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domingo, 2 de marzo de 2014

La sexualidad femenina en cinco escritoras del siglo XX. Colette, Violette Leduc, Monique Wittig, Marie Cardinal y Catherine Millet

Por Eugenio Núñez Ang



La literatura escrita por mujeres se encuentra inscrita en la necesidad de Scherezada: manifestarse para continuar viviendo, sacar a la luz lo oculto, atrapar con sus historias al seducido lector. Al escribir, la mujer intenta descubrirse a sí misma, para mostrarse al otro, para ser reconocida y establecer el pacto comunicativo, el encuentro. Porque la lengua, denotativa y connotativamente, puede convertirse en el lugar de la máxima transferencia: la amorosa y la literaria. Freud plantea los mecanismos de la creación como resultante de una impotencia en el artista para encontrar satisfacción en la realidad, impotencia que motiva el repliegue sobre la vida imaginativa, en un proceso que denominó sublimación. Catherine Millot presupone que “la escritura procede de una imposibilidad la de un goce en nombre del cual todo otro goce será recusado como muy desigual”. A la mujer se le impuso el silencio, por tanto empezó a bordar susurros y cuchicheos, pero encontró en el revés de su tejido otras formas para decir lo que tenía que callar. De allí, la prominencia de diarios, relatos autobiográficos, cartas, una literatura del íntimo yo, frecuentemente metamorfoseado, bordado en imágenes donde figura y fondo ocultan lo que muestran. En especial, todo aquello que Scherezada entretejía en sus historias: el goce del cuerpo, los múltiples y variados goces de la sexualidad metaforizada.

La literatura francesa, como todo en su inquietante cultura, ha sido siempre de avanzada, rompiendo cercos, abriendo surcos. Gracias a ella, hemos podido acercarnos a lo fundamental humano, a aquello que nos es vital para conocernos y reconocernos, para otorgarle un cuerpo a nuestros fantasmas, a nuestros deseos, pero también a nuestras realidades: nuestras historias de amor: “ese cataclismo irremediable del que no se habla más que después” (Kristeva, 1987: 3). En este sentido, las escritoras francesas han dejado una buena muestra, a pesar –como lo es en toda la historia de la literatura– de la predominancia masculina, nombres fundamentales como los de George Sand, Colette, Simone de Beauvoir, Francoise Sagan, aunque de origen belga: Marguerite Yourcenar, Marguerite Duras, Violette Leduc, Christine Rochefort, Marie Cardinal, entre otras.

Uno de los temas tratados en la escritura de las mujeres es el de su sexualidad. El segundo sexo de Simone de Beauvoir se convirtió en el canon por excelencia a partir de los movimientos feministas. Multicitada, Simone de Beauvoir puso el dedo en múltiples llagas. Gracias al feminismo y, en consecuencia, a Simone de Beauvoir se recuperó una buena parte de los “hechos y los mitos” pero, con especial ahínco, de “la experiencia vivida”. “Lo personal es político” fue una de sus banderas. Uno de estos hechos y mitos, frecuentemente ocultado, negado, censurado o vilipendiado, es la existencia de mujeres que aman a mujeres. El nombre de Safo sería suficiente para establecer su origen casi desde los principios de la humanidad. Aunque de origen griego, su nombre traspasa fronteras no sólo por su valor literario, pues su nombre junto con el de la isla que habitó serán factuales y míticos, a la vez: Safo y Lesbos connotarán la experiencia amorosa vivida por muchísimas mujeres. Aunque, en la literatura anterior al siglo XX se hizo referencia a esta pasión amorosa, jamás se le dio la importancia debida. Al contrario, se le trató sardónicamente, condenándola u ocultándola. No es extraño que una de las novelas capitales al respecto, El pozo de la soledad de Radclyffe Hall, haya tenido tanto éxito. Por una parte, porque era uno de los primeros libros que trataba abiertamente el tema, lo que atraía a la comunidad homosexual para identificarse con sus protagonistas, y, por la otra, porque la relación lésbica allí narrada se permea de la culpa cristiana y del consiguiente castigo, lo que convenía a la moral dominante.

