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martes, 28 de octubre de 2014

El plagio literario

I

Se suele decir que todo está escrito en los clásicos griegos y que, a partir de ellos, ha sido imposible crear algo nuevo y original. Ya Eugenio D´Ors aseguró que todo lo que no es tradición es plagio, y Baroja fue más allá al concluir que todo lo que no es autobiografía es plagio. Eso explicaría el que pocos escritores se hayan librado de ser acusados alguna vez de plagio literario, tal y como apunta Manuel Francisco Reina en su libro “El plagio como una de las bellas artes”. Y es que la frontera entre plagio e imitación —o reproducción o falsificación— no está bien delimitada y se presta a confusión.
El inicio del Quijote “En un lugar de la Mancha…” es un octosílabo copiado del romance popular “El amante apaleado”. La fórmula “de cuyo nombre no quiero acordarme…” está en un cuento del infante Juan Manuel sobre el conde Lucanor, que empieza así: “Señor conde —dixo Patronio—, en una tierra de que me non acuerdo el nombre, avía un rey…”. El sobrenombre de “Caballero de la triste figura” que Cervantes atribuye al Quijote es el título del libro III de Clarián de Landanís, escrito por Jerónimo López en 1588.
También Shakespeare fue acusado de plagio. Hasta se le atribuye una frase en la que lo defiende con altivez “He rescatado las ideas interesantes de unas obras bastante mediocres y las he mejorado”. Leopoldo Alas “Clarín” dijo de él que había tomado 6043 versos de 1771 poetas que le precedieron. “La leyenda del rey Lear” la contó el galés Godofredo de Monmouth en la “Historia de los reyes de Bretaña”, un libro de escaso valor histórico escrito entre 1130 y 1136, pero que contiene la versión más antigua conocida de la historia del rey Leir de Britania, aunque Shakespeare modificó el argumento y desheredó a Cordelia, la hija menor, que casó con el rey de Francia y que más tarde acogió a su padre, tras ser depuesto por sus yernos.
¿Sería justo acusar de plagio a Cervantes y a Shakespeare por esos préstamos tomados de textos antes escritos por otros autores? En el primer caso, es la mera adopción de unas expresiones que probablemente eran de uso común en la época—aunque luego hayan pasado a la posteridad—, mientras que, en el segundo, es valerse de una leyenda perdida en la noche de los tiempos. El propio Clarín fue objeto de crítica acerba por parte de sus enemigos, que vieron en “La Regenta” grandes similitudes con “Madame Bovary”, dos obras harto diferentes, que sólo coinciden en que se sirven del adulterio para destapar una sociedad que lucha por dejar atrás su vieja moralidad, además de la técnica impresionista con que ambas fueron escritas y que Flaubert utilizó por primera vez.
La lista de escritores ilustres que han cometido plagio es larga y bien documentada. En el libro antes citado, “El plagio como una de las bellas artes” Manuel Francisco Reina rastrea los “robos” más significativos que se han producido en la literatura hispánica. Pero siempre queda la duda de si realmente se trata de plagio o son simplemente imitaciones.
El Tratado de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (1996) sobre derechos de autor define la propiedad intelectual como el conjunto de derechos que asisten a un autor por cada una de sus obras, ya sean literarias o artísticas, siguiendo la línea que ya marcó el Tratado de Berna en 1886. Para ello, exige dos requisitos: que se trate de una obra original y que esté plasmada en un soporte físico o digital, entendiendo que las ideas abstractas no se protegen. Pero curiosamente, en ninguno de los dos textos, figura la palabra “plagio”. Y tampoco la hemos encontrado en la Ley de Propiedad Intelectual que el Congreso Español ha enviado al Senado, y que, previsiblemente, será aprobada antes del 31 de diciembre de 2014. Por algo será…
En la Antigüedad, el concepto de plagio surgió con el comienzo de la esclavitud y era plagiario aquél que poseía siervos en propiedad, como si fuere una cosa. En el siglo I de nuestra Era, Marcial utilizó por primera vez el término en otro sentido, acusando a Fidentino de poeta plagiario, por haberle copiado versos y presentado como suyos. A partir de ese momento, se extendió el calificativo de plagio a toda apropiación indebida de un texto literario, considerándolo un delito de hurto, primer indicio de lo que hoy entendemos por propiedad literaria.
Con la invención de la imprenta, se simplificó la reproducción de los libros y apareció la piratería. El trabajo que suponía reproducir muchos ejemplares de un mismo texto era nimio comparado con el beneficio que se obtenía vendiéndolo, sobre todo, cuando el Renacimiento despierta el interés de las clases privilegiadas por el conocimiento de los textos clásicos. Así se explica la intervención de los príncipes para conceder licencias de explotación —con el consiguiente abono de alcabalas— y proteger al impresor —que no al autor— de la competencia de réplicas no autorizadas, además del interés que tenía la Iglesia en evitar desviaciones de la ortodoxia oficial.
