Andrew Marvell (1621-1678), hijo de un ministro de la Iglesia de Inglaterra, estudió en Cambridge. Entre 1640 y 1642, viajó por Francia, España, Italia y otros países del Continente. Fue tutor de la hija de un noble, en cuya casa de campo escribió la mayor parte de sus poemas líricos; y luego secretario de John Milton. Se hizo entonces partidario de Cromwell —el líder de las fuerzas parlamentarias que eventualmente ejecutaron al rey Carlos I— y fue tutor de su sobrino. Con la posterior restauración monárquica, salvó a Milton de la prisión y tal vez de su posible ejecución. Durante los últimos veinte años de su vida, fue miembro del parlamento y activo político, autor de sátiras y panfletos. Murió de fiebre terciana, en manos de un matasanos.
Sólo a causa de tres célebres poemas («La definición del amor», «El jardín» y «Las Bermudas») y de uno de los más famosos de la lengua inglesa, «A su tímida amada», Andrew Marvell es hoy tal vez el más conocido de los poetas metafísicos, mote despectivo del mordaz doctor Johnson, que los condenó por su supuesta oscuridad antinatural, al «uncir con violencia las ideas más heterogéneas». Marvell no nos parece difícil ahora, pero quizás lo era para el lector inculto de su época. Como Donne, el primero y mayor de los poetas metafísicos, Marvell buscó la novedad, la metáfora —ese «contacto momentáneo de dos imágenes», como dijo Borges— que sorprende y estimula la imaginación y el intelecto. Las metáforas geográficas y astronómicas de «La definición del amor», por ejemplo, debían ser difíciles de entender; y quizás también la vasta visión histórica, esos «desiertos de vasta eternidad» de «A su tímida amada». Todavía el hombre no tenía una clara idea de su enorme pequeñez; pero sí el poeta, que también fue capaz de suplantar imaginativamente a los primeros ingleses en llegar a las tropicales Bermudas.
Debemos la existencia del delgado tomo de poesías de Marvell a su ama de llaves, que a su muerte rescató el manuscrito. Pero Marvell figuró en la historia como un político menor y secretario de Milton, y su poesía fue apreciada sólo gracias a T. S. Eliot, que encontró en él «una virtud modesta y ciertamente impersonal, llámese ingenio o razón, o incluso sofisticación (...) algo precioso y vital y aparentemente extinto (...)». El ingenio característico de los poetas metafísicos no es en Marvell mera ingeniosidad, sostiene Eliot, porque «no sólo se combina, sino que se funde con la imaginación»; en «A su tímida amada», que toma como ejemplo, «la ingeniosa fantasía» («mi amor vegetal», «hasta la conversión de los judíos») es la «decoración estructural de una idea seria».
La poesía de Marvell, en todo caso, apasionada pero cerebral, fantástica pero real, sobrevive y nos deleita intelectualmente aún. Sólo espero que algo de esa poesía haya sobrevivido en este torpe traslado al español. (T)
Sólo a causa de tres célebres poemas («La definición del amor», «El jardín» y «Las Bermudas») y de uno de los más famosos de la lengua inglesa, «A su tímida amada», Andrew Marvell es hoy tal vez el más conocido de los poetas metafísicos, mote despectivo del mordaz doctor Johnson, que los condenó por su supuesta oscuridad antinatural, al «uncir con violencia las ideas más heterogéneas». Marvell no nos parece difícil ahora, pero quizás lo era para el lector inculto de su época. Como Donne, el primero y mayor de los poetas metafísicos, Marvell buscó la novedad, la metáfora —ese «contacto momentáneo de dos imágenes», como dijo Borges— que sorprende y estimula la imaginación y el intelecto. Las metáforas geográficas y astronómicas de «La definición del amor», por ejemplo, debían ser difíciles de entender; y quizás también la vasta visión histórica, esos «desiertos de vasta eternidad» de «A su tímida amada». Todavía el hombre no tenía una clara idea de su enorme pequeñez; pero sí el poeta, que también fue capaz de suplantar imaginativamente a los primeros ingleses en llegar a las tropicales Bermudas.
Debemos la existencia del delgado tomo de poesías de Marvell a su ama de llaves, que a su muerte rescató el manuscrito. Pero Marvell figuró en la historia como un político menor y secretario de Milton, y su poesía fue apreciada sólo gracias a T. S. Eliot, que encontró en él «una virtud modesta y ciertamente impersonal, llámese ingenio o razón, o incluso sofisticación (...) algo precioso y vital y aparentemente extinto (...)». El ingenio característico de los poetas metafísicos no es en Marvell mera ingeniosidad, sostiene Eliot, porque «no sólo se combina, sino que se funde con la imaginación»; en «A su tímida amada», que toma como ejemplo, «la ingeniosa fantasía» («mi amor vegetal», «hasta la conversión de los judíos») es la «decoración estructural de una idea seria».
La poesía de Marvell, en todo caso, apasionada pero cerebral, fantástica pero real, sobrevive y nos deleita intelectualmente aún. Sólo espero que algo de esa poesía haya sobrevivido en este torpe traslado al español. (T)
La definición del amor
Traducción de Nicolás Suescún
Mi amor es de tan raro nacimiento
como de objeto extraño y elevado:
lo engendró la desesperación
en la imposibilidad.
Sólo la desesperación, magnánima,
podía mostrarme tan divino asunto:
allí volar no puede la débil esperanza
sino batir en vano sus alas de oropel.
