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domingo, 24 de marzo de 2013

Fealdad Bad painting + realismo sucio


«el arte es el recto ordenamiento de la razón» (Tomás de Aquino)
«el arte es aquello que establece su propia regla» (Schiller)
«el arte es el estilo» (Max Dvořák)
«el arte es expresión de la sociedad» (John Ruskin)
«el arte es la libertad del genio» (Adolf Loos)
«el arte es la idea» (Marcel Duchamp)
«el arte es la novedad» (Jean Dubuffet)
«el arte es la acción, la vida» (Joseph Beuys)
«arte es todo aquello que los hombres llaman arte» (Dino Formaggio)

Acostumbrados a todo, cómo no íbamos a estarlo también a la idea de que el arte como condición primordial debe ser considerado “bello”, como si lo bello para nosotros efectivamente fuese algo más que la perfección simétrica que idealizamos o ese misterio inherente que otorgamos a todo lo inalcanzable: un atardecer mirado desde la ventana del micro o la flaca que nos vende lo que sea en la tele, a la que le atribuimos ser portadora de “ese no sé qué”, que nos altera psico y fisiológicamente.
Desde pequeños asumimos que la belleza es un valor agregado, un punto a favor con el que cuentan algunos al momento de enfrentarse al resto y de este modo continuamos su sobrevaloración, especialmente en el ámbito creativo, porque aunque los entendidos se esfuercen en recalcar que hace mucho hemos superado tales cuestionamientos, cualquiera que esté un poco más cerca de la cotidianidad que de la teoría, podrá siempre refutar tales planteamientos. Bastaría, tan solo, salir a la calle con la fotografía del retrato que P.P. Rubens (1577-640) hizo a su pequeño hijo y con otra de algún rostro de Guiseppe Archimboldo (1527-1592) para que la respuesta sobre cual puede ser considerada una obra "bella", sea categórica. Y es que, desde los griegos, esta idea nos ha estado sobrevolando y por más intentos que hayamos hecho a lo largo de estos miles de años -vanguardias incluidas- no hemos logrado erradicarla del todo de nuestro constructo “estético” colectivo, por lo que continuamos validándola como una de las condiciones primigenias que debe poseer una obra artística para ser considerada como tal.
Sin embargo, también es cierto que, conscientes de lo que esto significa, es posible rastrear a unos cuantos individuos que instalándose del lado opuesto de esta vereda, han logrado darle un giro al monopolio de la lindura para enseñarnos su lado anverso, tanto en términos compositivos como discursivos, transformándose en los espejeadores de nuestra intrínseca “fealdad”.
No deja de resultar interesante, por ejemplo, descubrir la extraña atracción que Leonardo da Vinci (1452-1519) sentía por los rostros poseedores de proporciones que escapaban a los cánones propios de la belleza. Porque sabemos mucho más sobre su relación con la cuadratura del Vitruvio que sobre “el hobby” que lo llevaba a seguir gente fea por la calle, y mucho menos sobre la historia que cuenta el haber llegado hasta la sala de un hospital para dibujar la cara de un hombre poco agraciado que le resultaba de interés. Algo bastante similar ocurre con Alberto Durero (1471- 1528) y su famosísimo estudio a partir de los cuatro perfiles caricaturizados o "la fealdad" trabajada en el retrato de su madre. Lo mismo con uno de sus más aventajados alumnos, el alemán Hans Bandung Grien (1484-1545) quien más que por la hermosura comúnmente entendida, decidió inclinarse por la horrorosidad, la vejez y lo grotesco.
No está de más recordar que precisamente fue en el renacimiento que la sublimación de la belleza clásica regresó para alcanzar un esplendor opacado durante los largos años de “oscurantismo medieval” (del siglo V al XV) en el que jugó un rol importantísimo el último pensador antiguo y primer medievalista Aurelius Augustinus (354-430), más conocido como “San Agustín”, para quien el arte se dividiría en aspecto formal y funcional y la belleza comenzaría a significar algo más que el orden, unidad, armonía y forma corporal, para aproximarse al terreno espiritual y por ende a otro constructo irresuelto y sobrevalorado: el archiconocido dios de los evangelios.
