por Mauricio Wacquez
Presente en Hallazgos y Desarraigos, 2004, Ediciones Universidad Diego Portales.
En El Mostrador. 19 de Enero del 2005
LOS ALBORES DE LA NARRATIVA chilena —entendida como épica— corresponden con La Araucana de Alonso de Ercilla. No pretendo ir tan lejos pero no sería ocioso citar nombres de la literatura del siglo XVIII como Alonso Ovalle, o del XIX, como Pérez Rosales y sus espléndidos Recuerdos del Pasado o los testimonios de Mary Graham. En realidad, el mejor ejemplo de novela decimonónica es la obra de Alberto Blest Gana, escritor realista cuando había que serlo, a mediados y en las postrimerías del siglo XIX que funda sin querer una tradición que, para bien o para mal, continuamos hoy en día. La primera generación verdadera de narradores chilenos es la que se denomina no sin razón la generación criollista o costumbrista. Mi época se vio marcada por la reacción indiscriminada contra la escritura criollista, contra escritores tan venerables como Manuel Rojas y su obra maestra Hijo de ladrón, como Mariano Latorre y sus Cuentos del Maule, o las obras de Eduardo Barrios, Luis Durand o José Santos González Vera.
Los de entonces
Yo no sé si esta generación literaria tuvo sus animadores culturales. Lo que sí sé es que la generación siguiente, la llamada generación del cincuenta, tuvo como adalid a Enrique Lafourcade, novelista estimable, periodista y vieja gloria de la literatura chilena. A comienzos de la década de 1950, Enrique Lafourcade y otros entusiastas organizaron en la Escuela de Derecho de Santiago unas jornadas del Cuento Chileno, de las que nacería, primero, una Antología del Nuevo Cuento Chileno, y segundo, un grupo bastante cohesionado de escritores entre los que se contaban el mismo Lafourcade, Claudio Giaconi y su sonado libro La difícil juventud, Armando Cassigoli —que más tarde publicaría un complemento y adelanto de los escritores más jóvenes en otra antología, Cuentistas de la Universidad—, Jorge Edwards, Margarita Aguirre, María Elena Gertner, Mercedes Valdivieso, José Donoso, Jaime Valdivieso, José Manuel Vergara y Mario Espinoza.
Lafourcade y sus adláteres pretendían llamar la atención sobre el decaído panorama de la narrativa chilena. Se declaraban fundadores de una nueva literatura, contraria al criollismo y al tipismo rural de los grandes del 27, uno de cuyos exponentes aún vive para reclamar la gloria que le corresponde a él y a todo su grupo: Francisco Coloane, que en este momento cosecha grandes éxitos en Francia. Pero aquellos jóvenes del cincuenta querían algo más, pretendían armar la gresca alrededor del inocuo arte de escribir. Publicaban novelas en clave, escandalosas —como las de Jaime Bayly pero mejor escritas— que querían poner el tema literario en el candelero, que éste saltara a las primeras páginas de los diarios, es decir, que la literatura se vistiera con el glamour del cine o de la prensa del corazón. En efecto, hicieron mucho ruido, se habló mucho de esos jóvenes iracundos, lastrados por todas las rebeldías e insatisfacciones de la posguerra. Aunque el ruido que armaron no correspondía mucho con las propuestas que querían hacer. Ni sus literaturas cortaban radicalmente con el pasado —como fue el caso de Coronación de José Donoso—, ni fueron ellos los que rompieron con el realismo criollista de la generación anterior, puesto que entre ambas generaciones se situaban dos de los menos desdeñables escritores chilenos del siglo XX. Uno era María Luisa Bombal, escritora profunda y atormentada, autora de La última niebla, La Amortajada y de un libro de cuentos, El Árbol. Esta escritora revolucionó en 1935 la narrativa con un discurso interior —que incorporaba el stream of consciousness de Joyce y Virginia Woolf—, escritura impresionista que sí cortó con el pasado descriptivo y pintoresco del criollismo. El otro era Carlos Droguett, cuyo Eloy quedó finalista del premio Biblioteca Breve y que en su momento nadie leyó en Chile, al menos los afrancesados de la Generación del cincuenta, ni tampoco nosotros, los menores, para quienes la literatura o era francesa, o rusa o sajona. Es decir, la narrativa en español no tuvo ninguna importancia para aquellos que intentábamos escribir en los años cincuenta y comienzos de los sesenta.
