Harold Bloom: "El valor literario nunca es establecido por un crítico"
A los 82 años continúa siendo una de las figuras más influyentes de la literatura mundial. En esta entrevista reniega de su poder como mandarín cultural, confiesa su predilección por César Vallejo y Gabriela Mistral, afirma que Nicanor Parra merece el Nobel y descalifica el realismo mágico como "un disparate"
Por Paula Escobar Chavarría
Bloom dice que quizás no habrá libros impresos dentro de veinte años. Que el mundo como lo conocemos se está acabando. ''Habrá lectores, pero será diferente''. Foto: Corbis
La música clásica se escucha desde afuera. Son las dos de la tarde en New Haven. Cerca de la calle Whitney, en uno de los más bonitos y tradicionales barrios de esta ciudad -sede de la Universidad de Yale-, vive una leyenda de la crítica literaria, Harold Bloom.La belleza de los árboles en el fin del otoño, la rusticidad elegante de su casa, de tres pisos y madera; la puerta sin llave, un auto antiguo en la puerta. La música que lo acompaña siempre. Son presagios de quien está más allá de la puerta, y grita "entre, está abierto", adivinando quién viene, sin miedo a nada.
Se para con su bastón, le cuesta caminar a sus 82 años, y se sienta de nuevo en su lugar favorito, la cabecera de la mesa de comedor, llena de libros, cartas y hojas amarillas de bloc, donde anota sus clases; los poemas que les dará a leer a sus alumnos y su agenda, que maneja con celo. Con una mano en el teléfono -no le gusta el mail sino el teléfono- y otra en su lápiz, anota cada compromiso y va revisando sus meses venideros. Aunque ya no tiene la vida vertiginosa de antes, sigue dando clases dos veces por semana. Este semestre brinda un curso sobre Shakespeare, y otro de poesía. Y recibe a sus alumnos durante la semana, en grupos de dos o tres, mientras la energía no se le agota.
Habla lento, pausado, a veces como susurrando, en un inglés perfecto y bien pronunciado, eligiendo cada palabra con precisión. Ofrece té y galletas, lo mismo que les prepara a sus alumnos. Su mujer por más de 50 años, Jeanne, atractiva, elegante, discreta, aparece y saluda. "Voy a dar un paseo", dice y se despide. Bloom se queda mirándola mientras se va.
Nacido en Nueva York y criado en el Bronx, Harold Bloom ha tenido una influencia inusitada en la escena literaria. Ha publicado más de 20 libros, traducidos a más de 40 idiomas, entre ellos La angustia de las influencias , Anatomía de la influencia y Shakespeare: La invención de lo humano . No sólo es uno de los intelectuales que más ha estudiado a Shakespeare, sino también la influencia de éste y otros autores sobre los demás. También, a través de su libro El canon occidental , ha sido figura clave en decidir quién está en el Olimpo literario mundial y quién no. Ganador de la beca para "genios", MacArthur Fellowship, en 1985, es Sterling Memorial Professor de la Universidad de Yale hace 57 años.
-¿Volvería a escoger a los mismos latinoamericanos en su canon occidental?
-No. No. Fue arbitrario. Yo quería escoger a dos autores latinoamericanos escribiendo en español profundamente influenciados por Walt Whitman. Si tuviera que hacerlo de nuevo ahora, probablemente incluiría a César Vallejo, que pienso que es mejor poeta que Neruda. Neruda, en sus mejores momentos, es destacable. Y Borges es un caso muy especial. Sus mejores trabajos no fueron poemas.
-¿Cuáles fueron?
-Esos extraños cuentos, que, a pesar de eso, los encuentro un poco repetitivos. Siguen cierto modelo. Él fue un escritor derivativo. Y tuvo la brillantez de ocultar eso enfatizándolo.
-¿Y qué pasa con Neruda?
-En su mejor momento evoca a Whitman. Pero es infrecuente. Vallejo es más interesante.
-¿Usted conoció a Neruda?
-No, no.
-¿Cómo lo descubrió? ¿Después del Nobel?
-No, ya lo estaba leyendo. Tenía varios amigos que lo leían, incluyendo a uno que lo tradujo.
-Y aparte de Vallejo, ¿algún otro escritor latinoamericano que incluiría en el canon?
-Probablemente Gabriela Mistral. Tiene autenticidad, porque es sombría... lo que es muy bonito. (Piensa un rato, mira por la ventana.) Octavio Paz es probablemente mejor poeta que todos ellos. Paz, en sus grandes momentos, es destacable.
-¿Se conocieron bien?
-Sí, nos conocimos bastante. Gran poeta, hombre muy extraño. Tenía ideas muy raras.
-¿Cómo cuáles?
-Creía en el yoga tántrico.
-¿Cómo lo supo usted?
-¡Él me dijo!
-¿En serio?
-Claro. Se había casado con una señora de la India, y decidió... me ruboriza decir esto, estoy muy viejo . -Sonríe-. Él pensaba que sus ideas sobre yoga tántrico podrían liberar su sexualidad. Muy extraño. Muy mesiánico. Ciertamente un maravilloso poeta. Su libro Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe es maravilloso. Probablemente lo mejor que escribió.
-¿Cuál cree usted que es la contribución de la literatura latinoamericana? ¿Qué piensa, por ejemplo, del realismo mágico?
(Carraspea y mira fijo, moviendo la cabeza) -Al novelista mexicano Juan Rulfo lo encuentro mucho más interesante que al tardío García Márquez o Cortázar. Rulfo era muy interesante. Pero el realismo mágico es un disparate. La idea es tonta. Es la descripción del futuro de la fantasía, que pasa a través de todas las edades y religiones. No fue bueno.
-¿Por qué cree que fue tan exitoso como tendencia en Estados Unidos y Europa?
-Las modas suben y bajan... de la misma manera que los vestidos y faldas de las mujeres suben y bajan... No significa nada. En una perspectiva más larga no importa.
-Pero hizo una gran diferencia en los escritores latinoamericanos que fueron catalogados dentro de esta tendencia.
-Claro, ciertamente les ayudó a tener un público.
-Hablemos de Nicanor Parra, a quien usted ha elogiado ¿Por qué le gusta?
-Bueno, los suyos no son antipoemas, como dicen, son poemas. Son meditaciones, a veces alegres, pero frecuentemente muy plañideras y tristes. Y él tiene mucho autoconocimiento, conoce sus propias limitaciones. Ha tenido muchas experiencias de vida. ¡Quizá unas cuantas mujeres!
-¿Usted ha conocido a Parra?
-No. Hemos hablado por teléfono y cartas.
-¿Usted cree que Parra merece el Nobel?
-No se lo darán, porque Mistral y Neruda lo tuvieron. No creo que premien a un tercer poeta chileno. Pero sí, él se lo merece. Su poesía es vibrante e interesante. Pero no se lo darán.
-Tiene una tradición muy distinta de la de Neruda y Walt Whitman.