La subjetividad del tema, está claro, obedece a los tiempos en los que se haya pretendido categorizar "lo bello" y "lo feo" y, como tantas veces se ha repetido, a la cultura en la que se quiera analizar, sin embargo no debería reducirse sólo a la composición de las obras de arte, sino y principalmente al registro que éstas buscaban atrapar, entendiendo que un cuadro, una poesía o lo que fuere, tendría que tener relación con la experiencia vital de la época en la que fue concebida.


Si esto lo entendemos como un patrón, resulta interesantísimo el sinnúmero de pinturas anónimas encontradas en iglesias y catedrales, ligadas siempre a la ejemplificación modeladora del orden cristiano. O, más interesante aún, la lógica bajo la que éstas eran desarrolladas. Nos podemos hacer una idea a través de este breve fragmento extraído de una carta enviada por el Papa Gregorio Magno (h. 540-604) a un Obispo de Marsella en la que, validando su posición iconoclasta, afirmaba: “las pinturas están hechas para la instrucción de los iletrados”, y los cuadros en una iglesia no están “para ser venerados, sino sólo para educar las mentes de los ignorantes”.

Sin duda, podríamos catalogar de "fea" esta despreciabilidad con la que el clero se refería al vulgo, podríamos decir, también, que formar en base al abuso de poder y al amedrentamiento, igualmente, lo es. Sino, imagínese usté si era un espectáculo "bello" el ver, de vez en cuando, a mujeres "feas" ardiendo en medio del espanto de la muchedumbre debido a la ocurrencia de los santificados de eliminar "el mal". O vivir amenazados por los temibles "vampiros medievales" otro de los sinónimos de inadaptabilidad que generalmente era representado por el cadáver de algún campesino de vida poco ejemplar que como condena sufría una ralentización descompositiva de su miserable pellejo y debía vagar, como bien sabemos, en busca de la sangre de otros humanos para continuar sumido en sus ruinas.
Entre paréntesis, estos seres abominables - quienes, por cierto, resultaban ser bastantes más feos que los que han llegado hasta nuestros días personificados por los chicos guapos de la pantalla grande- con el tiempo llamarían la atención de otro reconocido personaje de nuestra historia, el escritor de controversial origen: William Shakespeare (1564-1616)
Revueltas más, revueltas menos. Una vez superado este desfase de aproximadamente mil años -que bien podríamos catalogar como bastante "Feo"- la movida se concentró, mayormente, en Italia, con la reaparición de los modelos antiguos que volvían a figurar, principalmente, a través de escritos literarios, históricos y filosóficos, latinos y griegos, que fueron hallados entre los siglos XIV y XV, muchos de ellos, como era de esperarse, apilados en las polvorientas bibliotecas de conventos y monasterios.
Sin embargo, de esos años de reflorecimiento hermosural es que, precisamente, datan los fantásticos y horrorosos cuadros de la segunda fase del Holandés Jeroen Anthoniszoon Van Aeken, españolizado como "El Bosco" (1450-1516) y todas las deformidades encontrables en su famoso "Jardín de las delicias", obra de tránsito entre el arte gótico y el renacimiento, fechado con posterioridad entre 1501 y 1503, o en "Una mujer vieja y grotesca" más conocida como “La duquesa fea” de Quentin Massys (1466-1530) en los detalles de la cotidianidad en la pintura flamenca: pescados descomponiéndose sobre la luz tenue de un mesón de madera, frutas y jarrones oscuros, etc. en Francois Rabelais (1494-1553) y “Los gigantes y Gargantúa y espantagruel”, en “El elogio de la locura” a cargo de Erasmo de Rotterdam (1466 1536) o en la reaparición de “La nave de los tontos” de Sebastian Brant (1457-1521) que si bien había sido publicada en 1494, es a lo largo del renacimiento que adquiere real dimensión.
Y es que era de suponer que entre tanta armonía y grandilocuencia humanista, algunos pudiesen reconocer que ciertas tendencias estéticas estuviesen a merced de quienes pagaban por ellas e intentaran dejar ciertos tipos de señales, aunque fuesen, mínimas, que se desprendieran del engranaje compositivo canónico.