La generación del cincuenta tuvo un vasto arco cronológico que iba desde Carlos Droguett a los alevines que asistieron a esas jornadas de la Escuela de Derecho, como Jorge Edwards, Enrique Lihn y Alberto Rubio. La siguiente generación fue la que “no asistió” a esas jornadas y que en el año sesenta no tenía treinta años. Por ese tiempo, la figura mayor de los cincuenteros era José Donoso, que en 1957 había publicado una novela normativa, Coronación, pero que seguía perteneciendo al ámbito recoleto de lo chileno. Fue por esos años que apareció en México La región más transparente de Carlos Fuentes y recibimos, o al menos yo recibí, un destello como el del camino de Damasco. Una novela en español cuyo autor demostraba que se podía escribir en el tono y con los recursos de la gran literatura y cuya digestión de Faulkner y otros Steinbecks nos consternaría decisivamente. Esto sucedía al mismo tiempo que Borges, Cortázar, Leopoldo Marechal y Onetti escribían sus mejores obras. Ellos serían los padres evangelistas del Boom latinoamericano.
Los novísimos
Como decía, nuestros gustos literarios estaban repartidos en esos años entre los franceses, incluyendo, claro está, el nouveau roman de Robbe Grillet, Claude Simon y Butor, y los norteamericanos, toda la generación perdida, desde Thomas Wolfe a William Styron. Personalmente leer a Carlos Fuentes representó una verdadera conmoción. Todo se me antojó posible, sin nada que ver con las propuestas pseudomodernettes de los cincuenteros. Nosotros, los Novísimos, ni siquiera nos molestamos en atacar a los escritores de la generación del cincuenta. Les reprochábamos in pectore el que fueran autodidactas —lo que no era verdad— en circunstancias que a nosotros nadie nos bajaba del Árbol de la ciencia, de la filosofía y de las lenguas clásicas. El inventor de esta llamada Novísima Generación —la de los sesenta—, o su embaucador, fue José Donoso, que ayudó a publicar la primera novela de Juan Agustín Palazuelos, Según el orden del tiempo. Como todo genio maligno, Donoso quiso arropar a su pupilo con una “generación” que le diera realce a su figura. Pero con lo deslenguado y vociferante que era Palazuelos, Donoso no necesitó ser animador cultural de los Novísimos porque él, Palazuelos, solito, se encargó de aventar que los cincuenteros eran unos analfabetos y que no habían leído a Marco Aurelio ni a Kant y desconocían la filosofía clásica. A Donoso le bastó publicar una crónica en la revista Ercilla en 1963, titulada “Jornadas para la novísima generación”, con el confesado propósito de fastidiar a sus colegas del cincuenta y sobre todo a Lafourcade que nos miraba con la curiosidad con que un entomólogo mira una pulga. Por esos años apareció en México, en la editorial Era, un libro maravilloso de Alejandro Jodorowski, Cuentos pánicos, que permitió augurarle a la Generación del cincuenta un destino menos ominoso que el que nosotros le pronosticábamos.
Jodorowski era un cincuentero típico, pero además era muchas otras cosas, una orquesta en sí mismo; era mimo, bailarín, enfant terrible de horrendos happenings parisinos y cineasta. Y nosotros éramos puro rencor y esperanza.
Juan Agustín murió prematuramente en 1967, después de publicar dos espléndidas novelas, la citada Según el orden del tiempo y Muy temprano para Santiago. La primera selección de Donoso de la revista Ercilla contó con escritores que el tiempo malogró debido a muertes prematuras y con otros que hemos sobrevivido mal que bien en las ciudades, en las universidades, en el mundo editorial y, otros más, en pequeños reductos rurales que nos preservan de una muerte conocida pero no llegada.