-Hay un toque de Walt Whitman. Él me ha dicho que está muy interesado en Whitman... supongo que tradiciones francesas como el surrealismo y el dadaísmo tienen algo que ver con sus inicios. Tiene mucho humor... Pero no le darán el Nobel. Eso es muy malo
A través de su ventana se ve el invierno por venir en Connecticut. El frío que comienza a calar hondo, las ardillas que lo evaden en los troncos, hojas doradas en el suelo y muchas flores. En su mesa, un jarrón de rosas blancas. Y muchos libros, algunos ordenados y reverenciados, otros en total desorden, lo rodean. Mientras habla a veces se toca los ojos, tratando de encontrar las palabras, o quizás espantando la fatiga que lo amenaza siempre. Dice que duerme poco y a saltos, que no tiene mucha energía, que vive exhausto. Sin embargo, nada de eso es coherente con su agenda, que mira en su mano, llena de clases, visitas de alumnos, viajes a Nueva York. Es como si espantara el fantasma del cansancio invocándolo a cada rato.
-¿Cómo se siente ser el más influyente y controvertido crítico de nuestro tiempo, según The New York Times?
-¡No sé de quién estás hablando! -Se ríe.
-Debe ser una enorme responsabilidad...
(Niega con la cabeza) -¡Es ridículo!, es como si yo te dijera: ¿cómo te sientes al ser tú? ¡Es sólo tu vida!
-Pero The New York Times...
-¿Y a quién le importa lo que dicen? Pasados los 80, ya no te preocupas de esas cosas. ¿Para qué?
-¿Cómo ha vivido con ser la voz que decide quién tiene valor literario o no?
-Nadie puede hacer eso. El valor literario nunca es establecido por un crítico particular o un grupo de críticos. El valor literario se establece por generaciones de poetas, novelistas y dramaturgos que han tenido que luchar contra la influencia de escritores particulares, una influencia que consideran ineludible. Y haciendo eso, establecen su valor. Realmente no importa lo que dices de ellos.
-Usted ha sido un crítico muy influyente.
-La única influencia que he tratado de tener o que realmente he tenido es que éste es mi 57o año como profesor. Desde que estuve enfermo, hace cuatro años, ya no doy charlas ni conferencias. Sólo enseño a este grupo de doce jóvenes seleccionados. Vienen aquí uno a uno, o en grupos. Eso es lo único que importa, la influencia en el futuro, pero es impalpable, no se puede saber realmente.
-Usted ha vivido dedicado a la literatura. Si volviera atrás, ¿haría lo mismo?
-¿Te refieres a la misma profesión? Creo que yo, claramente, iba a ser un profesor.
Cuenta que desde joven leía y reflexionaba sobre los poemas. Fue un niño precoz y literario. Pero dice que con los años se ha degenerado su disciplina de estudio. Ha escrito -y mucho- sobre lo que denomina "la escuela del resentimiento", que para él implica que la literatura no se lee desde la literatura misma, sino desde otras disciplinas, como la antropología o los estudios feministas. "Ver la belleza y el poder del lenguaje y el pensamiento ha sido reemplazado por preguntas relativas al género, la orientación sexual, teorías estructurales y posestructurales... y disparates de todo tipo. Ha degenerado en una parte de la ciencia social, así que no estoy seguro de que lo hubiera elegido. Profesor hubiera sido. Quizá me habría convertido en un profesor de historia de las religiones, pero no sé qué habría hecho. Especialmente cuando queda tan poco tiempo."
Dice que quizá no habrá libros impresos de aquí a 20 años. Que el mundo como lo conocemos se está acabando. "Habrá lectores, pero será diferente. Y las universidades también serán diferentes. La persona hablando y la persona escuchando nunca se encontrarán. Cuarenta mil personas a la vez. Ésa no es mi idea ni lo que yo hago. Es todo distinto de lo que he hecho, que he enseñado uno a uno a mis alumnos. ¡Así es que soy un dinosaurio!"
Sus clases son los miércoles y jueves en uno de los edificios más lindos e históricos del campus de Yale. Una gran mesa de madera antigua, rodeada de sillas nobles y antiguas, y un pizarrón del estilo clásico, negro y con tiza blanca. Su docena de elegidos se sienta alrededor, él en la cabecera, y hay un alumno que hace las veces de ayudante, siempre a su derecha. Llega temprano, alrededor de la una, con un bolso azul con sus libros, los textos que se analizarán en clases, una botella de agua y una bolsa Ziploc con nueces. Cada hora hace un pequeño recreo, se levanta con su bastón, camina y vuelve.
Tiene una memoria prodigiosa. Se sabe, desde la segunda clase, todos los nombres de sus alumnos. Los llama " child ", " children ", los trata como hijos o nietos, más bien. Los incita a dar sus opiniones, sus análisis de escritores complejos, como Shakespeare, Whitman, Melville o Emily Dickinson. Sólo cuando los alumnos han hablado bastante, él da su visión. Su palidez contrasta con la firmeza de su voz y sus ideas. Mira hacia el frente y comparte su mirada sobre lo leído, sus anécdotas también, sus cavilaciones acerca de autores que ha estudiado. Cada comentario de los alumnos lo agradece, y los hace leer en voz alta a todos. "Inspira profundamente y lee, Max", dirá, mientras uno de sus alumnos predilectos lee a Whitman o a Dickinson. Max estuvo enfermo algunas semanas, y Bloom le dio clases vía Skype. Cuesta imaginar lo que cuenta el mismo Bloom, que antes fue un profesor severo, capaz de decirle a un alumno que su trabajo era tan malo que no merecía calificación.
-¿Cuánto ha cambiado como profesor?
-Cuando empecé, antes de operaciones de todo tipo, del corazón y otros desastres, hablaba mucho en clases. No podía dejar de hablar. Sentía que tenía tanto que decir... Me tomó muchos años aprender a quedarme callado y escuchar. Ya no tengo esa energía tampoco. Hablo lo menos posible y los estimulo a que hablen ellos. Creo que sólo en los últimos años me he transformado en un buen profesor. Conozco mucho las materias de las que hablo, y sobre todo estoy interesado en mis alumnos, quiero verlos convertirse en sí mismos. No tengo nietos. No tendré nietos. Y algunos de mis alumnos se convertirán en nietos. Quizás debiera haber dejado de enseñar, pero no quiero. Cuando viene el mal tiempo, lo más frecuente es que la clase sea en esta casa. No es fácil.
-¿Qué habla con sus alumnos cuando lo vienen a ver?
-Lo que más hago es escucharlos. Pero no quiero entrometerme en sus vidas personales.
-Pero le pedirán consejos, ¿no?
Yo no tengo sabiduría. Sé donde la puedes encontrar. La puedes encontrar en Shakespeare, Cervantes o Dante, ahí puedes encontrar sabiduría, partes de la verdad. Además, yo estoy más y más consciente de mis propias limitaciones. La vida no funciona deseando mucho algo y obteniéndolo. Con los años ves los monumentos rotos de tus grandes deseos.
-¿Cómo funciona la vida, entonces?
-Simplemente no funciona así... Además, crecí emocionalmente muy despacio. Antes de conocer a Jeanne, me enamoraba cada día de alguna mujer joven. Todo muy confuso. Yo no creo que los remordimientos sean algo bueno para la gente. ¿Tú tienes arrepentimientos? Creo que todos queremos sentir que hemos triunfado en algo, pero yo no siento eso.
