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martes, 7 de abril de 2009

DE LOS ESPACIOS QUE RESTAN EN LA NOVELA CHILENA ACTUAL

Lit. lingüíst. n.11 Santiago 1998


RODRIGO CÁNOVAS
P. Univ. Católica de Chile

Examinamos cuatro novelas chilenas recientes, a la luz de la noción de espacio heterotópico, propuesta por Michel Foucault, que consigna los espacios desde los cuales es posible desconstruir las normas que sostienen un orden cultural. Las novelas estudiadas son: El nadador, de Gonzalo Contreras; La desesperanza, de José Donoso; Mala onda, de Alberto Fuguet y La reina Isabel cantaba rancheras, de Hernán Rivera Letelier. Cada una de estas novelas presenta espacios heterotópicos (con sus respectivos lenguajes), que permiten reflexionar sobre la condición posmoderna del ciudadano chileno hacia fines de siglo.

De los muy diversos espacios que conforman la novela chilena actual, nos interesa destacar aquéllos que tienen la cualidad de presentarse como un escenario de confrontación de normas lingüísticas, sociales y culturales. Michel Foucault nominaría estos espacios heterotopías, pues todos los demás lugares que podemos encontrar al interior de una cultura aparecen allí representados, confrontados, invertidos y, ulteriormente, anulados1. A continuación, haremos una sinopsis de algunos lugares que diagraman un posible modelo espacial simbólico de la sociedad chilena actual.

De vez en cuando, a manera de riccorso, aparece en la escena literaria un texto de factura contrahecha, un paquete envuelto con hilo de cáñamo y sellado con lacre, que constituye toda una novedad, justamente porque recupera de golpe un asunto muy remoto. El libro susodicho, La reina Isabel cantaba rancheras (1994), de Hernán Rivera Letelier, se presenta como un álbum de la familia pampina, enmarcado gloriosamente en las casi desaparecidas oficinas salitreras del norte de Chile. A propósito de la muerte de la reina Isabel, la prostituta más querida de esas pampas, cada lámina o capítulo exhibe las penas y avatares de las meretrices que forman su cortejo, identificadas como: la Ambulancia, la Chamullo, la Poto Malo, la Azucitar con Leche, la Pan con Queso (para los lesos), las Dos Punto Cuatro y otras de alegre memoria.

Sus historias, que son amplificaciones tragicómicas de sus sobrenombres, tienen su teatro de operaciones en los camarotes de las oficinas salitreras, donde el solteraje comparte su soledad con ellas. Estos mineros, en realidad campesinos trasplantados a la Pampa, salen a la luz, también, por sus apodos o sambenitos: el Poeta Mesana, el Astronauta, el Caballo de los Indios, el Viejo Fioca, el Cabeza de Agua y otros ilustres.

Quien rescata este álbum es un cronista memorioso, un "pueta popular" ameno y exagerado, quien declama al viento sucesos ya ocurridos, de gentes ya muertas, muy viejas o desaparecidas sin dejar rastro en esos desiertos. Es el regreso al paraíso perdido, a través de la celebración oral de las partes pudendas. Desde el conceptismo popular, recargado de retruécanos y conceptos, somos investidos de "miradas clitoríticas" y "voces vulvosas" (147); testigos mudos de "rosetas violáceas de los esfínteres" del cielo (28) y copartícipes de "increíbles safaris carnales con rugientes fieras cuaternarias" (149). Es la gesta de las huerfanías, la rememoración del origen desde una compulsión oral.

Quisiéramos detenernos en uno de los espacios privilegiados de esta novela, las piezas o camarotes, que en conjunto formaban pasajes llamados buques, en consonancia con los antiguos vapores que transportaban el salitre hacia Europa. Como aquel juego de la niñez en el cual viene un buque cargado con un objeto precioso, éstos condensan en su interior espacios, tiempos y cuerpos disímiles.

Cuando la afuerina Malanoche entra por primera vez a los buques, tiene la impresión de "estar ingresando a un recinto penal" (33) y el poeta narrador acota que son "especies de ghettos o ciudadelas fortificadas"(33). Es, entonces, un orden segregado, un espacio inmóvil, un tiempo presente marcado por un fatum. Y, sin embargo, estamos en un buque y, por ende, navegando, en la ruta de antaño, con una carga preciosa de salitre. Habitamos entonces un espacio feliz que se desplaza vertiginosamente hacia el tiempo de los orígenes. Ahora bien, esta tranquila travesía puede cambiar drásticamente de curso y el barquito encallar en un sitio remoto del futuro, convirtiéndose así sus restos en "caparazones de momias planetarias no se sabe si desenterradas o enterrándose" (42).

