por Mahfud Massís
Sobre el pecho blanco de la poesía de Chile hay, desde hace dos años, otra franja de luto. Carlos de Rokha, el poeta de los misterios implacables, transpuso la más pesada de las puertas, en una partida sorprendente, súbita, como aquellas imágenes fulgurantes que encendieron el rostro de su propia poesía.
Pocas existencias como la suya, en un ámbito mediocrizado, entregado al ludibrio de las horas fáciles: caminando sobre el alambre del infinito, solitario en su condición esencial de hombre, se enfrentó con un mundo cuyos resortes menores no conoció jamás, pero que dominó en su centro mágico, desde el que bulle su lenguaje incandescente hacia los cielos profundos.
Acaso nunca pasó por la poesía chilena una figura que hubiera roto con mayor nú- mero de compromisos con el ancho mundo de las conveniencias como lo hiciera Carlos de Rokha. Vivió obsedido por una pasión fundamental; a ella se encaminó como flecha encendida que buscó su blanco, autodevorándose, incinerándose en su trayectoria, pero tocando la carne de un lenguaje cuya estructura desafiará al tiempo.
Criado en un hogar de poetas y de artistas, bajo dos grandes sombras cuyas dimensiones limitan con los confines de la poesía, Carlos de Rokha, el soñador temible, el "desordenado de los sentidos" -por invocar la imagen del Rimbaud que él tanto amara-, fue capaz de llenar un itinerario donde cada una de las estaciones llevaba su propio nombre. La majestad de su soledad, ese vivir en los abismos del corazón, le hicieron arrancar acordes purísimos a su poesía, cuyas alas poseen una movilidad parecida a los discos alucinantes que nuestra época comienza a descubrir en el vasto firmamento.
Carlos de Rokha, el niño sorprendente de la poesía chilena poseía la íntima y terri- ble madurez de quien ha vivido numerosas vidas; por ello su lenguaje tiene la unidad y transparencia del cristal y la complejidad contradictoria de los mundos ignotos entrechocándose.
Entre estas fuerzas en pugna, su bondad nativa, su prístina inocencia, se desgarraron, lejos del alarido de la espectacularidad barata. Proyectó sus ojos sobre su propio mundo, en una búsqueda extraña, en perpetuo descubrimiento de su ser desolado.
A tanta distancia como cercanía se escucha su voz en esta "Segunda Agonía y Alabanza," poema ejemplar de cándida belleza, que esconde, sin embargo, un dolor agudo, traspasador, como hierro al rojo blanco, y cuya trágica elegancia disimula el grito que hierve en la conciencia y en el corazón:
"Es tan persistente el dolor de mis ojos/ que niego el paraíso y afirmo que la luz no podría vivir sin la sombra./ Digo que nada hace suyo al hombre sino después de un largo dolor hacia adentro/ por mortaja de viento recóndito impulsado/ hasta que la misma sangre es una piedra donde sus deudos lloran." "Hay una hora para llorar la dicha semejante a un río perdido/ pues todo lo que amas cesará en un instante de latir/ y sólo los profundos cánticos en que el hombre celebra/ el fuego, el mar, la sangre y su agonía/ serán, os digo, eternos como el héroe/ que ahí desnudo y libre un día alzará/ las doradas columnas que sostendrán la tierra."
Sostenido, sereno, puro, Carlos de Rokha manejó el lenguaje con el señorío modesto y autoritario de su condición de artista irremediable. Pero no se crea que el don le fue entregado en su caja de diamante, sin que el sudor y la sangre hubieran acuñado la moneda que exigen como precio los oscuros dioses. Carlos fue el trabajador incansable, el condenado a galeras en los océanos sin crepúsculos de la poesía. En todos los altibajos de su existencia, a la sombra del hogar, donde el estímulo era el pan de cada día; en sus viajes, guiado por una brújula desconcertante que le imprimía ritmos inciertos; en las calles y en las salas de espera; en la cárcel, donde compartimos el mendrugo amargo de la persecución política, siempre, siempre, una hoja blanca recogía sus signos misteriosos, su escritura única, abstraído al corretaje humano, atento a la (...)2 arcaica de sus sueños, como si estuviera desenterrando ciudades muertas en la imaginación de los hombres.