Sin embargo, es en el siglo XVII que la fealdad comienza a estar más presente de un modo distinto en el lenguaje artístico, en obras como "Los borrachos" de Diego Velásquez (España 1599 –1660); “El buey desollado” o “La caza colgada” de Rembrandt (1606–1669), los santos martirizados, los viejos decrépitos o la monstruosa "Mujer barbada" de José Ribera (1591–1652). Y en el siglo XVIII con el romanticismo, en el que entró de lleno a lo monstruoso, con un Víctor Hugo que animaba lo grotesco, definiéndolo como "una cosa deforme, horrible, repelente, transportada con verdad y poesía al dominio del arte". Bajo esta lógica fue que Mary Shelley (1797- 1851) dio a luz a Frankstein, el mismo Victor Hugo (1802–1885) a Quasimodo y Bram Stoker (1847 -1912) a Drácula. De ahí que muchos coincidan que es en este siglo cuando la exaltación de las formas libres, el sentimiento sobre la razón, la fantasía y las pasiones con un aliento trágico, hayan generado un cuestionamiento profundo de lo entendido con anterioridad como "belleza".
Pero no es sino hasta la llegada de Charles Baudelaire (Francia 1821-1867) que las cosas tomaron un tono, realmente, distinto. Del lado de Satanás, este poeta "maldito" las emprendió a favor de gusanos, cadáveres y ciudades. Contra la condición humana en general y en particular contra el París de la época, al que consideraba "centro y resplandor de la tontería universal".
Alcohol y drogas se hacían parte de la vida y la obra de este autor que, públicamente, instó a hacer uso de estas sustancias con tal de encontrarse en un estado que superara la mediocridad de la realidad circundante.
Su libro "Las flores del mal" fue censurado en 1857, acusado de ultraje a la moral pública y a las buenas costumbres y reeditado en 1861, aunque sin los poemas censurados, ya que el veto sobre esta obra permaneció hasta 1949. Baudelaire, además, llevó al máximo el concepto del transeúnte que en medio de la multitud urbana sufre un constante extrañamiento que lo fuerza a estar permanentemente en un estado de desesperada melancolía. Y rescato, de paso, al particularísimo Edgar Allan Poe (Estados Unidos 1809-1849) quien dentro de su asfixiante imaginario estaba mucho más cerca del espanto que del equilibrio armonioso y sobrecogedor.
Así, las cosas comenzaron a ponerse interesantes. Como es obvio, no lograron mantenerse en la quietud en la que permanecían y llegó el quiebre: Arthur Rimbaud (1854-1891) sienta a la belleza en sus piernas y la encuentra amarga, Johann Karl Friedrich Rosenkranz (1805–1879) publica “La estética de la fealdad”, Friedrich Nietzsche (1844-1900) mata a dios, Paul Verlaine escandaliza a Francia (1844-1896)) Oscar Wilde (1854-1900) hace público y disfruta con su amante Lord Alfred Douglas. Llegan el ajenjo, el opio, los balazos, las cárceles, los mareos, el tráfico, “el arte por el arte", África, las máscaras, las máquinas, el progreso, el bullicio, las ciudades, la suciedad, las muchedumbres, la modernidad y de pronto ¡el colapso! y al decir de Arthur Danto (1924): "la vanguardia intratable".
Es entonces que comienza más que un nuevo cuestionamiento, un rechazo a la idea de "belleza". Ya no un rescate de formas clásicas adaptadas a la época, sino un alejamiento rotundo de los conceptos que se sostuvieron durante tanto tiempo. Bastante conocida es la exposición "Fauve" en el salón d¨automne en 1905, la posición de Filippo Marinetti (1876-1944) frente a la estética de la maquinaria, Luigi Russolo (1885 1947) y "El arte de los ruidos", Marcel Duchamp (1887-1968) y su urinario, la de los expresionistas y los rostros devastados por la miseria, la de los Dadaístas y la des-configuración armónica, los ultraístas y su propuesta de poesía sin figuras retóricas, "la fealdad" en Pablo Picasso (1881-1973) y Francis Bacon (1909-1992). Los surrealistas, por cierto, y la familiaridad que encontraron en las malformaciones del Bosco, en fin. Las guerras, la reconstrucción de las ciudades, las ruinas, el hambre, el miedo, etc.
Durante medio siglo el imaginario artístico cambió una y otra vez, quedando sepultado por el movimiento de turno, por el manifiesto del momento. El arte bajaba de su pedestal y sufría una transformación que terminó en un alejamiento representativo de la realidad y un aproximamiento incluso teórico hacia la fealdad, tal como lo dejó en manifiesto Theodor Adorno (1903-1969) quien consideraba que la naturaleza de “lo feo” era superior a la de “lo bello”.