Colette escribe Le pur et le impure en los mismos años que Marcel Proust, Sodoma y Gomorra (1922) o Andre Gide Corydon (1924) y que Radclyffe Hall El pozo de la soledad, libros capitales para la cultura gay. En 1931, Colette empieza a escribir el libro a publicarse en varias entregas bajo el título: Ces plaisires… (Esos placeres…) cuya temática giraría sobre las diversas posibilidades o variantes en las relaciones sexuales. La narradora se limitaba a ser una mera observadora, a guardar distancia sin adoptar ningún juicio crítico, si acaso mera sorpresa por las relaciones amorosas fuera de lo establecido. En el primer capítulo, una mujer finge, por compasión, sentir placer cuando tiene relaciones sexuales con un joven enfermo. En el siguiente capítulo, un envejecido Don Juan descubre que mientras él sólo busca conquistas ocasionales, las mujeres, en cambio, pretenden la permanencia. Herbert Lottman apunta en la biografía de Colette que “este Don Juan afirma que en el fondo Colette no es una mujer, y ésta admite sufrir ese ‘hermafroditismo mental’ aunque cree que esto nada tiene que ver con sus experiencias lesbianas. Más tarde deja claro que incluso cuando se vestía como un chico seguía siendo una mujer, y que las otras mujeres lo sabían” (Lottman, 1997: 223).

Colette había descrito a Claudine, uno de los personajes en los que se desdobla para hablar de sí misma, de la siguiente manera:

Tenía yo doce años y el lenguaje y los modales de un chico inteligente y algo huraño, pero mi porte desgarbado no era del todo varonil en virtud de un cuerpo ya moldeado femeninamente y, sobre todo, de dos largas trenzas silbantes como latigos a mi alrededor. (Colette, 1983: 72)

El tercer capítulo de Ces plaisires… nos narra la historia de dos mujeres: Renée Vivien y su amante, Natalie Barney, Renée morirá víctima de los excesos alcohólicos y sexuales. El tono un tanto tremendista de esta historia de amor lésbico dará paso a otras historias de amor entre mujeres, pero estas parejas se distinguirán por la actitud responsable y comedida del amor, pues cada parte estará consciente de las prioridades y necesidades de la otra. Colette retratará la pasión homosexual de una manera diferente a como lo hacen sus amigos: Marcel Proust –cuyos personajes homosexuales no se comprometen con el otro, sino lo utilizan únicamente como una relación ocasional, objetal; o Radclyffe Hall en El pozo de la soledad, quien pinta el amor lésbico como una experiencia angustiosa. Colette, al contrario, pretende dejar constancia del amor homosexual como una relación tan natural y gozosa como cualquier otra. Lottman recuerda una carta que Colette dirigió a Una Troubridge, la compañera de Radclyffe, en la que le explica porqué estaba en desacuerdo con el concepto de anormaldiad que se desprende de El pozo de la soledad. Para Colette, y así lo plantea a través de Claudine, en Claudine à l’école, una mujer ve a otra mujer como un objeto de placer y sin ninguna excusa o pretexto de por medio goza de ese placer, goza de esa mujer, aunque sea voyeurísticamente. Este tipo de amor responde a sus necesidades, a sus apetitos y no tiene por qué cuestionarlas o culpabilizarse.

La narradora o voz narrativa “Colette” nunca usa la palabra lesbiana u homosexual. No ve la necesidad de etiquetar a sus personajes. Sin embargo, a pesar de lo revolucionario de su propuesta, y tal vez por condicionamiento social, utilizará otros adjetivos descalificativos, calificando sus relaciones como “perversas”, “imprudentes”, “inmaduras”. Imbuida de la tradición griega, Colette, tanto con sus mujeres que aman a mujeres como en parejas femeninas no lésbicas (Colette y Sido, Chérie y Lea); plantea una necesidad manifiesta de protección, de apoyo; una mujer de mayor edad que ofrece atención, cuidado, alguien en quien refugiarse. La persona más joven recibirá placer, pero la mayor, al dar ese placer adoptará la actitud maternal. La figura femenina dominante en la jerarquía de Colette es precisamenrte la de la figura materna.