Ingresemos a estos buques, haciendo una visita al cuarto de Poeta Mesana, y veamos qué hay en él. Su escaso mobiliario es un catre de tubos nominado Huáscar y unos cajones de explosivos, vacíos, extraídos de la mina. La utilidad práctica de estos objetos se desdibuja al ponerlos en relación con el resto del decorado: botellas vacías de perfumes y de licores ingleses, fichas salitreras de distinta data, colecciones de piedras conformando figuras extrañas, amén de una anacrónica maleta de madera y un retrato de Gabriela Mistral recortado de la memorable revista Zig-Zag, por desgracia "profanado burdamente por unos bigotes a lápiz de cejas" (19).

Este cuarto se constituye como un mercado persa, cuyas antiguallas retienen en el presente una atmósfera anacrónica. Los buques están cargados de nostalgia, configurados como pequeñas heces, como restos que no queremos perder: el reloj Longines, la billetera de cuero legítimo, el alka seltzer, la revista sexual Luz, Popeye. El baúl popular de los recuerdos se instala en el presente desde la relectura de Tarzán y El Llanero Solitario, la escucha de las rancheras de Miguel Aceves Mejías o "Miguel Aveces Jemía" (8) y, por qué no, de la recreación del arte vanguardista en su variante creativa popular, cuando las niñas le pintan bigotes a la Gabriela Mistral, convirtiéndola en la Gioconda, de Dalí.

Este espacio de nostalgia puede vivirse también como una visita no sólo al pasado sino a los orígenes; los cuartos se convierten así en cámaras fetales y el Poeta Mesana, el Negro y Medio y el Cabeza de Agua, en fetos flotantes que comparten las alegrías y miserias de quienes los acogen. Por su parte, las niñas de los buques entran en él no sólo para cumplir su labor nutricia sino, también, para ser acogidas, para ser legitimadas desde el afecto retroactivo de sus pares masculinos, quienes así también las reengendran.

Si con La reina Isabel... un cuentero sitúa nuestro pasado en la Pampa y nos lo devuelve alegóricamente a través de una travesía en buque, cargado de las ilusiones de nuestros viejos queridos; en la novela Mala onda (1991), de Alberto Fuguet, un adolescente con mirada de publicista nos instala en un futuro incierto en Santiago de Chile, ciudad ocupada por el logo, espacio loop por el cual las rotondas chilenas son compensadas en nuestra mente por los freeways americanos, completándose así el círculo de una nueva identidad.

Mala onda está concebida como un diario de vida de un adolescente que expresa su malestar por su condición vital: incomprendido en la familia, distanciado de sus amigos y asfixiado por las convenciones del grupo social de los "nuevos ricos" de los años ochenta: en breve, malas vibras, mala onda.

Al conceptismo popular de reina Isabel le corresponde aquí, por oposición, la imaginación publicitaria. En efecto, el muchacho de esta historia, Matías Vicuña, parece un decorador de interiores. Hace siempre un comentario exhaustivo sobre distribución de muebles, combinación de colores, tipo de afiches, encuadrando el espacio en una imagen publicitaria: "Su oficina es chica y tiene un calendario de Firestone, me fijo. El primer plano de un neumático radial y, atrás, el campo chileno floreciendo en primavera" (174).

El mercado persa dispuesto en los buques nortinos, con antiguallas coleccionadas "más como pieza de museo que como motivos de adorno" (17), es aquí sustituido por un logo; es decir ­según proposición de Fredric Jameson­, por un nombre de marca que se transforma en una imagen, signo o emblema2. Así, se nos hablará de "un BMW verde limón" (230), "una corbata de seda azul con pintitas rojas Givenchi" (277), o "una farmacia con espejo gentileza de Sal de Fruta Eno" (169), o de un "cielo tan azul-paquete-de-vela que todo parece un mal comercial de línea aérea" (140).

El curioso muestrario arqueológico de piedritas nortinas es cambiado aquí por un registro de nuevos objetos y sensaciones diseñados para un consumo fulminante. Con Matías encontramos raro el sabor del agua en los aviones, vemos las imágnes de la televisión en mute y la hora en la oscuridad a través de los dígitos rojos de la radio-reloj, saboreamos el Freshen-Up canadiense (con jarabe verde al centro) y observamos cómo el vaso plástico se derrite un poco al contacto con el café hirviendo.