-¿Por qué?
-Ni siquiera un poco. A nuestros hijos no les ha ido bien. Jeanne y yo seguimos aquí, pero es porque ella ha sido paciente y sabia. Yo no era ni un buen esposo ni buen padre. Sólo en los últimos años me he convertido en un buen profesor y no tengo ninguna ilusión sobre lo que escribo. Desaparecerá.
-Pero usted ha escrito decenas de libros.
-No importan. En 50 años nadie sabrá quién fui. No es que me afecte. Sólo espero tener unos siete u ocho años más, seguir enseñando, escribir un poco más. Estar en la compañía de Jeanne. Cuando era joven yo tenía sueños de felicidad, como todos. Pero es un juego, eso no pasa. Incluso la gente más talentosa, como Wallace Stevens, no era feliz consigo misma.
Se escucha un ruido en la puerta. "¿David? Entra, hijo." David, alumno brasileño de menos de 20 años, entra y lo saluda. Ayer vino con sus padres a ver al profesor y tocó el piano para todos. Bloom llama a su mujer, le dice que David tocará de nuevo. El joven se sienta al piano, algo intimidado. Harold Bloom permanece sentado frente a la mesa. Jeanne, sonriente y sentada en una silla reclinable cerca del piano, cierra los ojos y escucha..
Fuente:
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Artículos y entrevistas. Literatura, Lo Mejor de la Web, Textos de Narrativa y Poesía
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miércoles, 9 de julio de 2014
domingo, 17 de agosto de 2008
Cómo se lee la literatura
Los autores de Dios
Cómo se lee la literatura
En su libro Cómo leer y por qué, Harold Bloom ofrece una serie de principios para la lectura literaria tal como entiende que debe practicarse:
• Soledad. Inicialmente, la literatura era leída en voz alta, ante un auditorio, y la palabra escrita no era autónoma, sino un mero apoyo de la palabra hablada. En cambio, la lectura tal como la practicamos en la actualidad es una actividad solitaria. Quizá, como señala Borges, el cambio se dio a finales del siglo IV, con el comienzo de la lectura silenciosa. En el Libro seis de sus Confesiones, san Agustín cuenta con asombro cómo san Ambrosio leía en soledad y sin pronunciar las palabras en voz alta.
• Egoísmo. Uno lee para sí mismo, para fortalecer el yo, no para mejorar ni mucho menos convertir a los demás. La utilidad social no es una medida adecuada del valor del acto de leer. El conocimiento que la lectura ofrece no es ante todo un conocimiento de la sociedad que produjo el libro, sino del yo que lo lee.
• Placer. La lectura es un acto placentero, se lee por placer y no por deber, y por eso, señala Bloom, los moralistas sociales «de Platón a nuestros actuales puritanos de campus» han reprobado los valores de la lectura hedonista, es decir, estética. «No hay ética de la lectura», señala el autor. Aunque, aclara, el placer de la lectura es un placer difícil, que requiere cualidades de educación, entrenamiento, sensibilidad e inteligencia no habituales.
• Contemporaneidad. En Aspectos de la novela, el escritor británico E. M. Forster propone leer «exorcizando el demonio de la cronología», suponiendo que todos los escritores escribieron sus novelas al mismo tiempo, que están sentados en una habitación circular, escribiendo sus obras, y que miramos por encima de sus hombros para ver qué escriben. Forster propone leer como leen los escritores: a un escritor sólo le interesa lo que puede incorporar a su propia obra, y no se preocupa tanto por «recuperar el sentido original» del texto que lee. La lectura historicista, en cambio, al sostener que la obra sólo puede ser comprendida en función de su época y sus circunstancias (algo en general sólo asequible al lector académico o especializado) sólo consigue alienar al lector común, haciéndole sentir «que no sabe leer». Pero es justamente la lectura desde el presente, desde el hoy, desde las circunstancias siempre cambiantes y re novadas del lector –más que desde las circunstancias del autor, la que produce sentidos nuevos, la que interpreta mal: la que constituye, así, una lectura fuerte. Así leen los escritores y así, también, pueden leer los lectores comunes. La lectura historicista sería, en cambio, una forma de lectura débil.
• Ironía. Un buen escritor de literatura nunca expresa una sola cosa: la frase puede estar diciendo explícita mente una cosa e implícitamente otra; la forma se contradice con el contenido, lo califica o lo relativiza; los personajes pueden afirmar una cosa y el narrador otra, o puede haber una brecha entre lo que entienden los personajes y lo que indica la resolución de la acción. El modo de la literatura es, pues, la ironía: y la lectura literaria es así irreconciliable con cualquier forma de dogmatismo, ya que el dogmatismo no admite la ironía. La ironía se relaciona también con otras características de la literatura: con su carácter abierto (a interpretaciones diversas y hasta incompatibles) y con el humor. El humor implica una relativización, la duda, la suspensión de una serie de valores: la risa es abierta por naturaleza. La lectura dogmática, en cambio, es siempre seria: una lectura que no sabe reír.
Lectura literaria y lectura dogmática. Bloom está así definiendo un patrón de lectura literaria, es decir estética y cognitiva, en oposición a la lectura dogmática, sea este dogmatismo de índole religioso-moral o político-ideológico. La lectura religiosa es, en ese sentido, la antítesis de la lectura literaria. Repasando los puntos anteriores:
• En la lectura religiosa el que lee no es el individuo, sino la colectividad: buscar sentidos individuales en un texto religioso equivale a destruirlo como tal. De hecho, la religión católica durante mucho tiempo desaconsejó, o directamente prohibió, la lectura en solitario de los textos sagrados, y fue necesaria la Reforma para que el lector recuperara su contacto individual con la Biblia como libro.
• La lectura religiosa de un texto supone buscar en él pautas para el mejoramiento material o espiritual no sólo del individuo sino de la comunidad. La lectura en clave religiosa no se agota en el acto de la lectura: para completarse debe resolverse en prácticas y conductas concretas.
• La lectura de textos religiosos no se plantea la cuestión del placer: se lee por deber, y en general sobre todo con los niños de manera compulsiva, repetitiva, agotadora: se diría que se busca el displacer de la lectura como modo de disciplina. Y luego la lectura es examinada por ejemplo, en el catecismo por una figura de autoridad que corrige sistemáticamente las «interpretaciones erróneas».
• La lectura religiosa, más que contemporánea, es atemporal: el «sentido correcto» ha sido fijado en el pasado y pertenece, de allí en adelante, al orden de lo eterno e inmutable.
• Por último, y sobre todo, la lectura religiosa es absolutamente hostil a la ironía. Para ella no hay, en lo sustancial, ninguna diferencia entre ironía y blasfemia.
Lectura religiosa y lectura política. La lectura dogmática política o ideológica comparte con la religiosa la mayoría de las características citadas. La principal diferencia radica en su historicidad. La lectura política es histórica en el sentido de que intenta siempre reponer las condiciones de producción del texto como garantía de su sentido: para entender a Shakespeare habría que conocer a fondo la historia, las costumbres, la organización económica, social y política de la Inglaterra isabelina y jacobina.