Las vanguardias habían hecho su trabajo. Provocaron hasta el cansancio las definiciones, tanto de “belleza” como del arte mismo. Renovaron e innovaron. Cuestionaron la cultura burguesa. Liberaron la creación artística de las reglas con la que ésta se sobrentendía. Otorgaron validación a la fealdad y, finalmente, sucumbieron.
Para entonces, la filosofía comenzaba a involucrarse en el modo en que los artistas de la segunda mitad del siglo comenzaban a leer la realidad. Especialmente el existencialismo, que “superadas” las vanguardias y los dos conflictos bélicos mundiales, veía con cierto desencanto el sentido del hombre, su libertad y la angustia propia del existir. Albert Camus (1913-1960) lo hacía notar al plantear que “El hombre que toma consciencia del absurdo, ya no puede liberarse de él”. O Walter Kaufmann (1921-1980) que definía esta corriente como "el rechazo a pertenecer a cualquier escuela de pensamiento, el repudiar la adecuación a cualquier cuerpo de creencias, y especialmente de sistemas, más una marcada insatisfacción hacia la filosofía tradicional, por cubrirse de superficial, académica y estar alejada de la vida".
La realidad misma ya no parecía ser tan “bella”. El sólo hecho de tener en cuenta aberraciones cometidas en los campos de exterminio, daban cuenta de una naturaleza bastante separada de una condición de bondad. Todo comenzaba, entonces, a tomar un matiz sustentado en el descreimiento, incluso de los propios dogmas impuestos por las arremetidas vanguardísticas de la primera mitad del s. XX. Momento en el que el escenario cambia y de la vieja Europa salta a América y en él aparecen dos grandes artistas y alcohólicos: Jackson Pollock (1921-1956) y Whillem de Kooning (1904-1997) y, luego, para resaltar aún más la expresión abstracta que se consolidaba comenzando una nueva mitad de siglo, hace su llegada el autodidacta Mark Rothko (1903-1970) con la idea de que fuese el propio espectador quien construyera la significación de una obra.
Por entonces, todo parecía haber tocado un punto de saturación tal que no había más salida que abrazar lo elemental. Parecía que todo había sido dicho y que la obligación ante la novedad era una carga tan pesada como detestable. Las cosas se habían mezclado demasiado. La URSS, que había sido aliada de los países que derrotaron a Alemania, rápidamente se vio transformada en el "enemigo de occidente" y el mundo entero vio formarse lo que se conoció como "Guerra fría". Estados Unidos comenzó un veloz desarrollo industrial y un animado fenómeno de consumismo. Momento en el que algunos artistas deciden dejar de lado las piruetas e intentar relacionarse con los objetos de uso diario de un modo distinto. Es el caso de Jasper Johns (1930) y Robert Rauschenberg (1925-2008) amantes en quienes termina acuñándose el término “neo-dadístas”. O de los mismos integrantes del “Pop Art” y su reduccionismo formal en pro del uso de materiales procedentes de la industrialización y de la revisión de la cultura de masas. Todo esto, mientras en la literatura hacia su aparición “la generación beat”, en busca de una experimentación en términos sexuales, alucinógenos, criminales y de incursión zen.
La idea de belleza había sufrido un fuerte y certero golpe. No había musa que fuese capaz de levantarse después de una golpiza como esa. Todo el Olimpo estaba en el piso. Dando vueltas sin rumbo entre la basura de los callejones, lejos de la idea armónica de la composición artística, lejos de los grandes cantares a la naturaleza. La fealdad del hombre, y de un último siglo cargado de muerte, intentaba cubrirse con la publicidad de una prosperidad económica que, supuestamente, tarde o temprano terminaría por consolidarse. Robo, muerte, asesinato, desempleo y migraciones parecían estar presentes en la vida de una parte importante de la población, especialmente, en la de los barrios bajos de Estados Unidos. País en el que se llevaba a cabo la gran lucha contra la discriminación racial encabezada por Martin Luther King (1929-1968) y en el que a comienzo de la década del 60, nacía Jean Michel Basquiat (1960-1988) el primero de los tres hijos de Matilde Andrades, diseñadora gráfica puertorriqueña.