La mirada nostálgica de los huasos pampinos hacia tiempos y espacios idos (los campos del sur, la ciudad de Talca, las glorias navales, las salitreras) es sustituida por una mirada atenta hacia el gran Norte, fuera de los límites del idioma y de las antiguas costumbres. En esta novela juvenil, existe una Ciudad-luz, Manhattan: "Un día en Manhattan equivale a seis meses en Santiago" (58). De Santiago, sólo aparece el sector más nuevo de la ciudad (sin historia, un logo-cero), cuyo modelo es el estadounidense: autopistas (como la avenida Kennedy), grandes supermercados (Jumbo), Shopping Centers, Bowling Places, Drugstores. Aún así, ese Santiago aparece como una copia (subdesarrollada) del gran modelo, un feo remedo:

"Ojalá Santiago tuviera freeways, piensas, y carreteras por donde picar: podrías sacarle a este Accord de tu vieja unos cien o ciento diez. Pero Santiago está en Chile y lo único que hay son tréboles rascas y rotondas interminables e inútiles, plagadas de autos que dan vueltas y vueltas" (51).

Hemos desprestigiado bastante a Matías. Advirtamos que quien lo considere un sujeto alienado o superfluo o ingenuo, no vive en el reino de este mundo. A favor de él, postulemos que, en efecto, tiene una deuda con la Historia, con el pasado, con el linaje; pero es un lúcido emisario de nuestros malestares futuros, que él los vive por adelantado: la atomización de la vida cotidiana, la vivencia del cuerpo como una proyección de minicomponentes técnicos, el "jale" como tubo químico de escape y el temprano reconocimiento que nuestra ciudad ha cambiado.

Si el nuevo plan de la ciudad contempla una rotonda-loop, el antiguo, diseñado por José Donoso en su novela La desesperanza (1986), señala los lugares arqueológicos de nuestra ciudad y nos invita a visitarlos como si formaran parte de un museo o, incluso, de una serie de pequeños mausoleos de aristocracias locales, únicos lugares de permanencia en un espacio presente barrido por el loop.

Recordemos la trama de esta novela. La acción dura alrededor de un día, siendo sus tres partes: El Crepúsculo, La Noche y La Mañana. Durante el crepúsculo asistimos al velatorio de Matilde Urrutia (esposa de Pablo Neruda) en la casa La Chascona, ubicada en el barrio Bellavista de Santiago de Chile. De noche, acompañamos a Mañungo Vera (cantante de protesta, de paso por el país) y a la bella Judit Torre Fox (joven de clase alta, conectada a un movimiento de ultraizquierda) en el paseo que dan por el antiguo barrio Alto santiaguino. Y en la mañana, asistimos al funeral de Matilde en el Cementerio General.

Pablo y Matilde constituyen la pareja primordial, referente que nunca debe extraviarse, pues posibilita una reflexión genuina sobre nuestra identidad nacional; así lo intuyen Judit y Mañungo, en un sonambulesco paseo por los barrios "sagrados" de nuestra capital. Así, a la familia pampina de Rivera Letelier (de tradición oral), le corresponde la familia nerudiana (de linaje culto); al mercado persa (de animitas), el museo privado (o panteón).

La ciudad donosiana se abre como un muestrario antológico de espacios donde han ocurrido las escenas primordiales. La voz que escuchamos es la de un guía (o, mejor, la de un Curador de un museo arqueológico privado) que va nombrando las cosas, dibujando su entorno cultural, su aura, incluyendo así el tiempo. Es la recuperación de las cosas desde una arqueología del saber, como cuando se presenta el parque Forestal:

"caminando bajo los plátanos del parque legendario de Nicanor Parra y Pablo Neruda en sus juventudes, y después de otra generación anterior a la de Mañungo, cuando eran jóvenes y comenzaban a escribir o a pintar o a cantar, pero cuyos miembros ahora usaban gafas bifocales y sufrían hemiplejías y ceceaban un poco" (109).

O cuando se nos dice

que "el Museo de Bellas Artes quizás fuera más proporcionado, menos pomposo que el Petit Palais, su prototipo" (217).

O cuando se observa que una derruida comisaría cercana al cerro San Cristóbal es, en realidad, "el fragmento de una modesta quinta decimonónica con su patio posterior en forma de U y galería de vidrios, techo de calamina y un frontón de madera descascarado disimulándolo" (310).