Lectura literaria y herejía. Por todo lo dicho es indudable que para poner a prueba los principios de lectura literaria –creativa e imaginativa– Bloom debía aplicarlos a alguno de los textos que privilegian el modo de lectura dogmática: los textos religiosos. Leer el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento o el Corán como textos literarios será la prueba de fuego para el modo de lectura que Bloom promueve.
En La angustia de las influencias, Bloom compara la mala lectura de los textos literarios con la herejía en la lectura de los textos sagrados. La herejía es una forma de mala interpretación y por tanto de lectura fuerte, pero es necesario aclarar que hay una diferencia fundamental. La herejía propone reemplazar un modo de lectura dogmático por otro: por ejemplo, a la concepción dogmática de la Santísima Trinidad como coexistencia de tres personas en una, la herejía del arrianismo propone que hay una preeminencia del Padre sobre el Hijo y del Hijo sobre el Espíritu Santo. En realidad, se trata de un choque entre dos verdades que se conciben como absolutas y cerradas, y tras una serie de luchas por el poder una de ellas emergió victoriosa: ésta se convirtió en dogma y la otra en herejía, pero podría haber sido al revés. La lectura estética no se propone reemplazar un dogma por otro, sino cambiar el modo de lectura: abrir el espacio de lectura a todas las herejías posibles, fomentarlas. Una lectura que produzca solo herejías, sin que ninguna logre imponerse a las demás y constituirse en dogma, es el espacio utópico que Bloom propone para la lectura literaria.
Los riesgos de la lectura estética
Rushdie, Scorsese, Bloom. Este conflicto entre lectura estética y lectura religiosa se agudizó de manera dramática en 1989, cuando la teocracia que gobernaba Irán pronunció una condena a muerte de alcance mundial –o fatwa– sobre el escritor Salman Rushdie, quien habría ofendido a la fe musulmana en su novela Los versos satánicos (1988). En su novela, Rushdie reinterpreta de manera libre ciertos episodios de la vida del profeta Mahoma en el Corán. La sección más ofensiva de Los versos satánicos trata del coqueteo de Mahoma con la posibilidad de introducir tres deidades femeninas en el panteón musulmán, en el nivel de los arcángeles, y de su posterior repudio de los versos que consagraban esa opción, denunciándolos como «de inspiración satánica». Como señala el mismo Rushdie en los artículos donde defiende su novela, fue una manera indirecta de condenar el sometimiento y la discriminación de la mujer en la sociedad musulmana. De también es la película La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, que se centra en las tentaciones terrenales de Cristo e incluye una polémica escena que lo muestra haciendo el amor con María Magdalena. Si bien Scorsese no fue explícitamente condenado a muerte, su película enfureció a fundamentalistas católicos y protestantes, siendo condenada y combatida, además de censurada, en diversos países. Sacudidos así musulmanes y cristianos, le tocaba a Bloom hacer lo propio con los judíos, y escribe, en colaboración con David Rosenberg, El libro de J., que es básicamente una lectura de la Biblia judía, en concreto de sus primeros cinco libros, conocidos como la Tora o Pentateuco, en clave estética o literaria. ¿Cómo se lee la Biblia si la leemos como leemos Hamlet, El Quijote o Crimen y castigo? ¿Qué sentidos aparecen, qué sentidos desaparecen? ¿En qué libro se convierte?
Y la mujer creó a Dios. Harold Bloom, que abre con El libro de J. su período de acercamiento al mercado masivo de lectores, se decide por una estrategia de gran impacto que recuerda a la de Salman Rushdie. Imagina, o encuentra, una metáfora que marque sus diferencias con la lectura dogmática: afirma que quien escribió las partes de la Tora conocidas como «El libro de J» no sólo es un autor humano e individual y no divino, o colectivo de una alta sensibilidad literaria y de temperamento irónico. El autor de «el libro de J» sería, además, una mujer. Bloom la imagina viviendo y educándose en tiempos del rey Salomón y escribiendo hacia el año 900 a.C., en tiempos del hijo de aquél, Roboam. Los argumentos de Bloom (por ejemplo, la mayor importancia relativa que le da a la creación de la mujer, sus preferencias por la organización familiar antes que por la institucional, la actitud maternal que manifiesta hacia el «travieso» Yahvé) no son muy convincentes. Pero el poder de marketing de la tesis según la cual «el autor de la Biblia es una mujer» inundó los medios periodísticos y logró que el libro fuera muy leído y comentado. La hipótesis sobre el sexo de J fue el caballo de Troya dentro del que viajaba la tesis central del libro: que J (hombre o mujer, lo mismo da) no fue un autor religioso, sino literario; y que su Yahvé es más una imagen coherente de Dios, uno de los personajes más fascinantes y contradictorios de la literatura.
La Biblia como texto literario
Los autores de la Biblia. Para la religión judía o cristiana la pregunta sobre el autor o autores de la Tora no solo carece de relevancia sino que es improcedente: la tradición normativa, o religiosa, afirma que el único autor de los primeros cinco libros de la Biblia judía, o Antiguo Testamento (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio) es Moisés, que los recibiera por revelación divina en el monte Sinaí. Los historiadores, en cambio, identifican varios redactores: J o el Yahvista, E el Elohísta, P el Autor Sacerdotal y R, el Redactor, que fusionó los textos anteriores, borrando así muchas de las marcas estilísticas y conceptuales que permitían diferenciarlos.
La lectura de Bloom se apoya en esta hipótesis de los documentalistas, pero le agrega sus propios criterios de lectura estética. Desde el punco de vista estético, Bloom distingue dos grandes voces: una individual e idiosincrásica, una voz de autor literario: la voz de J; y una voz compuesta, comunitaria, normativa, más atenta a los valores religiosos y a la tradición compartida, la voz compuesta de E, P y R. De todos ellos, J es el primero, y los siguientes trabajan sobre su obra, reescribiéndola y normativizándola, ahogando la voz del autor en la voz del dogma. La Biblia, entonces, comienza para Bloom como un texto literario que la lectura y la sobreescritura religiosas van convirtiendo en otra cosa, en un texto sagrado. Pero el texto literario no desaparece: bajo la forma de escenas cómicas, ironías e inconsistencias, fragmentos de El libro de J original han sobrevivido en la versión que ha llegado a nuestras manos. La tarea que Bloom, el comentarista, y Rosenberg, el traductor, se proponen es, como la del arqueólogo, la de identificar y exhumar estos restos e intentar reconstruir de la manera más completa posible su forma original.