Los mayores de esta generación fueron Antonio Avaria, un escritor poco prolífico que ha demostrado un talento inquebrantable para sobrevivir y vivir de la literatura sin escribir. Uno de sus cuentos, “La muerte del padre”, fue publicado muchas veces como inédito y con distintos nombres. Este cuento le dio un renombre envidiable. Por ejemplo, se publicó en Francia con el título “On est mieux ici qu’en face” y muestra a un hombre sentado y bebiendo en un bar frente al cementerio de Pére Lachaise. Carlos Morand, autor de novelas menores pero con gran capacidad para incorporarse al oficialismo literario, se vio agobiado por honores y pronto cargado con las cruces de la Academia Correspondiente de la Lengua.
Cristián Huneeus, el más serio y precoz de nuestro grupo, publicó un primer libro de relatos, Cuentos de cámara, que llamó mucho la atención de la crítica y de todos nosotros. Murió joven también, cuando su literatura, al comienzo realista y henryjamesiana, se había convertido a la más rabiosa vanguardia.
Carlos Ruiz-Tagle fue —pues también murió antes de tiempo— un escritor estimable y un hombre esencialmente bueno. Perteneció al grupo de El joven Laurel que dirigía Roque Esteban Scarpa en el colegio Saint George. Publicó libros que intentan rescatar el perfume y la melancolía de la infancia. También Luis Domínguez es uno de los mayores del grupo y un sesudo estudiante de Faulkner. No es ocioso leer su libro El extravagante y las novelas que lo siguieron. Poli Délano es un autor prolífico, enamorado de Hemingway y premiado desde sus primeros libros. Posee la más sólida carrera como escritor profesional y cree en la superficialidad del estilo que lo mira todo desde fuera y en el poder de la palabra para cambiar el sino de la tragedia humana. También hay que mencionar a Andrés Pizarro, el único de nuestra generación que asistió a las jornadas de Lafourcade cuando tenía quince años.
Finalmente cito mi nombre y el de Antonio Skármeta como los de los más jóvenes de los Novísimos. A Antonio Skármeta no tengo necesidad de presentarlo. Son conocidos sus estupendos cuentos y las obras posteriores: Soñé que la nieve ardía, La insurrección, Ardiente paciencia (o Il Postino) y Match Ball, todas testigos de la gran conmoción que supuso el golpe de estado en Chile y las luchas de la izquierda en Latinoamérica. Match Ball, sin embargo, escapa a este último predicamento.
Capítulo completamente aparte merece el fenómeno de Isabel Allende y de Ariel Dorfman que, aunque de nuestra generación, se han colocado por fuera y por encima del grupo. Isabel Allende publicó La casa de los espíritus cuando su apellido llamaba poderosamente la atención. Su estilo sin pretensiones innovadoras y más bien mimético caló hondamente en el gran público que la ha convertido en una escritora rica y conocida.
Menos afortunado, pero dueño de un gran entusiasmo vocacional, Ariel Dorfman publicó una primera novela, Moros en la costa, que tuvo poca repercusión social. Hace poco sacó una última y mitigada novela, Konfidenz, y escribió un drama, La muerte y la doncella, título schubertiano al servicio del horror de la tortura política, que ha sido representado en todo el mundo y llevado al cine por Polanski. Esto le ha otorgado una parva celebridad internacional. En mi opinión, el problema de estos dos escritores es que si se dedicaran a cualquier otra actividad cosecharían quizás el mismo éxito.
Los nuevos novísimos
Vamos a los nuevos novísimos, la generación de los ochenta, que como en el caso de Lafourcade en los cincuenta y de Juan Agustín Palazuelos en los sesenta, tiene también un animador cultural, más belicoso y radical que sus predecesores.
Se llama Jaime Collyer y nació en 1955. Y así como Lenin lanzó en 1917 el “Todo el poder para los soviets”, Collyer ha desafiado al establishment con su “Todo el poder para nosotros”, convencido de que la literatura, como el dinero o la política, puede otorgar algún poder. Cito unas frases inefables: “Nada podrá ya desalojarnos de las trincheras”, y refiriéndose a nosotros, los provectos: “Vamos a desalojarlos de la escena literaria a parrafadas y/o a patadas según sea el caso”. Este exaltado deja a Juan Agustín Palazuelos convertido en un enfant de choeur. Pretende hablar en nombre de toda su generación y ha publicado Los años perdidos (1986), El infiltrado (1989), Gente al acecho (1992) y Cien pájaros volando (1995). Pese a haber devuelto su carnet del partido comunista, se trata de un escritor beligerante, de indudable calidad literaria pero tentado por el dogmatismo militar de una juventud algo postrera.