Visitar esta ciudad será entonces como entrar a ese extraño museo Larco de Lima, esa colección privada de familia, mantenido en una casa de lujo moderado y en la cual encontramos una selección precisa de objetos y situaciones que animan el Perú desde su origen. Así también, El Curador de la ciudadela chilensis va mostrando las piezas centrales de su museo volante, destacando unas (el faldeo norte del cerro San Cristóbal), desplazando otras (el barrio Bellavista), celebrando lo permanente (el parque Forestal) e iluminando los ritos festivos (las romerías al cementerio).

Noto aquí un ansia de capturar un tiempo que se va perdiendo y que es necesario animar. El Curador debe levantar una ciudad antigua y sostenerla (del mismo modo como Neruda sostuvo sus chucherías, sus conchitas, sus casas, sus amigos), para transfigurar el espacio nacional. No importa que esta ciudad sea un mausoleo; basta con que nos acoja como una de sus piezas locales, con linaje conocido, con un legado3.

Así como hay urbes pompeyanas, incólumes al paso del tiempo, habrá también ciudadelas del futuro, ocupadas por altas torres de amplios ventanales, que ocultan a sus moradores de nuestras miradas. Por cierto, esos moradores somos nosotros mismos, inmersos en un tubo al vacío, viviendo la inanidad de un presente perpetuo. Una historia análoga nos es contada en la novela El nadador (1995), de Gonzalo Contreras.

Expongamos muy brevemente su acontecer. Max Borda y su esposa Alejandra viven en el piso veintiuno de una nueva torre santiaguina, casi sin moradores. No hay comunicación entre ellos. La mujer, de carácter depresivo, desaparece. El relato utiliza este vacío para dar a conocer un complejo puzzle afectivo familiar, que funciona al amparo de diversos triángulos amorosos.

El relato no es dramático ni es cómico; será, más bien, una introspección lúdica sobre los mundos abasolutamente atomizados de los personajes, quienes aparecen constreñidos a su individualidad.

Max es un físico que sufre a temprana edad el desafecto ante la vida. Su aparente cinismo es una máscara mal llevada de la sensación de orfandad en un espacio amniótico sin referentes. Animal de sangre fría, su vivienda natural será el piso elevado de una flamante torre, con vista a una piscina de delfines amaestrados. Habita entonces, en una Torre Gel, un espacio de brillo gélido, el maquillaje perfecto para un ser apático, retirado e inerme; alguien que sólo se distiende espiritualmente con el ejercicio de la natación.

Max cruza el solitario hall de entrada de su edificio y procede a accionar el botón de un ultracinético ascensor. La espera, aunque corta, le resulta interminable. Una vez en su piso, acciona maquinalmente el contestador automático y luego, en el momento de mayor calma, se acerca a los amplios ventanales con sus binoculares para observar el espectáculo de los delfines y el interminable paso de los autos en una avenida vecina.

Espía de su propia intimidad, Max concibe su espacio vital como un laboratorio experimental, en el cual observa a través de un vidrio los cambios que sufre la especie humana.

Buques en la Pampa, freeways en Santiago de Chile, losetas de mármol en sus empobrecidos barrios centrales, torres de espejos que nos devuelven un espacio mudo: éste es el escenario de nuestras añoranzas y desafectos, éste nuestro futuro anterior, nuestra pena de extrañamiento y nuestro reclamo de origen.

Colofón

Plaza Italia en Santiago de Chile. Un domingo no muy lejano. Chile acaba de clasificarse para participar en el Mundial de Fútbol de Francia. En ambiente de carnaval, la multitud se congrega en torno a la plaza Italia, esa plaza redonda que separa el casco antiguo de la ciudad, al occidente, de su nueva extensión, al oriente. Un personaje donosiano notaría que es un espacio grotescamente patriótico, pues está animado por la estatua ecuestre del general Baquedano, héroe de una guerra de fines de siglo pasado. Acotaría también que es una escultura en bronce de los años veinte, realizada según modelos neoclásicos, cuyo único gesto vital es su pomposa elevación, que le permite al general Baquedano otear todo el valle, cual nuevo conquistador. Esta rotonda se revela entonces como un ilustre panteón de los héroes, al cual concurrimos en romería para la glorificación de la nación.