Un personaje llamado Dios. El libro de J es notable por su alcance y variedad. Empieza con la creación de Adán y llega hasta la muerte de Moisés, contando en el camino las historias de Caín y Abel, Noé, la Torre de Babel, Abraham, Isaac y Rebeca, Jacob y Raquel, José y el éxodo. Pero hay una figura que unifica y liga este conjunto: Yahvé, el Dios del libro de J. En el Pentateuco Dios suele nombrarse de dos maneras: Yahvé y Elohím, y este fue el criterio para darle nombre a dos de los redactores: J usa el nombre Yahvé (o Je hová) y E utiliza sistemáticamente el nombre Elohím. Pero la diferencia, señala Bloom, es más profunda. Elohím corresponde a la idea de Dios que ha consagrado la tradición judeocrisriana: una entidad sin rasgos humanos, gaseosa, abstracta, cuyos principales dones son la santidad, la pureza y la bondad. Yahvé, en cambio, es un Dios arbitrario y caprichoso, poseedor de rasgos físicos y hasta de una psicología humana. Elohím es una entidad religiosa, y en el texto bíblico actúa como un concepto o un principio que ordena la acción y le da sentido a la historia. Yahvé, en cambio, es un personaje que interactúa directamente con los otros personajes, ángeles y humanos (Adán, Eva, Abraham, Moisés). Más aún: es el personaje principal, el protagonista de El libro de J.
El Dios de J es, en suma, un dios antropomórfico, y sus rasgos humanos se manifiestan de diversas maneras. Por un lado, en lo físico: en el Génesis, Yahvé «anda por el huerto entre las brisas de la tarde», en la escena del «picnic» de Mambré Yahvé se aparece con dos ángeles y los tres se sientan a la sombra de los árboles y disfrutan del almuerzo de ternera, requesón, panecillos y leche que les trae Abraham. Luego se levantan y Abraham «les muestra» el camino hacia las ciudades de la llanura (resulta casi ridículo pensar en un Yahvé que no sabe donde queda Sodoma). Pero es en su psicología donde se acentúan los rasgos humanos es decir, literarios– de Yahvé. El Yahvé de J resulta interesante porque se parece a nosotros, es más emocional que racional, es irascible y caprichoso. Como los dioses griegos, interactúa con los personajes humanos, les habla, discute con ellos, caprichosamente les da y les quita, castiga y recompensa. Quizá el episodio más característico sea aquel en el que Abraham regatea con Yahvé la suerte de las ciudades de la llanura:
Abram se acercó: «¿Destruirás al inocente con el des preciable? Si en la ciudad hay cincuenta justos, ¿lo mismo la destruirás? ¿No te detendrás por los cincuenta inocentes?
»Prohíba el cielo que des esto a luz, borrar al inocente con el despreciable, como si sinceridad y desprecio fueran iguales. ¿Es posible no lo permita el cielo que tú, juez de toda la tierra, no traigas justicia?»
«Si encuentro en la ciudad cincuenta inocentes», dijo Yahvé, «por causa de ellos dejaré en pie el lugar.»
«Te ruego que oigas», apremió Abram. «He imaginado que podía hablar con Yahvé: yo, mero polvo y cenizas. Quizás de cincuenta justos faltaran cinco. ¿Destruirías por ellos una ciudad entera?»
«No la abatiré», dijo Yahvé, «si encuentro cuarenta y cinco».
Pero él halló más que decir. «Supón», apremió, «que encuentras cuarenta». Y él dijo: «Por causa de esos cuarenta no obraré.»
«Te ruego, mi señor, no te enojes», continuó él, «si aun hablo más. Supon que encuentras treinta...» .
El tira y afloja sigue hasta que quedan diez: si encuentra a diez justos en la ciudad de Sodoma, Yahvé la perdonará. La lectura de Bloom tiene como primera virtud leer el pasaje como un elaborado chiste judío, y producir deleite allí donde la lectura dogmática sólo genera enseñanza y tedio. Pero hay más: Abraham, la criatura de polvo y cenizas, no está suplicando: le está dando a su Dios lecciones de justicia y moral. Se está mostrando más misericordioso, más ecuánime, más maduro en suma, que su propio dios. Y su Dios, lejos de recordarle que su voluntad debe ser aceptada aun sin ser entendida, y que sus caminos son insondables para el limitado entendimiento humano, le da la razón. Abraham, más que tratar de encender, trata de explicar; más que suplicar a un ser superior, trata de convencer a un niño petulante y caprichoso; y como haría cualquier padre en una situación así, va por partes. Y Yahvé concede, pero a regañadientes, como un niño que sigue con ganas de destruir la ciudad de todos modos pero no sabe como rebatir las razones de los adultos. Algo parecido sucede con la destrucción de Babel: en la lectura que hace Bloom del episodio, Yahvé parece más un niño que destruye en la playa el castillo de otro niño por envidia que un dios sentando principios morales para su creación. Lo fundamental, insiste Bloom, es que todo esto no implica que J esté tratando de transmitirnos otra teología, otra versión sobre la divinidad. El interés de J es literario, no religioso; la escena del regateo entre Abraham y Yahvé es poderosa en sí misma, tiene suspense, tiene su lado cómico y hasta grotesco: y esto es lo que la justifica.
En el centro de la Biblia, lo que es decir en el origen de nuestra cultura, nos dice Bloom, hay una paradoja central: un personaje literario ha sido deificado y se ha convertido en piedra de toque de todos nuestros principios y valores. Esto nos parece natural porque dos mil años de teología normativa nos han acostumbrado a ello, pero imaginemos una religión cuyo dios fuera el Hamlet de Shakespeare, el don Quijote de Cervantes o el Raskólnikov de Dostoievski y estaremos más cerca de comprender lo que ha sucedido con el Yahvé de J. Padres sometidos a los caprichos de un niño omnipotente, ésta es la imagen irónica de Dios que J habría legado a la posteridad, y que la teología y el dogma cometieron el error de tomarse demasiado en serio. La civilización occidental estaría, así, basada en un chiste no encendido por aplicar los principios de la lectura dogmática a un texto literario. «Podemos suponer», señala Bloom «que la historia de la teología occidental está obsesionada por la inasimilable personalidad de Yahvé; esta obsesión puede ser la fuerza que aún impulsa la teología». Así como la esquiva e inasible personalidad de Hamlet es una de las fuerzas que impulsan a la crítica literaria, el Yahvé de J impulsa a la teología justamente porque es un personaje literario, no teológico, y la teología no logra reducirlo a una figura coherente y manejable. Yahvé, además, como todo personaje literario complejo, y a diferencia del dios perfecto e inmutable de las religiones monoteístas de Occidente, va cambiando: a lo largo de la obra se vuelve cada vez más irascible e inseguro; durante el éxodo se le va acabando la paciencia, y la pierde por completo al acercarse al Sinaí, donde se enfurece con su pueblo elegido, amenaza con destruirlo e incluso intenta asesinar a Moisés.
Los efebos de J. Por su ironía, por sus juegos de palabras, por su variedad e inventiva, más de una vez Bloom compara a J con Shakespeare. La arbitrariedad y los caprichos de Yahvé reaparecen en Lear; su vitalismo y energía, su carácter inabarcable e inconmensurable, en la más grande creación de Shakespeare: el Falstaff de Enrique IV. Pero es en Kafka donde Bloom descubre la mayor afinidad entre J y un autor moderno. Las parábolas de Kafka, el modo dominante de su ironía –que según Bloom se basa en la yuxtaposición de realidades inconmensurables–, el humor y el absurdo kafkianos están ya en J, y Bloom convierte así a J en uno de los principales precursores de Kafka. La lectura de Kafka, más que la tradición normativa judía o cristiana, sería lo que nos permite leer literariamente El libro de J.
