escritora chilena
Al pensar en
el encierro resulta inevitable evocar ciertas imágenes relativas a la cárcel: aparecen
las rejas como declarando sentencia, los clásicos motines, el hacinamiento;
condiciones infrahumanas de un país en vías de desarrollo. El ojo inquisidor se
hace notar con la típica frase: “Algo habrán hecho”, en fin, no es tema por
ahora. Dejemos a los motines extinguirse en su propio fuego mientras un
centinela nos alumbra el pensamiento disperso y vemos que no siempre son rejas
las que nos separan del mundo, a veces son barreras que ponemos para alejarnos
de aquello que consideramos amenazante. Pensemos en formas menos evidentes de
perder la libertad: el trabajo precario y sin expectativas del que no posee
educación, la marginación social, el destierro, el aislamiento intenso de los
depresivos, de los que pasan largas temporadas en el hospital, la reclusión de los
ermitaños, los atrincherados en un búnker de guerra con la muerte al acecho,
quienes deambulan con hambre en medio del Sahara cuando la libertad pierde
valor, a merced de la incertidumbre y las necesidades humanas. También están
los acostumbrados al encierro, porque no conciben otra manera de vivir y añoran
los grilletes en los tobillos cuando vislumbran un mundo desconocido, amenazante,
porque en el fondo el ser humano es domesticable y cómodo; suele evitar el
cambio frente a esta transformista de mil caras llamada libertad, esta profesional
del escapismo que cautiva e ilusiona con
su hálito divino, en medio del inhóspito paraje del sufrimiento. La devastación
del dolor nos afecta a todos directa o indirectamente, cuando vemos personas
acorraladas por su propio drama; las víctimas de maltrato intrafamiliar por ejemplo,
que no piden ayuda y asumen con naturalidad una situación patológica. Mucho queda por decir respecto a este complejo tema,
pero estábamos hablando de la cárcel, de quienes no buscan conscientemente
perder su libertad, hablamos de las rejas, de los motines, cuando la televisión
sale a la palestra con la falta de recintos penitenciarios; el número de reos
por metro cuadrado, el combate efectivo contra la delincuencia, el
endurecimiento de las penas, los temas del día a día que constituyen el barniz
de una escenografía teatral que se desploma, porque la libertad y la privación
de esta son algo más que palabras de utilería, más que votos perdidos o ganados
en elecciones. La libertad nos convoca a reflexionar sobre aspectos que a todos
incumben, relacionados con actitudes, con convicciones, con ese espíritu
colectivo que nos habita, que camina por nuestras calles convertidas en
fortalezas en medio del duro combate contra la delincuencia. Miremos bien alrededor,
veamos nuestro entorno y la seguridad:
rejas y murallones cercando nuestras viviendas, ofertas para alarmas, amenazas de robos, asaltos, vecindarios que se
organizan para impedir una situación que nos vuelve vulnerables y nos enfrenta
de manera concreta a la violencia. ¿Vivimos en un país libre? ¿Somos libres
realmente o creemos serlo? ¿Será una solución endurecer las penas, armarnos
hasta los dientes y tomar clases de defensa personal para enfrentar a los
delincuentes como héroes de película infantil? Seguro nuestros honorables
parlamentarios saben de sobra, que semejante tema requieren de un enfoque
multidisciplinario, porque la libertad, con sus múltiples aristas, no es juego
de niños. La sociedad está formada por personas que merecen respeto, respeto
para vivir y por qué no decirlo; respeto para morir, conceptos que salen a la
palestra si miramos el medio oriente, centro de la conciencia colectiva de gran
parte de occidente, que nos hace añorar la paz más allá de las diferencias
geográficas, políticas o religiosas. Deseamos paz para el mundo, paz para
Sudamérica, paz para las víctimas de sus propias rejas, paz para aquellos
chilenos que ante un incendio no lograron escapar de las llamas y murieron
calcinados al interior de sus viviendas cercadas por rejas de protección,
convirtiéndose en reclusos de su propio miedo. Esta reflexión está dedicada a
ellos, quienes fueron noticia durante uno
o dos días sin que su muerte cobrara real sentido o generara algún debate a
nivel nacional. Simplemente ocurrió, como suelen ocurrir algunas muertes, ante
la mirada impávida de una sociedad acostumbrada a los barrotes de la inseguridad,
una sociedad que elude un tema tan
sensible y trascendente, un tema que hace honor a la famosa frase de Mahatma
Gandhi: La causa de la libertad se convierte en una burla si el precio a pagar
es la destrucción de quienes deberían disfrutar la libertad.
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