Sin embargo, los vítores no son a la estatua; en realidad, casi ni se ve, frente a las imponentes moles de edificios que la circundan en el radio cercano. Hoy la celebración es por los peloteros y, en especial, de uno de ellos, Salas, Marcelo Salas Melinao. El Poeta Mesana, huaso pampino, descubriría en este nombre geografías y tiempos remotos y se incluiría gozoso en la farándula para volver a tocar el origen: el querido Sur, Temuco, la antigua frontera, doña Alicia Melinao, el ADN que le permite a Marcelito encaramarse hacia los cielos con el rehue y otorgarnos otro horizonte.

Un domingo reciente, nuevamente en plaza Italia. Chino Ríos acaba de obtener un triunfo que le permite ser el número uno en el tenis mundial. Los chilenos, no importando edad, peso ni condición social, salen desaforados a las calles y circulan en tropel por la rotonda agradeciendo al Chino esta victoria. Su preciso raquetazo final ha logrado colmar mágicamente todas nuestras carencias, sacándonos de la orfandad. ¿Cómo habrá mirado Matías ­protagonista de Mala ondaset de videos vistos en otra pieza circular? Yo pregunto: y si el Chino llega a fallar un golpe, ¿quién responde por él? Quizá por ello, la imagen de la rotonda-loop es su salida; es decir, anudar su paso por esta ciudad al nudo mayor formado por la corona de ciudades del torneo internacional correspondiente. ­ esta increíble aglomeración? ¿Qué habrá pensado el Chino Ríos desde su pieza circular de un hotel de Miami al ver por la televisión estas caras desfiguradas pronunciando su nombre? Solo, sin amigos, sin tradiciones nacionales a las cuales asirse, qué puede hacer Matías sino observar atónito y con miedo a esos abandonados en la rueda de la fortuna. ¿Y qué hay de las carencias del Chino, propias de un presente al vacío, acaso sólo colmadas por nosotros con un

A doscientos metros de la sagrada Plaza, desde el piso veintiuno de una de las flamantes torres santiaguinas, el personaje Max Borda enfoca la escena con sus binoculares. El espectáculo no lo logra atraer; en realidad, gane o pierda quien sea, su existencia no va a variar un ápice. De repente, tiene una feliz ocurrencia que lo hace sonreir. De seguro, a esa hora de festejos, no habrá nadie en la piscina techada cercana a su domicilio, lo cual le permitirá poder deslizarse como pieza única por el agua, cual un delfín en los mares árticos. Max Borda aparta los binoculares, junta rápidamente su ropa deportiva y abandona su departamento. Afuera, todavía sigue la bacanal.

Bienvenidos a la celebración de los espacios confrontados de la sociedad chilena, a los espacios de la suma y resta de sus imágenes en el tabloide literario.

1 "Il y a également, et ceci probablement dans toute culture, dans toute civilisation, des lieux réels, des lieux effectifs, des lieux qui sont dessinés dans l'institution même de la société, et qui sont des sortes de contre-emplacements, sortes d'utopies effectivement réalisées dans lesquelles les emplacements réels, tous les autres emplacements réels qui l'on peut trouver à l'interieur de la culture sont à la fois représentés, contestés et inversés, des sortes de lieux qui sont hors de tous les lieux, bien que pourtant ils soient effectivement localisables" (Foucault, p. 47).

2 "A logo is something like the synthesis of an advertising image and a brand name; better still, it is a brand name which has been transformed into an image, a sign or emblem which carries the memory of a whole tradition of earlier advertisements within itself in a well-nigh intertextual way" (Jameson, p. 85).

3 Para otra mirada a la ciudad donosiana, complementaria a la nuestra, remito al ensayo de la española Fanny Rubio "La desesperanza", incluido en Donoso 70 años, que reúne las ponencias del Coloquio Internacional de Escritores y Académicos celebrado en Santiago de Chile en octubre de 1994, en homenaje a este narrador chileno.

Bibliografia [ Links ]Donoso, 1986 Donoso, José. La desesperanza. Barcelona, Seix Barral. Links ]Fuguet, 1991 Fuguet, Alberto. Mala onda. Santiago, Planeta. [ Links ]Rivera, 1996 Rivera Letelier, Hernán. La reina Isabel cantaba rancheras. Santiago, Planeta. [ Links ]Textos críticos Foucault, 1987 Foucault, Michel. "Des Espaces Autres". Revue d'Architecture, Paris, 46-49. [ Links ]Jameson, 1991 [

Jameson, Fredric."Surrealism without the Unconscious". En su Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism. London/New York: Duke University Press, 67-96. Rubio, 1997 Rubio, Fanny. "La desesperanza". En Donoso 70 años. Santiago, Ministerio de Educación, 117-123. [ Links ]

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