Así, poco a poco, en la Edad Moderna, se va configurando el régimen jurídico del plagio como el acto de copiar libros y hacerlos pasar como  propios, aunque las licencias se concedían a los talleres de impresión. El estatuto de la Reina Ana (1710), en Inglaterra, fue el primer intento de legislar sobre derechos de autor, si bien su intención seguía siendo la de proteger a los libreros. Pero, poco a poco, se fueron concediendo a los autores privilegios de exclusividad para editar sus propias obras, en detrimento de los gremios que pretendían conservar de su monopolio.
A partir de ahí, los países de Occidente siguieron su ejemplo y adoptaron medidas más o menos estrictas para proteger la creación literaria, entendiendo que la paternidad que el autor posee sobre la obra nacida de su inteligencia es un derecho de naturaleza espiritual que le corresponde, cuya usurpación por otro sin su consentimiento es un delito. El autor escribe un libro y luego lo imprime —o hace un ebook—, para que el público lo compre, lo lea y disfrute de él. El lector es así propietario del libro para su uso personal, pero nada más que para eso. Tiene autorización para leerlo, pero no puede copiarlo ni difundirlo —tan sólo volverlo a vender—, ya que ese derecho corresponde íntegramente al autor o a su concesionario.
Esta limitación en el uso de un bien adquirido en condiciones legales ha generado lucubraciones jurídicas acerca de su aplicación, que no vienen al caso. Sólo consignar que la propiedad intelectual presenta el carácter general de un bien material —como la posesión de un automóvil—, que otorga a su propietario el derecho a disponer de él con absoluta libertad, y el carácter especial que corresponde a un bien incorporal, que necesita materializarse para entrar en el mercado y generar beneficios a su creador.
Precisamente, por este carácter especial que poseen los libros —igual que cualquier otra creación artística—, hubo que desarrollar una legislación propia para su protección. En el ámbito anglosajón, surgió el término de copyright y en Europa el de derecho de autor, dos conceptos que, si bien coinciden en lo fundamental, presentan una diferencia importante: El primero tiene una finalidad más mercantilista, ya que defiende, sobre todo, el derecho patrimonial o económico, de carácter enajenable, para obtener beneficios por la explotación de la obra, mientras que el segundo reconoce además el derecho moral , de carácter irrenunciable e inalienable, que el autor posee a divulgar su obra, al reconocimiento de la autoría de la misma, al respeto a la integridad, a su modificación, a la retirada del comercio y el derecho al acceso del ejemplar raro, con lo cual el legislador ha querido diferenciar dos tipos de delitos:
1.- La piratería, que viola siempre el derecho patrimonial, bien sea por reproducción, bien sea por su posterior distribución.
2.- El plagio, que vulnera el derecho moral, por ser el hurto de un bien inmaterial, aunque pueda no tener consecuencias crematísticas.
Si bien la piratería es un concepto inequívoco, no ocurre lo mismo con el plagio, cuya definición es ambigua y se presta a numerosas interpretaciones. El diccionario de la Real Academia Española dice: ”Plagiar equivale a copiar sustancialmente una obra dándola como propia”. Y el Código Penal tampoco concreta demasiado. El Tribunal Supremo, en sentencia de 23/3/1999 señala que “plagiar es todo aquello que supone copiar obras ajenas en lo sustancial, sin creatividad propia, aunque se aporte cierta manifestación de ingenio. El plagio puede ser encubierto pero fácilmente detectable al despojar la obra de los ardides o ropajes que la disfrazan. Sin embargo, no procede confusión con todo aquello que es común e integra el acervo cultural generalizado. En suma, el plagio ha de referirse a coincidencias básicas y fundamentales, no a las accesorias, añadidas, superpuestas o no transcendentales”.
Ante definiciones tan imprecisas, si nos preguntamos qué es el plagio y cómo se reconoce, será difícil que respondamos de forma clara y contundente, aunque luego, ante un caso práctico, seamos capaces de discernirlo sin demasiado esfuerzo, justificando nuestro juicio en alguna apreciación estética. Por una parte, calificaremos la originalidad de la obra encausada, tras investigar tanto el fondo —la composición —como la forma —la expresión—, y por la otra, la intensidad, es decir, cuánto del texto plagiado se repite y qué grado de modificación ha sufrido.
Es verdad que el plagio es una falta imperdonable que todo escritor debe evitar. Pero eso no le impide acometer asuntos tratados anteriormente —al contrario, la colectividad se lo exige—, siempre que cumpla determinados requisitos y no perjudique los intereses de los autores que le precedieron. “Todo está escrito”, dijo Mario Benedetti en 1983, y Félix de Azúa lo ha confirmado en su libro Autobiografía de papel: “la poesía y la novela literaria han muerto“. Hagamos lo imposible para resucitarlas

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