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martes, 15 de diciembre de 2015

EL lenguaje secreto de María José Ferrada



Hace unos años era "una mesera latina más" en Barcelona; hoy, una reconocida autora de libros infantiles leída en España. Premiada internacionalmente, su obra -poética- busca devolverle al niño su capacidad de asombro ante lo cotidiano. "Hay una sobreprotección de la figura del niño que es una locura", dice esta escritora que aprendió "a imaginar cosas" acompañando a su padre vendedor viajero en el sur de Chile y que hoy dedica parte de su tiempo libre a compartir lecturas con niños enfermos. 



María José Ferrada jamás imaginó que su entrada al Reino de la Literatura Infantil vendría junto a una pizza cuatro quesos. Era el 2007. Esta temucana egresada de Periodismo en la UDP, máster en Estudios Asiáticos en la Universidad de Barcelona, se encontraba trabajando como mesera en un restaurante catalán cuando recibió una llamada.

-Fue increíble -recuerda ahora en el café de la Biblioteca Nacional de Santiago, donde está a cargo del portal Chileparaninos.cl de Memoria Chilena-. Yo había mandado mi manuscrito por e-mail a una editorial especializada que me fascinaba, así no más, de puro patuda. Un día suena mi celular y me entero de que quieren publicarme. Al minuto tengo que volver a ser una garzona latina más y llevar una bandeja de pizza a una mesa como si nada.

Después de su sorpresivo fichaje en la editorial Kalandraka -donde publicó "Un mundo raro" y "El idioma secreto", entre otros-, Ferrada dejó atrás las pizzas cuatro quesos y regresó a Chile. En su diminuto departamento del barrio Lastarria, se abocó a escribir una singular obra infantil que ya reúne diez libros ("El lenguaje de las cosas", "Notas al margen", "Niños", "Tengo un vestido blanco", son algunos de ellos) publicados en Europa y también en nuestro país.

En medio de una marea editorial saturada de libros para niños, los de Ferrada destacan por llevar al límite los misterios básicos de la infancia. Esté escribiendo sobre un verano con su abuela, un caminito de hormigas o un vestido que una niña no se quiere sacar, sus breves textos poéticos jamás caen en la tentación didáctica ni menos en el artificio fantástico. A través de una poesía torcida, como le gusta llamarla, que nunca es simplista ni acaramelada, esta atípica autora busca ante todo devolverle al niño su capacidad de asombro ante lo cotidiano, asumiendo de paso que no todo tiene explicación ni una lógica.

"¿Es verdad que el sofá es el abuelo de los muebles?" escribe. O bien: "Dentro de los nidos hay partituras para que canten los pájaros".

-Para enseñar a los niños están los padres y el colegio. No creo que esa función la tengan que cumplir los libros. Un lector es un lector y no importa la edad que tenga, hay que tratarlo como tal -sostiene.

En lugar de crear personajes-modelos a seguir, llámese el niño valiente, el aventurero, el que pregunta, Ferrada rescata la voz de niños silenciados socialmente, como lo hace en "El día de Manuel", basado en un chico que cuidó en un centro especializado de Barcelona y en "Quién es Juan", sobre un niño Down que maravilla a su entorno y que publicará Planeta este año.

El 2014, siete años después del llamado más importante de su carrera, vinieron los premios: el Marta Brunet por "Notas al margen" (Alfaguara), el de la Academia de la Lengua por "Niños" (que imagina la infancia de los 32 menores asesinados durante la dictadura militar), el Premio Poesía para niños del prestigioso municipio de Orihuela, y el de Mejor obra infantil Iberoamericana de la Fundación Cuatrogatos de Estados Unidos, por su libro más autobiográfico, "El idioma secreto".

-¿Dónde estaba María José Ferrada que no la habíamos visto?

-Soy de Temuco, hija de una clase media súper pueblerina -ríe-. A los doce años mis papás se separaron y me vine con mi mamá a Santiago. Fue traumático. No me acostumbraba.

-¿Y ahora sigues sintiéndote un poco huasa?

-Ahora soy lo más urbana del mundo, incapaz de tener una huerta en mi balcón. Pero sigo siendo huasa, melancólica. Creo que no encajo con los escritores y no me molesta seguir un camino más solitario. El ambiente literario santiaguino se me hace muy agresivo. El infantil, es pura cáscara. ¿Sabes qué?

María José se interrumpe de pronto.

-Justo hoy día me crucé con una señora con un chalequito rosado tejido a croché y me acordé de la gente de allá...

-En uno de tus libros dices "no hay recuerdo igual que otro". ¿Hay recuerdos de tu infancia que se repiten?