Se había hablado bastante, se había escrito y pintado bastante, se había pensado una y otra vez cuál era el origen y el sentido del hombre, cual era la funcionalidad del arte, la mejor manera de relacionarse con las estructuras sociales, se había vuelto a hablar de democracia y aún así parecía que, con una reflexión medianamente crítica, se hubiese podido decir con total certeza que se continuaba en el principio. Absolutamente irresueltos y con los mismos o más conflictos, aunque la apariencia estuviese siempre remitiendo a lo contrario.
No tardó, entonces, en aparecer un movimiento que vendría a sacudir, nuevamente, los cimientos ya bastante derruidos del arte. Y en 1978 (Nueva York) nace el bad painting, que cuestionaría la pintura en sí misma, a través de la utilización de métodos basados en “lo incorrecto” y en “lo feo”, que cuestionaría la idea de progreso y bienestar, las utopías de desarrollo y las bases sobre las que se sostiene la insostenibilidad de “nuestro” sistema económico.
La subcultura y el rechazo al buen gusto que caracterizaron a este movimiento también formarían parte de la personalidad y la propuesta de J.M. Basquiat, afroamericano aficionado al “Art brut”, que prefería, ante todo, la suciedad, el descuido y las herramientas propias del arte callejero para manifestar su profundo desprecio ante lo establecido.
Con referencialidades al jazz, a la cultura vudú, a escritores, a jugadores de baloncesto, a boxeadores, al trazo infantil, a Picasso, a Pollock, y obviamente a Dubuffet; este artista -convertido en la actualidad en una iconografía de mercado debido a su prematura muerte por sobredosis- debió configurar un vocabulario propio para desplegar el inconformismo que le generaba una sociedad fatua y racista. Vocabulario en el que, sin mucho esfuerzo, puede leerse una ruptura radical con la concepción de “belleza”; del mismo modo como es posible reconocer esta ruptura en Keith Haring (1958-1990) con su “post graffiti” y su activismo social, con el cual se pasaba por alto la petulancia académica y la exclusividad galerística para hablar sin tapujos de enfermedad, sexo, preservativos, jeringuillas, muerte, etc.
Ambos artistas tuvieron una vida fugaz, pero cargada de inconformismo, escándalos y “éxito”. La misma sociedad ante la que se enfrentaban, reconocía sus talentos transformándolos en productos comercializables. Paradójicamente, el hip-hop, los metros, el sida, la drogadicción, la homosexualidad, el vandalismo, los aerosoles y las plantillas, comenzaban a figurar como los temas sobre los cuales el arte centraba su atención.
De este modo, también, se popularizaba cada uno de estos temas, generando gran interés en coleccionistas capaces de pagar millonarias sumas con tal de estar en la cima de las tendencias de moda, mientras sus creadores se consumían en la viciosa soledad de sus capacidades.
El mercado y el arte pactaban, entonces, un trato que hoy en día continúa tan vigente como en aquel momento. Pacto sostenido en nombre de lo extremadamente novedoso, de lo extraño y muchas veces del aura exótica de la marginalidad, que siempre podrá acercarnos, aunque sea desde la distancia, a su condición de fealdad.
La "belleza clásica" parecía entonces haber desaparecido por completo del escenario artístico, para ser reemplazada por el kitsch, el camp o el concepto que, al decir de Warhol, estuviese viviendo los pocos minutos de fama que hubiese logrado alcanzar. Así "Lo estético", se definía en medio del sonar de las copas en cada nueva y prestigiosa galería. El maquillaje, el polvo y las luces tras bambalinas, definían el espectáculo.
Sin embargo, en el mismo país y compartiendo décadas, un grupo de escritores ligados al anticonformismo, configuraba una corriente a la que muchos han catalogado, precisamente, de ser tan sólo un slogan publicitario más y, otros, como la representación de nuestras más bellas e íntimas imperfecciones. Corriente en la que bien podría encontrar identificación gran parte de la población de cualquier ciudad del mundo o cualquiera que por más que lo desee, jamás logrará alcanzar, ni siquiera, medio minuto de la gloria prometida desde el mundo visual. Corriente cuyo principal interés es el retrato, para nada pretencioso, del desempleo, la mediocridad, el alcoholismo, la humillación, la impotencia, la rutina familiar, la imposibilidad de futuro, la falta de deseo, el auto desprecio ante la aceptación de la autoridad, la zancadilla, la autozancadilla y la insuperable insatisfacción con la que vivimos nuestro día a día en un sistema sumido en sus propios desperdicios.