El J de Bloom no era un autor religioso, sino un contador de cuentos, escribía fábulas que, como toda literatura, apuntaban más a entretener y deleitar que a instruir o legislar. Si algo plasmó J en su Yahvé fue el poder, la variedad y la inventiva de su caprichosa imaginación literaria. En el libro de J Dios mantiene con su mundo la misma relación que mantiene un escritor con su creación y sus personajes: el ser/supremo se modela sobre la figura del escritor. En el principio, entonces, era la lectura literaria. Leer literariamente es leer como lee Dios y no como lo hacen sus sacerdotes.
extraido de"Harold Bloom y el canon literario"
Cómo se lee la literatura
En su libro Cómo leer y por qué, Harold Bloom ofrece una serie de principios para la lectura literaria tal como entiende que debe practicarse:
• Soledad. Inicialmente, la literatura era leída en voz alta, ante un auditorio, y la palabra escrita no era autónoma, sino un mero apoyo de la palabra hablada. En cambio, la lectura tal como la practicamos en la actualidad es una actividad solitaria. Quizá, como señala Borges, el cambio se dio a finales del siglo IV, con el comienzo de la lectura silenciosa. En el Libro seis de sus Confesiones, san Agustín cuenta con asombro cómo san Ambrosio leía en soledad y sin pronunciar las palabras en voz alta.
• Egoísmo. Uno lee para sí mismo, para fortalecer el yo, no para mejorar ni mucho menos convertir a los demás. La utilidad social no es una medida adecuada del valor del acto de leer. El conocimiento que la lectura ofrece no es ante todo un conocimiento de la sociedad que produjo el libro, sino del yo que lo lee.
• Placer. La lectura es un acto placentero, se lee por placer y no por deber, y por eso, señala Bloom, los moralistas sociales «de Platón a nuestros actuales puritanos de campus» han reprobado los valores de la lectura hedonista, es decir, estética. «No hay ética de la lectura», señala el autor. Aunque, aclara, el placer de la lectura es un placer difícil, que requiere cualidades de educación, entrenamiento, sensibilidad e inteligencia no habituales.
• Contemporaneidad. En Aspectos de la novela, el escritor británico E. M. Forster propone leer «exorcizando el demonio de la cronología», suponiendo que todos los escritores escribieron sus novelas al mismo tiempo, que están sentados en una habitación circular, escribiendo sus obras, y que miramos por encima de sus hombros para ver qué escriben. Forster propone leer como leen los escritores: a un escritor sólo le interesa lo que puede incorporar a su propia obra, y no se preocupa tanto por «recuperar el sentido original» del texto que lee. La lectura historicista, en cambio, al sostener que la obra sólo puede ser comprendida en función de su época y sus circunstancias (algo en general sólo asequible al lector académico o especializado) sólo consigue alienar al lector común, haciéndole sentir «que no sabe leer». Pero es justamente la lectura desde el presente, desde el hoy, desde las circunstancias siempre cambiantes y re novadas del lector –más que desde las circunstancias del autor, la que produce sentidos nuevos, la que interpreta mal: la que constituye, así, una lectura fuerte. Así leen los escritores y así, también, pueden leer los lectores comunes. La lectura historicista sería, en cambio, una forma de lectura débil.
• Ironía. Un buen escritor de literatura nunca expresa una sola cosa: la frase puede estar diciendo explícita mente una cosa e implícitamente otra; la forma se contradice con el contenido, lo califica o lo relativiza; los personajes pueden afirmar una cosa y el narrador otra, o puede haber una brecha entre lo que entienden los personajes y lo que indica la resolución de la acción. El modo de la literatura es, pues, la ironía: y la lectura literaria es así irreconciliable con cualquier forma de dogmatismo, ya que el dogmatismo no admite la ironía. La ironía se relaciona también con otras características de la literatura: con su carácter abierto (a interpretaciones diversas y hasta incompatibles) y con el humor. El humor implica una relativización, la duda, la suspensión de una serie de valores: la risa es abierta por naturaleza. La lectura dogmática, en cambio, es siempre seria: una lectura que no sabe reír.
Lectura literaria y lectura dogmática. Bloom está así definiendo un patrón de lectura literaria, es decir estética y cognitiva, en oposición a la lectura dogmática, sea este dogmatismo de índole religioso-moral o político-ideológico. La lectura religiosa es, en ese sentido, la antítesis de la lectura literaria. Repasando los puntos anteriores:
• En la lectura religiosa el que lee no es el individuo, sino la colectividad: buscar sentidos individuales en un texto religioso equivale a destruirlo como tal. De hecho, la religión católica durante mucho tiempo desaconsejó, o directamente prohibió, la lectura en solitario de los textos sagrados, y fue necesaria la Reforma para que el lector recuperara su contacto individual con la Biblia como libro.
• La lectura religiosa de un texto supone buscar en él pautas para el mejoramiento material o espiritual no sólo del individuo sino de la comunidad. La lectura en clave religiosa no se agota en el acto de la lectura: para completarse debe resolverse en prácticas y conductas concretas.
• La lectura de textos religiosos no se plantea la cuestión del placer: se lee por deber, y en general sobre todo con los niños de manera compulsiva, repetitiva, agotadora: se diría que se busca el displacer de la lectura como modo de disciplina. Y luego la lectura es examinada por ejemplo, en el catecismo por una figura de autoridad que corrige sistemáticamente las «interpretaciones erróneas».
• La lectura religiosa, más que contemporánea, es atemporal: el «sentido correcto» ha sido fijado en el pasado y pertenece, de allí en adelante, al orden de lo eterno e inmutable.
• Por último, y sobre todo, la lectura religiosa es absolutamente hostil a la ironía. Para ella no hay, en lo sustancial, ninguna diferencia entre ironía y blasfemia.
Lectura religiosa y lectura política. La lectura dogmática política o ideológica comparte con la religiosa la mayoría de las características citadas. La principal diferencia radica en su historicidad. La lectura política es histórica en el sentido de que intenta siempre reponer las condiciones de producción del texto como garantía de su sentido: para entender a Shakespeare habría que conocer a fondo la historia, las costumbres, la organización económica, social y política de la Inglaterra isabelina y jacobina.
Lectura literaria y herejía. Por todo lo dicho es indudable que para poner a prueba los principios de lectura literaria –creativa e imaginativa– Bloom debía aplicarlos a alguno de los textos que privilegian el modo de lectura dogmática: los textos religiosos. Leer el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento o el Corán como textos literarios será la prueba de fuego para el modo de lectura que Bloom promueve.