-Vivía en un lugar amorfo de Temuco, entre el campo y la ciudad. Las vacas venían a comerle el pasto al jardín de mi mamá. Los hijos de campesinos llegaban a vendernos moras en tarros de pintura, lo que me llamaba mucho la atención: el hecho de que tuvieran que trabajar siendo niños. Nosotros pasábamos aprietos, como la mayoría de las familias de clase media, pero yo recuerdo que era muy feliz. Me encantaba salir al centro con mi mamá, que me vieran con ella. Ella era -es- muy bonita y en ese tiempo yo creía que era la más bonita de la ciudad. Mi papá en cambio pasaba viajando. Era vendedor viajero. A veces lo acompañaba a Coyhaique en su auto y eso era una aventura. Me acuerdo que se juntaban con otros vendedores viajeros a tomar, maldecían los pueblos a los que iban y lo exageraban todo... Las historias que contaban empezaban muy serias y se iban volviendo muy chistosas, inverosímiles. Yo era una más. Y así como yo celebraba sus historias ellos celebraban las mías. De ellos aprendí a imaginar cosas.

-Lo infantil se asocia a escape, a aventura en otros mundos. Tú haces lo contrario, devolver el niño a este mundo. ¿Por qué?

-Creo que hay cierta ternura, secretos entre uno y el mundo. La forma de las cosas me llama mucho la atención. Pienso, por ejemplo, en un vaso, cómo sostiene el agua. Es fantástico si te detienes y lo miras así, es un vaso, pero también es algo muy bonito, divertido. Los niños hacen eso cuando juegan. La cuchara es la cuchara pero también es el avión que lleva la sopa hasta la boca. Me encanta esa capacidad animista de los niños, esa relación que establecen con el mundo como de complicidad mutua. No hay mayor libertad que la de imaginarse cosas a partir de las cosas, es una libertad que se va perdiendo al crecer.

-A algunos padres y profesores les asusta leerles poesía a los niños, temen que no la entiendan, que se aburran siendo que hoy todos los expertos lo recomiendan. ¿Cómo convencerlos?

-Mi papá me leía Neruda y me gustaba mucho oír cómo sonaba eso. La poesía le hace bien a chicos y grandes. Es una forma de acercarse al mundo, una forma más silenciosa. A veces una metáfora ayuda a expresar algo que el niño se guarda para adentro. Sirve para entender la experiencia de otros y la propia. Lo que nos pasa, lo que de verdad nos pasa, muchas veces no lo podemos decir, es como si el lenguaje, con todas sus reglas y su intención específica, no nos alcanzara. Entonces tal vez podamos encontrar algo ahí, en ese lenguaje que se toma más libertades.

-¿Estamos raptados por Disney?

-Yo diría que por la autoayuda. Hay una sobreprotección de la figura del niño que es una locura. Los niños se dan cuenta de las cosas y además creo que las van tomando de una forma que a ellos les acomoda. Si un libro es triste, se ponen tristes, pero al rato se les pasa. ¿Pero por qué tenerle miedo al dolor? La literatura infantil acompaña a los niños cuando conocen el mundo. La abuela le decía a la Caperucita que tuviera cuidado con el bosque, la preparaba para lo que había afuera, porque afuera hay que tener cuidado, si le quitamos el final triste, el niño no va a entender muy bien hacia dónde va eso que le quieren contar. La muerte, el dolor, la injusticia existen y está bien que el niño vaya reflexionando en torno a eso, reconociéndose, viendo cuál es su lugar en eso. Si nunca le has hablado a un niño de la muerte cuando esté la muerte ahí ya no hay cuento que se lo pueda explicar. En el campo hay un respeto al ciclo de vida, sus alegrías y penas que deberíamos todos adoptar.

-¿Escribes para niños porque en el fondo no encajas con los adultos?

-Bueno hay algo en el mundo adulto, al que pertenezco, que no me gusta. Eso de no dar puntada sin hilo, ese estar en el momento justo en el lugar adecuado, esa instrumentalización de todo que tan lejana está al mundo de los niños (y creo que a todo lo bueno). Trato de cuidarme de eso. La ternura y la sencillez son características que en nuestra cultura no se valoran. Mientras más rudo eres, mejor. A mí no me gusta eso, me deprime. Entonces creo que más que quedarme pegada en la mirada de niña me preocupo de buscar cierta sencillez que me permita vivir de una manera sensata para mí y para los que están al lado mío. No es tan fácil, porque igual te mueves en un mundo en que la sencillez se asocia con una especie de debilidad. Ahí uno tiene que ver qué le importa más. Qué le dice a uno el corazón antes de irse a dormir.

-¿Sientes que tu apuesta infantil rema en contra de la corriente?

-Todos sabemos que en Chile hay una sobreoferta de autoayuda que sólo sirve para llenar las compras ministeriales y las bibliotecas públicas. Por otro lado, no solo la poesía sino cualquier libro infantil bien hecho, de calidad, cuesta mucho, es sinónimo de libro bonito y se trata con frivolidad. O sea, el niño no lo puede hojear o manchar. Demasiado siútico. Eso para los papás españoles es impensable. Allá son objetos caseros, cercanos. Los niños están familiarizados incluso con los nombres de los autores, los saludan en las ferias, ¡a mí me gritaron una vez en la calle en Galicia! Por eso me encanta la posibilidad de publicar ahora en Zig Zag, sacar mi libro de los círculos cerrados.