Los supuestamente representados por Collyer forman un grupo con una gran vehemencia vocacional. Comencemos por autores que no habían publicado con los Novísimos pero que cronológicamente corresponderían con ese movimiento. Adolfo Couve publicó un primer libro delicioso en 1970, En los desórdenes de junio, y sólo ahora se ha dado a conocer y se le aprecia por otro libro, Balneario, que yo personalmente no he leído.
Carlos Cerda (1942) es el excelente autor de Morir en Berlín, fruto de su exilio en esa ciudad desde 1973 a 1985. También Germán Marín puede ser cualificado de “autor sin prisas”. Su novela Círculo vicioso (1994) pretende ser el comienzo de una saga autobiográfica, de gran vigor estilístico y de un decantado horror por la educación militar y por lo que la política hace con los hombres.
En mi opinión, los mejores escritores de estos nuevos novísimos están encabezados por Gonzalo Contreras (1958) con su excelente y premiada novela La ciudad anterior (1991); por Diamela Eltit, un hermoso fenómeno literario, exquisita y ferozmente femenina, con un poder de autoinspección expresado con un difícil y brillantísimo estilo. Es autora de Lumpérica (1983), Por la patria (1986) y Vaca sagrada, fuera de su último libro, El cuarto mundo, del cual sólo conozco unos fulgurantes fragmentos, leídos durante Les Belles Étrangères, en París, en 1992. Marco Antonio de la Parra, uno de los primeros novelistas que se revelaron en este grupo, es autor de Cuerpos prohibidos y posee una gran calidad de estilo. Sus labores como psiquiatra y dramaturgo diversifican sus actividades más allá de la mera narrativa.
Arturo Fontaine, el autor de Oír su voz, se encuentra también como un nombre mayor entre sus contemporáneos, un novelista que pese a desarrollar actividades ajenas a la escritura, tiene a ésta como su primer oficio.
Carlos Franz (1959) escribió Santiago cero, un recorrido por la imaginaria y contradictoria ciudad, cuyo trazado esencial es fundamentalmente interior.
Ágata Gligo cosechó un éxito grande con una tanatografía de María Luisa Bombal, la mejor novelista chilena del siglo XX. Luego, en 1990, publicó una novela, Mi pobre tercer deseo, delicuescente mirada al amor y al país que aparece detrás como una transparencia.
Hay que reconocer como un hecho de excepción la aparición de un novelista por todos conocido, Luis Sepúlveda, autor de libros de ternura y militancia como El viejo que leía novelas de amor (1989), Mundo de fin de mundo (1994), Nombre de torero (1995) y Patagonia express (1996). Es el escritor “traducido” del grupo y el más profesional de todos, pues vive de lo que escribe.
Luis Mizón vive en Francia y es poeta. Ha escrito una novela El hombre de Cerro Plomo, aproximación a la mística y la mitología del hombre americano. Por edad debería considerárselo Novísimo, pero la publicación de su novela data de 1991.
También entre los escritores que Monsieur Pinochet puso de patitas en la calle, destaca Ana Vásquez, que vive en París y es autora de dos novelas de justicia, rabia y melancolía, Los búfalos, los jerarcas y la huesera y Abel Rodríguez y sus hermanos.
Pero el caso más trágico de estos escritores —hablando siempre de narradores malditos— es el del “poeta” Hernán Valdés, autor de un espléndido conjunto de poemas, Apariciones y desapariciones, pero que afirmó su carrera como novelista con, primero, Cuerpo creciente y, luego, con Zoom. En 1973 fue internado durante dos años en uno de los campos de concentración más abyectos de Pinochet, tras los cuales salió y publicó en Barcelona Tejas Verdes, testimonio atroz de un gulag chileno de ese tiempo.