En La angustia de las influencias, Bloom compara la mala lectura de los textos literarios con la herejía en la lectura de los textos sagrados. La herejía es una forma de mala interpretación y por tanto de lectura fuerte, pero es necesario aclarar que hay una diferencia fundamental. La herejía propone reemplazar un modo de lectura dogmático por otro: por ejemplo, a la concepción dogmática de la Santísima Trinidad como coexistencia de tres personas en una, la herejía del arrianismo propone que hay una preeminencia del Padre sobre el Hijo y del Hijo sobre el Espíritu Santo. En realidad, se trata de un choque entre dos verdades que se conciben como absolutas y cerradas, y tras una serie de luchas por el poder una de ellas emergió victoriosa: ésta se convirtió en dogma y la otra en herejía, pero podría haber sido al revés. La lectura estética no se propone reemplazar un dogma por otro, sino cambiar el modo de lectura: abrir el espacio de lectura a todas las herejías posibles, fomentarlas. Una lectura que produzca solo herejías, sin que ninguna logre imponerse a las demás y constituirse en dogma, es el espacio utópico que Bloom propone para la lectura literaria.
Los riesgos de la lectura estética
Rushdie, Scorsese, Bloom. Este conflicto entre lectura estética y lectura religiosa se agudizó de manera dramática en 1989, cuando la teocracia que gobernaba Irán pronunció una condena a muerte de alcance mundial –o fatwa– sobre el escritor Salman Rushdie, quien habría ofendido a la fe musulmana en su novela Los versos satánicos (1988). En su novela, Rushdie reinterpreta de manera libre ciertos episodios de la vida del profeta Mahoma en el Corán. La sección más ofensiva de Los versos satánicos trata del coqueteo de Mahoma con la posibilidad de introducir tres deidades femeninas en el panteón musulmán, en el nivel de los arcángeles, y de su posterior repudio de los versos que consagraban esa opción, denunciándolos como «de inspiración satánica». Como señala el mismo Rushdie en los artículos donde defiende su novela, fue una manera indirecta de condenar el sometimiento y la discriminación de la mujer en la sociedad musulmana. De también es la película La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, que se centra en las tentaciones terrenales de Cristo e incluye una polémica escena que lo muestra haciendo el amor con María Magdalena. Si bien Scorsese no fue explícitamente condenado a muerte, su película enfureció a fundamentalistas católicos y protestantes, siendo condenada y combatida, además de censurada, en diversos países. Sacudidos así musulmanes y cristianos, le tocaba a Bloom hacer lo propio con los judíos, y escribe, en colaboración con David Rosenberg, El libro de J., que es básicamente una lectura de la Biblia judía, en concreto de sus primeros cinco libros, conocidos como la Tora o Pentateuco, en clave estética o literaria. ¿Cómo se lee la Biblia si la leemos como leemos Hamlet, El Quijote o Crimen y castigo? ¿Qué sentidos aparecen, qué sentidos desaparecen? ¿En qué libro se convierte?
Y la mujer creó a Dios. Harold Bloom, que abre con El libro de J. su período de acercamiento al mercado masivo de lectores, se decide por una estrategia de gran impacto que recuerda a la de Salman Rushdie. Imagina, o encuentra, una metáfora que marque sus diferencias con la lectura dogmática: afirma que quien escribió las partes de la Tora conocidas como «El libro de J» no sólo es un autor humano e individual y no divino, o colectivo de una alta sensibilidad literaria y de temperamento irónico. El autor de «el libro de J» sería, además, una mujer. Bloom la imagina viviendo y educándose en tiempos del rey Salomón y escribiendo hacia el año 900 a.C., en tiempos del hijo de aquél, Roboam. Los argumentos de Bloom (por ejemplo, la mayor importancia relativa que le da a la creación de la mujer, sus preferencias por la organización familiar antes que por la institucional, la actitud maternal que manifiesta hacia el «travieso» Yahvé) no son muy convincentes. Pero el poder de marketing de la tesis según la cual «el autor de la Biblia es una mujer» inundó los medios periodísticos y logró que el libro fuera muy leído y comentado. La hipótesis sobre el sexo de J fue el caballo de Troya dentro del que viajaba la tesis central del libro: que J (hombre o mujer, lo mismo da) no fue un autor religioso, sino literario; y que su Yahvé es más una imagen coherente de Dios, uno de los personajes más fascinantes y contradictorios de la literatura.
La Biblia como texto literario
Los autores de la Biblia. Para la religión judía o cristiana la pregunta sobre el autor o autores de la Tora no solo carece de relevancia sino que es improcedente: la tradición normativa, o religiosa, afirma que el único autor de los primeros cinco libros de la Biblia judía, o Antiguo Testamento (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio) es Moisés, que los recibiera por revelación divina en el monte Sinaí. Los historiadores, en cambio, identifican varios redactores: J o el Yahvista, E el Elohísta, P el Autor Sacerdotal y R, el Redactor, que fusionó los textos anteriores, borrando así muchas de las marcas estilísticas y conceptuales que permitían diferenciarlos.
La lectura de Bloom se apoya en esta hipótesis de los documentalistas, pero le agrega sus propios criterios de lectura estética. Desde el punco de vista estético, Bloom distingue dos grandes voces: una individual e idiosincrásica, una voz de autor literario: la voz de J; y una voz compuesta, comunitaria, normativa, más atenta a los valores religiosos y a la tradición compartida, la voz compuesta de E, P y R. De todos ellos, J es el primero, y los siguientes trabajan sobre su obra, reescribiéndola y normativizándola, ahogando la voz del autor en la voz del dogma. La Biblia, entonces, comienza para Bloom como un texto literario que la lectura y la sobreescritura religiosas van convirtiendo en otra cosa, en un texto sagrado. Pero el texto literario no desaparece: bajo la forma de escenas cómicas, ironías e inconsistencias, fragmentos de El libro de J original han sobrevivido en la versión que ha llegado a nuestras manos. La tarea que Bloom, el comentarista, y Rosenberg, el traductor, se proponen es, como la del arqueólogo, la de identificar y exhumar estos restos e intentar reconstruir de la manera más completa posible su forma original.
Un personaje llamado Dios. El libro de J es notable por su alcance y variedad. Empieza con la creación de Adán y llega hasta la muerte de Moisés, contando en el camino las historias de Caín y Abel, Noé, la Torre de Babel, Abraham, Isaac y Rebeca, Jacob y Raquel, José y el éxodo. Pero hay una figura que unifica y liga este conjunto: Yahvé, el Dios del libro de J. En el Pentateuco Dios suele nombrarse de dos maneras: Yahvé y Elohím, y este fue el criterio para darle nombre a dos de los redactores: J usa el nombre Yahvé (o Je hová) y E utiliza sistemáticamente el nombre Elohím. Pero la diferencia, señala Bloom, es más profunda. Elohím corresponde a la idea de Dios que ha consagrado la tradición judeocrisriana: una entidad sin rasgos humanos, gaseosa, abstracta, cuyos principales dones son la santidad, la pureza y la bondad. Yahvé, en cambio, es un Dios arbitrario y caprichoso, poseedor de rasgos físicos y hasta de una psicología humana. Elohím es una entidad religiosa, y en el texto bíblico actúa como un concepto o un principio que ordena la acción y le da sentido a la historia. Yahvé, en cambio, es un personaje que interactúa directamente con los otros personajes, ángeles y humanos (Adán, Eva, Abraham, Moisés). Más aún: es el personaje principal, el protagonista de El libro de J.