Al censurarse y cancelarse el proyecto Ces plaisires…, Colette se dedicó a transformar Estos placeres en Le pur et l’impur, que consideró como su mejor libro. Colette deja plantada la semilla para el tratamiento del amor lésbico en la literatura. A partir de ella se realizará una radical transformación que revise las diferentes variantes de este y otro tipo de relaciones.

Sin embargo, las recurrentes imágenes planteadas por Colette de mujeres en la búsqueda de dos pechos maternales que las nutran, las protejan, darán paso a las heroínas de Violette Leduc que, además de cariño y cuidado, necesitan voluptuosidad, gozo carnal. Para Monique Wittig, la importancia de la obra de Violette Leduc estriba en que no sólo se limita a retratar a dos mujeres haciendo el amor, sino porque la narradora es, asimismo, lesbiana y al describir a estas mujeres deja constancia de su propia experiencia. La lesbiana no será únicamente un tema u objeto en el discurso literario, visto con un punto de vista externo, por alguien ajeno o pretendidamente distante como Germaine de Staël, George Sand, Colette, Radclyffe Hall, Sylvia Plath o Anaïs Nin quienes, según Wittig, no asumieron su propia sexualidad y prefirieron quedar, dentro de la estructura falocrática, como mujeres no domesticadas, rebeldes, insumisas. Para Wittig sólo el movimiento de liberación femenino ha sido capaz de producir textos lésbicos en un contexto de total ruptura con la cultura masculina, textos escritos por mujeres exclusivamente para mujeres, sin buscar la aprobación masculina.

Violette Leduc, fundamentalmente en La bastarda y en La locura ante todo, aparece hundida en la soledad, la enfermedad, los temores psicóticos. Un alma obsesionada por encontrarse a sí misma. Ella será pues su propia heroína, su obra no deja de ser novela, ficción, pero también es realidad, autobiografía. En La cacería del amor Leduc estalla contra la censura:

Mi construcción se viene abajo. La censura ha hecho caer mi casa con la punta del dedo. Si pudiera echarme a sus pies me echaría. Me explicaría. Le diría que el principio de Estragos no es puerco. Es verdadero. Ensuciará al que quiere que lo ensucien. Es amor, son descubrimientos. Thérèse e Isabelle son inocentes. Se aman en un colegio durante tres o cuatro noches. No ven el mal. ¿Lo vería la censura donde no esté Thérèse e Isabelle? Son demasiado auténticas para ser viciosas. No hay vicios. Hay enfermas que necesitan curarse. El sexo es para ellas un sol deslumbrante. Se acarician. Es su religion. Su infierno. Es el tiempo. Su tiempo es limitado. No son mujeres condenadas. Son privilegiadas. Intercambian lo que han encontrado. Descubren el mundo entre dos piernas. Yo describiría el ardor, los ímpetus, las grandiosas imprudencias de Isabelle; la obediencia exaltante de Thérèse[…] Mi tinta: plasma; mi pluma: un cordón umbilical. Mi texto dactilografiado: un recién nacido. La censura le ha cortado la cabeza. ¿Debo guardar a mis dos sacrificadas en un cajón? Es probable. Vegetaré bajo mis dos libros que no se venden. Chapoteo en la sangre de mis dos muertas. ¿Soy demasiado pesimista? El editor teme la censura, ya lo he dicho. Le repele la franqueza de un texto. Se acabó, he perdido mi tiempo, Isabelle. No eres una mercancía que se vende con rebaja en los muelles. Eres un artículo ajado. No te mostrarán a la clientela. Tenía dieciocho años. Thérèse la ha perdido, Thérèse la pierde aún […] La literatura es un abismo. Estoy en ese abismo. Soy un parásito con parásitos ante mí. (Leduc, 1974: 19-21)