Volviendo a los nuevos novísimos, es importante no olvidar un nombre, el de uno de los más jóvenes aspirantes a los laureles de la gloria: Alberto Fuguet. Con veleidades periodísticas, rockeras y cinéfilas, su personalidad se mueve como una de las más modernas de su grupo. Yo conozco de él una novela, Mala onda (1992), que lo une estrechamente al mundo literario norteamericano, escrita con el lenguaje desafiante, y casi criminal, de los autores jóvenes.
Hablamos hace un momento de Diamela Eltit. Estoy seguro de que la preocupación corporal, del lenguaje de la pura carne soñando o sufriendo en su última novela, El cuarto mundo, en que el personaje comienza su relato dentro del vientre de la madre, y en la que cuerpo y espacio y miasma son los límites del discurso y los elementos esquizofrénicos de la literatura, es la misma que anima a Guadalupe Santa Cruz (1952) en su última novela El contagio, aún inédita, que tiene como protagonista al cuerpo todo, ese ámbito seguro y peligroso, contagiado habitualmente por el acto de vivir. Guadalupe Santa Cruz ya ha publicado la novela Salir (1989).
Más acá aparecen escritores de calidad como Óscar Bustamante que pese a no ser un jovencito ha comenzado a publicar después de 1990. Darío Oses y Radomiro Spotorno han unido sus vocaciones al viaje y son autores de novelas que no he leído. Lo mismo sucede con Ana María del Río, cuyas dos novelas, el tiempo y la incuria me han impedido leer. Mucho más acá vienen jóvenes-jóvenes. Ricardo Cuadros y su primera novela Orientación de Celva (1993) y Andrea Maturana, nacida en 1969, poseedora de una gran dosis de ese descaro vital que tanto admiraba Jaime Gil de Biedma. Sus libros (Des)Encuentros (des)esperados (1992) y Nuevos cuentos eróticos (1991) la han convertido, por su libertad e inteligencia, unidas a una deliciosa apariencia juvenil, en una inspiradora de grandes-grandes, grandes-pequeños y pequeños-pequeños.
Un ojo de asombro
Este es pues un errático y nada exhaustivo panorama de los nuevos narradores chilenos. Perdonadme la forma clasificatoria y nada analítica de mi exposición pero sólo he intentado hacer una incursión, una avanzadilla y no un balance, por los inestables terrenos del panorama literario de Chile de los últimos años. Aunque nada valdría de esta exposición sin que nos refiramos a la situación de esta última generación respecto de las anteriores, por ejemplo, la de nosotros, los llamados Novísimos.
El golpe de Estado de Augusto Pinochet partió en dos la historia de Chile, dividiendo a sus gentes, su cultura, la mentalidad política de su juventud, y haciendo del futuro algo verdaderamente peligroso. Nuestros antepasados y nosotros no conocimos el miedo, la humillación, el exterminio y la protervia de las que hizo gala la clase militar chilena. Lo nuestro era, para bien o para mal, la libertad, la insolencia, el descaro para mirar y juzgar los poderes públicos. La universidad era un lugar de reflexión y crítica, y la prensa, tribunas de debate en las que hasta se admitían el desenfreno y la licencia.
Los escritores, muy jóvenes, de la generación actual se vieron enfrentados a una iniciación muy dura. Aprendieron a leer y a escribir entre líneas, a eludir los escollos de una administración no muy ilustrada mediante astucias y ardides totalmente desconocidos para nosotros. Antes del golpe, la verdad nos venía dada por testimonios ajenos: Otto Dix, Koestler, Ehrenburg, Andrzejewski, Sartre, Orwell y Solzhenitsyn, no de primera mano como han tenido que vivirla estos últimos jóvenes escritores, con textos más sutiles, menos flagrantes, cuyos discursos debían deslizarse entre la estolidez de las creencias que los moldeaban. En fin, tuvieron que hacerse sabios en la mentira, la de ellos y la que reflejaban. Ya lo dijo el poeta: “Para el horror, basta un ojo de asombro”.
* Intervención en el curso “Presente y futuro en la literatura hispanoamericana” de la Universidad de Verano de Cooperación Internacional de la Universidad de las Islas Baleares, en Mallorca, 29 de agosto de 1996. Publicada en el diario La Época, 10 agosto 1997, Santiago de Chile y en la Revista Romance Quarterly, Volumen 48, n° 3, verano 2001, Washington.
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