Pero yo podría llegar como el rayo
allí donde mi alma extendida se fijó,
mas clava la Parca sus cuñas de hierro
y siempre se interpone entre los dos.
Pues sólo con ojos celosos mira ella
dos amores perfectos, o los cierra:
su unión, de hacerse, sería su ruina
y depondría su poder tiránico.
Por lo tanto, sus decretos de acero
nos colocaron cual dos distantes polos,
(aunque girando el mundo del amor
en torno nuestro) sin poder abrazarnos.
Aunque se desplomara el mareado cielo
o quebrara la tierra nueva convulsión
y, para unirnos, tuviera el mundo
que ceñirse a un solo planisferio.
Cual líneas oblicuas, pueden los amores
saludarse muy bien en cada ángulo:
mas las nuestras, que son tan paralelas
e infinitas, no pueden encontrarse nunca.
El amor, entonces, que nos une
y que la Parca prohíbe con envidia,
es la conjunción de la mente
y la oposición de las estrellas.
A su tímida amada
Traducción de Nicolás Suescún
Si tuviéramos bastante mundo y tiempo
tu timidez, señora, no seria delito.
Sentados pensaríamos hacia dónde marcharnos
para pasar nuestro largo día de amor.
Tú encontrarías rubíes en las riberas
del Ganges de la India: yo me lamentaría
con la marea del Humber. Te daría mi amor
desde diez años antes del Diluvio,
y tú, si quisieras, podrías decirme «no»
hasta después de la conversión de los judíos.
Mi amor vegetal crecería más lento
y sería más vasto que un imperio.
Al menos cien años se me irían en alabar
tus ojos y en contemplar tu frente,
cuatrocientos en adorar tus senos
y treinta mil en el resto del cuerpo.
En cada parte al menos una época,
para tu corazón la última de todas:
porque tú te mereces este trato
y yo por menos no te quiero.
Pero pasa que a mis espaldas siempre oigo
la alada carroza del tiempo que se acerca,
y que allí, ante nosotros, yacen por todas
partes desiertos de vasta eternidad.
Tu belleza ya nadie encontrará
ni resonará en el mármol de tu bóveda
el eco de mi canción. Y los gusanos robarán
esa virginidad por tanto tiempo resguardada.
Tu arcaico honor polvo se hará
y toda mi lujuria se tornará ceniza.
La tumba es lugar muy selecto y privado
pero nadie, creo yo, hace allí el amor.
Por lo tanto, ahora que el color joven
se posa como el rocío sobre tu piel,
mientras transpire tu alma dispuesta
por todos los poros instantáneas llamas,
pudiéndolo, hagamos lo que nos dé la gana
y como aves de rapiña enamoradas
devoremos más bien nuestro tiempo
en vez de languidecer entre sus fauces.
Comprimamos toda nuestra ternura
y toda nuestra fuerza en una bala
y a través de las rejas de hierro de la vida
disparemos nuestro placer violentamente.
Así haremos, al menos, que corra nuestro
Sol, no pudiendo lograr que se detenga.
Ojos y lágrimas
Traducción de Nicolás Suescún
¡Que sabia fue la naturaleza al decretar
que con los mismos ojos se viera y se llorara,
para que habiendo visto el vano objeto
estuviéramos dispuestos a quejarnos!
Pues la vista a sí misma se engaña
y desde falso ángulo calcula las alturas,
estas lágrimas que miden mejor todo,
caen, como plomada o acuático hilo.
Dos lágrimas, pesadas largo por la pena
en los platillos de las balanzas de los ojos,
y luego pagadas en forma equitativa,
son de mis alegrías el precio verdadero.
Lo más bello que nos muestra el mundo,
la risa, incluso, en lágrimas se torna,
y esas alhajas que apreciamos tanto
se derriten en los pendientes de los ojos.
He recorrido, creo, todos los jardines
rodeado de rojos, de blancos y de verdes,
pero de todas las flores que vi en ellos,
miel no, apenas lágrimas, extraje.
El sol, también, que lo ve todo, destila
el mundo a diario con alquímicos rayos,
pero halla que la esencia es sólo lluvias
y al instante en piedad las transforma.
Feliz es aquel que la pena bendice,
aquel que llora más y que ve menos
y que para tener la vista siempre clara
se limpia los ojos con su propio rocío.
Magdalena, más sabia por sus lágrimas,
disolvió sus cautivantes ojos
y al fluir, unidos, liquidas cadenas,
en grillos pusieron los pies del Redentor.
Ni velas henchidas que van presurosas
al hogar, ni la casta dama de vientre
abultado, o la luna llena, son tan bellas
como lo son dos ojos hinchados de llorar.
La mirada brillante que aviva el deseo,
empapada en estas olas, pierde su fuego,
mas se apiada el Tronante a menudo
y aplaca en ella a los siseantes rayos.
El incienso, apreciado antaño por el cielo,
lo fue como lágrima, no como perfume,
y las estrellas son hermosas en la noche
porque a lágrimas de la luz se parecen.
Abrid, ojos míos, vuestra doble compuerta:
practicad asi vuestro más noble uso,
pues otros pueden también ver, o dormir,
mas llorar sólo pueden los ojos humanos.
Caed ahora cual dos disueltas nubes
y allá lejos deteneos en cada lágrima:
caed pues, gota a gota, cual dos fuentes,
o volcáos y ahógaos cual dos torrentes,
y dejad que éstos inunden vuestras fuentes
hasta ser lo mismo los ojos y las lágrimas.
y que unos y otras diverso papel cumplan:
que lloren estos ojos, que vean estas lágrimas.
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