Caracterizado por narraciones breves y precisas, y la falta de adverbios y adjetivos, “El realismo sucio” se sustenta en historias con finales abiertos, en las que muchas veces pareciera que no ha sucedido absolutamente nada.
Con base en el minimalismo literario este “movimiento” ha tenido como representantes a escritores que comenzaron y, la mayor parte de las veces, terminaron llevando vidas bastante similares a las de sus propios personajes, entre los que se cuentan “el mediocre” John Fante (1909-1983) de quien durante mucho tiempo se pensó que no era más que otra
de las invenciones de Charles Bukoswki, encargado de sacarlo a flote a fuerza de repetir su nombre cada vez que se creaba la ocasión. Nos deja fragmentos como: Levanté la vista. Era de día. La niebla invadía la habitación. La estufa estaba apagada. Tenía las manos entumecidas. En el dedo que se apoya el lápiz me había salido una ampolla. Me picaban los ojos. Me dolía la espalda. Apenas podía moverme a causa del frío. Pero nunca me había sentido mejor." O "-¿Tiene trabajo? -preguntó. -Soy escritor-respondí-. Espere, puedo demostrárselo. Abrí la maleta y saqué un ejemplar. -Yo lo escribí-le dije. En aquella época yo era muy impaciente, muy soberbio-. Se lo voy a regalar. Se lo dedico. Tomé la pluma del escritorio, pero estaba seca y tuve que mojarla en el tintero; moví la lengua mientras pensaba en algo simpático que ponerle. -¿Cómo se llama usted?- le pregunté. -Soy la señora Hargraves -me dijo sin el menor entusiasmo.
El alcohólico, apostador y salvaguarda Charles Bukoswki (1920-1994) despreciado por medio mundo, sobrevalorado por el jovenzuelo que recién comienza en el mundo de las putas y la masturbación y leído con cierto dejo confabulatorio por quienes, en plena conciencia de la vejez que se les monta encima, estrellan sus codos melancólicos y sonrientes sobre un mesón cualquiera, nos confesaba: Me gustan los hombres desesperados, hombres con los dientes rotos y los destinos rotos. También me gustan las mujeres viles, con las medias caídas y arrugadas y con maquillaje barato. Me encuentro bien entre los marginados, porque soy un marginado”. O escribía: “No has vivido hasta no haber estado en una pensión de mala muerte con nada mas que una lamparita y 56 hombres apretujados en catres. Con todo el mundo roncando a la vez y algunos de esos ronquidos tan profundos y tan bastos e increíbles, oscuros, carrasposos, infrahumanos, resollantes, del mismísimo infierno. Parece como si se te partiera la cabeza entre esos sonidos de muerte. Con los olores entremezclándose: Medias sucias y rígidas y calzoncillos con orines y excremento y por encima de todo eso un aire que circula lentamente muy parecido al que emana de los cubos de basura destapados. Y esos cuerpos en la oscuridad gordos y flacos y encorvados, unos sin piernas, sin brazos, otros sin cerebro y lo peor de todo: la total ausencia de esperanza que los envuelve, que los cubre todo completamente. No se puede soportar. Te levantas. Sales. Caminas por las calles. Subes y bajas aceras. Pasas edificios. Doblas la esquina y vuelves a subir la misma calle pensando que todos esos hombres fueron niños una vez. ¿Qué les pasó? y ¿Que me pasó a mí? Está oscuro y hace frío ahí fuera.