Ese abismo al que se asoma Leduc, abisma igualmente al lector. Al oponerse al censor, esta insumisa mujer plantea el cambio del paradigma cultural: Thérèse e Isabelle son puras, inocentes, afortunadas, se han encontrado y realizan su amor porque en él se realizan ellas mismas: hacer el amor ocupa un lugar central en el texto, aunque no todo el texto como El cuerpo lesbiano de Monique Wittig o La vida sexual de Catherine M. de Catherine Millet. Pero Violette Leduc deja suficientemente planteado que esos son momentos privilegiados, un paraíso, una verdadera epifanía. Violette Leduc elige deliberadamente un estilo lírico para producir en sus lectoras el efecto de éxtasis, de alegría, de placer. Sus cambios sintácticos se acomodan en oraciones largas o cortas para recrear, de esta manera, los momentos de tensión y relajación, de grito y de gemido que se produce en el encuentro amoroso de esas dos mujeres.

Monique Wittig llevará más lejos esta experimentación textual. Para ella el poder de la palabra y los placeres del cuerpo femenino están íntimamente relacionados. Hacer el amor es una fuente primaria de inspiración, un placer instintivo que transforma a las amantes.

Frecuentemente una amante trabaja sus gestos o sus mímicas para transformarse, por complacer a su amante, en la o las animales que siente más cercanas. En estado de hipnosis, no es difícil de conseguir. Es necesario despojarse de los gestos más habituales, para encontrar aquellos de su o de sus animales. No se trata de una imitación, sino de una mímica. No es fácil realizarlo en cualquier momento, por ejemplo, bajo el ruego tierno de una amante. (Wittig, 1981: 18)

En Le corps lesbien (El cuerpo lesbiano), Monique Wittig ha creado, mediante recursos tipográficos evidentes e impactantes, el incesante uso de hipérboles –aún en la tipografía misma– y una ruptura sintáctica que, además del innovador uso de los signos de puntuación, se fundamenta con la escisión del pronombre Je, en francés, o su traducción al español Yo en J/e, Y/o, creando, asimismo, imágenes que modifican las tradicionales figuras de la literatura masculina para nombrar el cuerpo femenino. Wittig no vacila en convertir su espacio en Lesbos (“según la opinión de todas, Lesbos es un lugar particular. Unas dicen que sólo las lesbianas frecuentan Lesbos. Otras son de la opinión de que todas las amantes van alguna vez. Las portadoras de fábulas dicen que también ellas van a Lesbos” (Wittig, 1981: 128)) y retornar al tiempo de las Amazonas.

Al principio, si alguna vez hubo un principio, todas las amantes se llamaban amazonas. Y vivían juntas, amándose, celebrándose, jugando, en aquel tiempo en que el trabajo todavía era un juego. Las amantes, en el jardín terrestre, se llamaron amazonas durante toda la edad de oro. Después, con el establecimiento de las primeras ciudades, un gran número de amantes rompieron la armonía original y se llamaron madres. Amazona tuvo entonces para ellas sentido de hija, eternamente niña, inmadura, aquella-que-no-asume-su-destino. Las amazonas fueron desterradas de las ciudades de las maderas. Es en ese momento cuando se tornaron violentas y combatieron para defender la armonía. Para ellas el antiguo nombre de amazonas no había cambiado de sentido. Significaba ahora algo más: aquellas-que-guardan-la-armonía. Más tarde hubo amazonas en todas las edades, en todos los continentes, islas, banquisas. Es a las amazonas de todos los tiempos a quienes debemos haber podido entrar en la edad de gloria. Benditas sean. (Ibid., 14)