El Dios de J es, en suma, un dios antropomórfico, y sus rasgos humanos se manifiestan de diversas maneras. Por un lado, en lo físico: en el Génesis, Yahvé «anda por el huerto entre las brisas de la tarde», en la escena del «picnic» de Mambré Yahvé se aparece con dos ángeles y los tres se sientan a la sombra de los árboles y disfrutan del almuerzo de ternera, requesón, panecillos y leche que les trae Abraham. Luego se levantan y Abraham «les muestra» el camino hacia las ciudades de la llanura (resulta casi ridículo pensar en un Yahvé que no sabe donde queda Sodoma). Pero es en su psicología donde se acentúan los rasgos humanos es decir, literarios– de Yahvé. El Yahvé de J resulta interesante porque se parece a nosotros, es más emocional que racional, es irascible y caprichoso. Como los dioses griegos, interactúa con los personajes humanos, les habla, discute con ellos, caprichosamente les da y les quita, castiga y recompensa. Quizá el episodio más característico sea aquel en el que Abraham regatea con Yahvé la suerte de las ciudades de la llanura:
Abram se acercó: «¿Destruirás al inocente con el des preciable? Si en la ciudad hay cincuenta justos, ¿lo mismo la destruirás? ¿No te detendrás por los cincuenta inocentes?
»Prohíba el cielo que des esto a luz, borrar al inocente con el despreciable, como si sinceridad y desprecio fueran iguales. ¿Es posible no lo permita el cielo que tú, juez de toda la tierra, no traigas justicia?»
«Si encuentro en la ciudad cincuenta inocentes», dijo Yahvé, «por causa de ellos dejaré en pie el lugar.»
«Te ruego que oigas», apremió Abram. «He imaginado que podía hablar con Yahvé: yo, mero polvo y cenizas. Quizás de cincuenta justos faltaran cinco. ¿Destruirías por ellos una ciudad entera?»
«No la abatiré», dijo Yahvé, «si encuentro cuarenta y cinco».
Pero él halló más que decir. «Supón», apremió, «que encuentras cuarenta». Y él dijo: «Por causa de esos cuarenta no obraré.»
«Te ruego, mi señor, no te enojes», continuó él, «si aun hablo más. Supon que encuentras treinta...» .
El tira y afloja sigue hasta que quedan diez: si encuentra a diez justos en la ciudad de Sodoma, Yahvé la perdonará. La lectura de Bloom tiene como primera virtud leer el pasaje como un elaborado chiste judío, y producir deleite allí donde la lectura dogmática sólo genera enseñanza y tedio. Pero hay más: Abraham, la criatura de polvo y cenizas, no está suplicando: le está dando a su Dios lecciones de justicia y moral. Se está mostrando más misericordioso, más ecuánime, más maduro en suma, que su propio dios. Y su Dios, lejos de recordarle que su voluntad debe ser aceptada aun sin ser entendida, y que sus caminos son insondables para el limitado entendimiento humano, le da la razón. Abraham, más que tratar de encender, trata de explicar; más que suplicar a un ser superior, trata de convencer a un niño petulante y caprichoso; y como haría cualquier padre en una situación así, va por partes. Y Yahvé concede, pero a regañadientes, como un niño que sigue con ganas de destruir la ciudad de todos modos pero no sabe como rebatir las razones de los adultos. Algo parecido sucede con la destrucción de Babel: en la lectura que hace Bloom del episodio, Yahvé parece más un niño que destruye en la playa el castillo de otro niño por envidia que un dios sentando principios morales para su creación. Lo fundamental, insiste Bloom, es que todo esto no implica que J esté tratando de transmitirnos otra teología, otra versión sobre la divinidad. El interés de J es literario, no religioso; la escena del regateo entre Abraham y Yahvé es poderosa en sí misma, tiene suspense, tiene su lado cómico y hasta grotesco: y esto es lo que la justifica.
En el centro de la Biblia, lo que es decir en el origen de nuestra cultura, nos dice Bloom, hay una paradoja central: un personaje literario ha sido deificado y se ha convertido en piedra de toque de todos nuestros principios y valores. Esto nos parece natural porque dos mil años de teología normativa nos han acostumbrado a ello, pero imaginemos una religión cuyo dios fuera el Hamlet de Shakespeare, el don Quijote de Cervantes o el Raskólnikov de Dostoievski y estaremos más cerca de comprender lo que ha sucedido con el Yahvé de J. Padres sometidos a los caprichos de un niño omnipotente, ésta es la imagen irónica de Dios que J habría legado a la posteridad, y que la teología y el dogma cometieron el error de tomarse demasiado en serio. La civilización occidental estaría, así, basada en un chiste no encendido por aplicar los principios de la lectura dogmática a un texto literario. «Podemos suponer», señala Bloom «que la historia de la teología occidental está obsesionada por la inasimilable personalidad de Yahvé; esta obsesión puede ser la fuerza que aún impulsa la teología». Así como la esquiva e inasible personalidad de Hamlet es una de las fuerzas que impulsan a la crítica literaria, el Yahvé de J impulsa a la teología justamente porque es un personaje literario, no teológico, y la teología no logra reducirlo a una figura coherente y manejable. Yahvé, además, como todo personaje literario complejo, y a diferencia del dios perfecto e inmutable de las religiones monoteístas de Occidente, va cambiando: a lo largo de la obra se vuelve cada vez más irascible e inseguro; durante el éxodo se le va acabando la paciencia, y la pierde por completo al acercarse al Sinaí, donde se enfurece con su pueblo elegido, amenaza con destruirlo e incluso intenta asesinar a Moisés.
Los efebos de J. Por su ironía, por sus juegos de palabras, por su variedad e inventiva, más de una vez Bloom compara a J con Shakespeare. La arbitrariedad y los caprichos de Yahvé reaparecen en Lear; su vitalismo y energía, su carácter inabarcable e inconmensurable, en la más grande creación de Shakespeare: el Falstaff de Enrique IV. Pero es en Kafka donde Bloom descubre la mayor afinidad entre J y un autor moderno. Las parábolas de Kafka, el modo dominante de su ironía –que según Bloom se basa en la yuxtaposición de realidades inconmensurables–, el humor y el absurdo kafkianos están ya en J, y Bloom convierte así a J en uno de los principales precursores de Kafka. La lectura de Kafka, más que la tradición normativa judía o cristiana, sería lo que nos permite leer literariamente El libro de J.
El J de Bloom no era un autor religioso, sino un contador de cuentos, escribía fábulas que, como toda literatura, apuntaban más a entretener y deleitar que a instruir o legislar. Si algo plasmó J en su Yahvé fue el poder, la variedad y la inventiva de su caprichosa imaginación literaria. En el libro de J Dios mantiene con su mundo la misma relación que mantiene un escritor con su creación y sus personajes: el ser/supremo se modela sobre la figura del escritor. En el principio, entonces, era la lectura literaria. Leer literariamente es leer como lee Dios y no como lo hacen sus sacerdotes.
extraido de"Harold Bloom y el canon literario"
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