Pero este poeta de abecedario individual, reconocible entre muchos, alimentaba a menudo las raíces de su ser arrojando sus antenas a los cuatro costados del mundo, transformando su tráfago en esencias, o en grito rebelde, cuando el llanto de los desamparados exigía justicia. Supo ser un hombre de su tiempo, una conciencia, un luchador desolado; fue generoso, de generosidad suicida, generoso en la amistad y en el amor, irremediablemente generoso, aun frente a aquellos que no la merecían. Su estupenda condición humana entroncábalo a toda la humanidad, y su ímpetu juvenil, dionisíaco, le permitió vivirla con todos sus sentidos abiertos, a veces en expediciones llenas de quebrantos y de acre sabor.
La poesía fue su vida; su vida fue su poesía. La defendió con pasión, si bien de modo indirecto, siempre dentro de su esquema universal. Su cultura precoz, vastísima, y el lujo de una memoria sin debilidades, le permitían desmenuzar los movimientos literarios con el acabado conocimiento, en particular los europeos de vanguardia, a los que en un tiempo se consideró adscrito.
Carlos partió a los 42 años, en un septiembre aciago, cuando mucho podíamos esperar de su denodado aliento. Sin embargo, como intuyendo su desorbitado viaje, trabajó, vivió, creó con ánimo furioso, y dejó entre sus papeles una enorme obra cumplida, un ciclo inédito que es menester rescatar definitivamente.
Rindo, en nombre de los poetas de mi generación, un tributo ardiente a Carlos de Rokha, uno de los poetas señeros de mi tiempo... Rindo homenaje a su vida, impregnada de dolor y desventura; a su amistad, a su lealtad, a su generosidad de hombre superior; rindo homenaje a su ejemplo, a su modestia y a su orgullo, a su conducta irreductible en esta tierra donde "el arte" está entregado a concesionarios inescrupulosos, y le hago llegar nuestro saludo, como si estuviera vivo, porque lo está, lo está ciertamente en su poesía.
Y a Winétt,3 su madre, deseo recordar en este minuto que quiero fijar con palabras. A ella, a quien Carlos cantó con dolor lacerado. Esta fecha señala su partida hace tres lustros casi. Me ha correspondido recordarla muchas veces desde entonces, en la prensa o en la tribuna. Y aunque hoy es su aniversario, le pido me perdone por haber hablado de mi amigo Carlos, porque si a ella el silencio quiso ahogarla, también intentó estrangular al poeta de "Memorial y llaves." Quiero agradecerle a Winétt de Rokha no sólo el que nos haya dado su radiante poesía, sino también el que nos haya dado a Carlos de Rokha, sucesor de su lengua cristalina y del verbo ardiente de Pablo, gigante solitario de las letras americanas.
Winétt de Rokha -artista, mujer y madre- apoya su efigie en el trípode de las altas encarnaciones humanas, y el esplendor de su vuelo expresivo no hace sino confirmar su condición entrañable de madre y de mujer.
Heroína sin pretenderlo, su existencia configura una estampa ejemplar, y fue la luz en una casa enorme de artistas, donde la conducta y la creación fueron la norma.
A numerosos años de su fuga terrestre, ella continúa todavía alumbrando, como un candil en la puerta, señalando un camino.
Yo solamente quiero nombrarla esta vez. Pero la nombro tomando su recuerdo con mis dos manos, para ponerlo ante vosotros, en vuestras manos, como estará mañana en las manos del pueblo al que tanto amó, y al que entregó muchas veces el hálito de su poesía.
1 Palabras con motivo de haberse cumplido el 6 de agosto el decimocuarto aniversario de la muerte de Wi- nétt de Rokha (nota del autor). Aparecido en La Prensa el 16 de agosto de 1965, según establece Memoria Chilena, sin consignarse otra información: www.memoriachilena.cl/mchilena01/temas/documento_detalle.asp?id=MC0014835 "Winnét" sin tilde en todo el texto.
2 Borroso en el original.
3 Con una sola t además de sin tilde.
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