Mundos raros

Si el nombre de María José Ferrada es sinónimo de calidad certificada en el mercado editorial nacional, su figura fresca, aterrizada, viene a derribar ciertos clichés históricos que persiguen a nuestras autoras infantiles.

-Siempre se ha asociado a la escritora para niños como una señora ociosa que no trabaja o cuida a sus hijos y que escribe bien pero no le da para hacer literatura seria y adulta. Le ha pasado a todas desde Marcela Paz a Alicia Morel -comenta-. Yo ni siquiera soy mamá.

Estudiosa, decidida y trabajólica "como una hormiga", a Ferrada le gusta el contacto directo con la realidad infantil más cruda. Todos los sábados va al Hospital Calvo Mackenna a reunirse con niños enfermos, muchos de ellos terminales, con quienes comparte un momento de lectura.

-No es de guaguatera o porque me gusten los niños porque sí. Lo hago porque tengo una necesidad de observar a los demás, entender. Y la verdad que escuchar a gente tomando café en el Tavelli no me ha servido mucho. Prefiero los hospitales, las cárceles, tal vez porque creo que ahí me encuentro con algo. Y lo busco porque quiero entender qué es el otro, me interesa saber eso. Me encantan los libros, pero eso sé que no lo voy a encontrar en un libro -reflexiona.

-¿Qué te pasa cuando sales del hospital?

-No salgo con el corazón hecho trizas, creo que pongo un poco de distancia, si no no podría trabajar con ellos o con otras personas que tengan cerca el dolor físico, la muerte. Claro que te quedas pensando un rato, piensas que ojalá les salgan bien sus tratamientos, que ojalá no sufran, pero no me quedo dándole mucha vuelta a eso todo el día o si no me pondría mal y alguien mal no trabaja muy bien. Los niños son bastante perceptivos.

-¿A qué conclusiones llegaste observando a los niños con autismo en Barcelona?

-Yo tengo un tío con Down y pensaba que sería algo así, pero esto era otra cosa. Es un mundo que sigue siendo para mí muy misterioso. Pero cuando los conoces mejor ya sabes qué cosas los ponen nerviosos o qué cosas los calman. Con algunos podía conversar y me hablaban de lo que les gustaba, los perros, el metro, el Barça, otros eran solo ruiditos, entonces con esos había que comunicarse con palabras sueltas, gestos. Yo tenía una regalona que se llamaba Belén, tenía una enfermedad muy rara que hacía que su cuerpo fuera muy frágil, era diminuta, tenía 15 años y medía un metro. Ella no hablaba, solo le gustaba que la metieran al agua, era la única forma en la que estaba tranquila. Era muy rabiosa porque estaba atrapada en un cuerpo minúsculo que no le permitía moverse ni expresarse, entonces yo la paseaba en brazos y le cantaba, creo que se calmaba un poco porque se me apoyaba en el hombro.

-¿El estar tan rodeada de niños y de sus mundos interiores puede hacer dudar del deseo de ser madre?

-Creo que son cursos que la vida va tomando, uno cree que decide, pero tampoco es tan así, sería un poco frío pensar: "Ahora que tengo 38 años voy a tener un hijo". Es verdad que yo nunca he sentido esa necesidad de ser madre de la que me hablan mis amigas que lo son, pero tampoco es una postura política, como pensar que la familia es una institución que no funciona, no creo eso. Tengo una pareja y creo que los dos somos una familia, un tipo de familia que no tiene hijos.

-¿Te da miedo enfrentar la crianza real?

-(Reflexiona) Tal vez no es miedo la palabra, sino que tiendo a la conservación más que a los cambios y ser madre sería un cambio radical, no hay vuelta. Ese no hay vuelta me da miedo, tal vez más que a otras mujeres. Pero quién sabe. Si los libros creo que deben nacer de la necesidad, me imagino que un hijo mucho más.

"Me encanta esa capacidad animista de los niños, esa relación que establecen con el mundo como de complicidad mutua. No hay mayor libertad que la de imaginarse cosas a partir de las cosas, es una libertad que se va perdiendo al crecer".

"Hay algo en el mundo adulto, al que pertenezco que no me gusta. Eso de no dar puntada sin hilo, ese estar en el momento justo en el lugar adecuado, esa instrumentali-zación de todo"

Los caballos salían de la memoria de mi abuela a pastar sobre la mesa.

Recuerdo su galope por el mate.

El descanso en las castañas y la miel.

El padre y los hermanos de mi abuela, montados en pequeños caballos cruzando la cordillera del pan y de la leche.

No hay un recuerdo igual al otro.

Y este no se deja arropar.

Aunque haga frío.

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