y de todas las interpretaciones equivocadas, la más equivocada fue la de las feministas. Se equivocaron como los comunistas, haciendo de la vida una cuestión ideológica, pero la vida sigue su curso sin ellas y hasta contra ellas». Del mismo modo que en sus novelas políticas no había encarnado ideas en personajes, sino desarrollado personajes que se movían dentro de la política, lo que da a sus ficciones el temblor inconfundible de la vida, las novelas y cuentos considerados «feministas» de Lessing tratan simplemente de mujeres que afrontan la existencia como pueden, viviendo las experiencias tradicionales de la familia, el amor, los hijos y el trabajo. Para Lessing, la condición femenina ha experimentado un cambio fundamental con la píldora, pero el resto sigue su curso humano como siempre.
Es esta identificacion de las constantes humanas en tiempos revueltos lo que sostiene las ficciones de Doris Lessing. Por ejemplo, hay un eco estético y emocional que vincula las visitas en carruaje, de casa de campo en casa de campo, a comienzos del siglo XIX, en las novelas de Jane Austen, con las regocijadas expediciones en decrépitas camionetas de la infancia de Lessing en Rodesia, de hacienda en hacienda (y con el viaje en trineo de Guerra y paz). Lessing se aferra al tumulto de la vida y la historia sólo en la medida en que le permite aferrarse a una experiencia personal densamente experimentada. Tal vez por eso su estilo es laboriosamente sólido, sin las irisaciones literarias de muchas de sus predecesoras y contemporáneas, más fruto de una empecinada probidad que de la felicidad de expresión, que se abre camino en la realidad al mismo tiempo que la abraza y absorbe. Lessing dice que sus libros son «una tentativa de orden», pero eso sólo es verdad en la medida en que superan un vivo desorden original. El largo anaquel que ocupan los numerosos volúmenes de su obra han conseguido ordenar para sus lectores los contornos de una época y una manera de ser. Doris Lessing no se limitó a vivirla para contarla; tuvo que contarla para sobrevivirla.

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