Y por supuesto, Raymond Carver (1938-1988) conocedor, mejor que nadie, del derrumbe de todo sueño, especialmente del americano, y considerado padre del realismo sucio, que en una de sus mejores poesías nos instala de lleno en la simpleza y la complejidad de su imaginario: Los que eran mejores que nosotros, vivían cómodamente en casas recién pintadas con inodoros a botón en todos los baños. Manejaban autos de modelo y marca reconocibles. Los que no tenían trabajo, estaban apenados, no les iba bien. Sus autos extraños estaban estacionados sobre cajones, ‘al fondo’ de casas polvorientas, donde se amontonaban infinidad de objetos inútiles. Los años pasan y todo y todos son reemplazados. Existen siempre, es lo que dicen, nuevas oportunidades. Pero, para decir la verdad, a mí nunca me gustó el trabajo. Mi objetivo era permanecer desocupado. Ése era mi mérito. Me gustaba la idea de sentarme en una silla, hora tras hora, frente a la casa, sin hacer nada con un sombrero sobre mi cabeza y tomando una gaseosa. ¿Qué hay de malo en eso? Fumar, escupir de vez en cuando. Tallar madera con mi cuchillo. ¿Hay daño o maldad en esto? En ocasiones salgo con mi perro a perseguir conejos. Tienes que hacerlo alguna vez. A veces levanto a un chico gordo y rubio como yo, diciéndole: ‘‘¿de dónde te conozco?’’. Nunca digas: ‘‘¿Que quieres ser cuando seas grande?

Sin duda, el nombre de autores que, directa o indirectamente, se encuentran ligados, ya sea al bad painting o al realismo sucio, es mucho mayor que los pocos nombres subjetivamente mencionados. Existe una lista que aún continua creciendo, como crece cada día el desencanto, el fracaso y el cuestionamiento ante la idea de progreso. O como suma manifestantes el interés de no dejarse arrastrar sin antes, al menos, dar señales de vida, aunque sea ejecutando desesperadamente algún inútil aleteo. Un aleteo completamente lejano a la idea de estar queriendo decir algo, por cierto. Lejano al entusiasmo de pretender romperlo todo (forma, fondo o lo que fuese). Lejano al engaño de pretender superar el tedio cotidiano. Pero, sin embargo, vital en su propio pesimismo, como si al ejecutarlo estuviésemos constatando al menos que al fondo de toda hermosura, habita realmente lo terrible.


Entonces, si luego de este breve, veloz e incompleto recorrido volviéramos al principio y nos preguntáramos, sin datos historiográficos, ni conceptualizaciones de algún tipo ¿qué es lo que comprendo como "feo" y como "bello"? seguramente no tendríamos cambio alguno en nuestras respuestas y continuaríamos prefiriendo la hermosura de Rubens a la experimentación de Archimboldo, porque es muy difícil desmarcarse de las estructuras sobre las que fuimos moldeamos.
Ejemplo de esto es la mencionada muerte de dios, que, según lo ocurrido hace un par de semanas con la visita a España de su "representante en la tierra", pareciera que, dentro de su misma inexistencia, se encuentra más vivo que nunca. Pues, al parecer, ocurriría algo similar con los cánones de belleza, ya que independiente de los ires y venires durante estos largos siglos de quehacer artístico y por más mercado, pirotecnia o intención de acercamiento, hacia el pueblo, de los conceptos propios del lenguaje creativo, para la mayoría de "las gentes" las descripciones sexuales de George Baitalle (1897-1962) o las orgías anales del Marqués de Sade (1740-1814) continuarán siendo despreciables, de mal gusto o simplemente “feas”. Esto, aunque agreguemos citas, fechas, referencias y un sinnúmero de pies de páginas para explicar que lo que se quiere representar en ellas es, necesariamente, lo que se quiere representar, o sea, una parte de nuestra naturaleza, una mirada a lo que en el fondo, también, somos. Porque aunque estemos acostumbrados a fingir en nombre, precisamente de las costumbres, hay en nosotros una horrorosidad propia, una fealdad evidente que buscamos muchas veces, de manera infructuosa, ocultar.
Si no me cree, salga a la calle y fíjese en cada uno de los transeúntes que pululan por su ciudad, luego reflexione un poco sobre usté mismo y, finalmente, pregúntese de qué lado de la balanza le tocaría estar.

"Preguntad a un sapo qué es la belleza, el ideal de lo bello, lo to kalòn . Os responderá que la belleza la encarna la hembra de su especie, con sus hermosos ojos redondos que resaltan de su pequeña cabeza, boca ancha y aplastada, vientre amarillo y dorso oscuro. Preguntad a un negro de Guinea: para él la belleza consiste en la piel negra y aceitosa, los ojos hundidos, la nariz chata. Preguntádselo al diablo: os dirá que la belleza consiste en un par de cuernos, cuatro garras y una cola".
Francois Marie Arouet “Voltaire” (1694-1778)


Juan Malebrán
Cochabamba-2011

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