El cuerpo lesbiano se torna en un himno al cuerpo de las mujeres –de todas las mujeres aunque preponderantemente de mujeres que aman a mujeres–; Wittig retoma los mitos sáficos, las leyendas, los espacios, una isla, una playa, el mar, el color violeta, los cuerpos de féminas musculosas, los nombres únicos dentro del santoral lésbico como Albina, Amastris, Anactoria, Andrómeda, Lilith, Circe y muchas otras amazonas. Fundamental es renombrar el cuerpo amado: la vulva, los labios, el clítoris con nombres como alas: “La palabra ‘ninfas’ que designaba los pequeños labios de la vulva, ha sido sustituida por la palabra ‘alas’ de uso más cómodo. Las alas baten y también transportan. La expresión ‘tener las alas mojadas’ designa todo estado de excitación. Algunas dicen ‘vas a mojarte las alas’ a una amiga que duerme fuera esa noche, sin preocuparse por el rocío, o a aquella que sale cuando una tormenta se avecina: ‘Volar con sus propias alas’ es una expresión cuyo empleo se ha ido perdiendo y cuyo sentido es ‘conviene volar siempre con alas propias”.

Wittig reivindica la sangre, en la que figura –por supuesto– la menstrual: “entre las amazonas y las hechiceras, algunas gozan de la reputación de tener privilegio de sangre. Son las vampiras, las lamias (antigua amazona compañera de Atenea que sabía quitar y ponerse los ojos a placer) o las sirenas”. De esta manera, los textos de Monique Wittig (El cuerpo lesbiano, Las guerrilleras…) traspasan las fronteras de una literatura lésbica para convertirse en literatura lésbica-feminista pues intenta reexaminar y redesignar el universo femenino, empezando por redefinir el cuerpo como un espacio femenino en un nuevo tiempo femenino en el que es necesario abolir ese pasado predominante masculino. Reinventar el lenguaje implica reinventar el cuerpo y de esta manera las relaciones que se establecen cuerpo a cuerpo.

A partir del alter ego de Colette, Claudine, el Yo de Violette Leduc –sean Thérèse e Isabelle, sea ella misma–, al J/e (y/o) de Monique Wittig, el punto de vista femenino, el voyeurismo de la autocontemplación, gana en intensidad pues se enfoca en el sí misma para entrar en relación con la otra u otro. Es, prácticamente, más de medio siglo para adquirir madurez, autoconciencia, en una cultura donde la autoconciencia recibirá énfasis del movimiento de liberación femenina con el fin de poder nombrar las cosas sin tapujas, censuras, cánones patriarcales o judeocristianos, para encontrar, precisamente, las palabras para decirlo.

En 1975, Marie Cardinal publica Las palabras para decirlo (Le mots pour le dire). Cardinal enfrenta al lector a las vivencias de una joven física y moralmente desamparada, víctima de transtornos imposibles de nombrar, “a los que nadie tenía que mirar allá dentro” (Cardinal, 1980: 11), ni siquiera ella misma; por eso le llama simple y llanamente “la COSA”, así con mayúsculas. Ella acepta que “nadie mete en una institución para enfermos mentales a una mujer porque sangra y esto la aterroriza” (Ibid., 13) o porque ha tenido una madre que le ha inculcado los principios cristianos del deber ser de una mujer: saber bordar, cocinar, ser una buena esposa, una buena madre, fiel a la religión cristiana, por tanto no divorciarse, no abortar, no tener conciencia de su propio cuerpo; o por tener la alucinación de su padre como un “ojo vivo” mirándola: “ojo perverso, cruel, glacial (que le hace sentir) una intensa impresión de vergüenza” (Ibid., 135); en suma de “tener vagina, senos, pelos largos, cara maquillada, vestidos” y “otras ventajas coquetonas y encantadoras […] seres que evolucionan en los tonos pastel, particularmente el rosa, el azul pálido, el blanco, el malva […] cuyo papel en la tierra consiste en ser la sierva del señor, la diversión del guerrero y la mamá. Engalanadas, perfumadas, adornadas como relicarios, frágiles, preciosas, delicadas, ilógicas, con cerebros de pájaro, disponibles, el orificio abierto siempre, siempre dispuesto a recibir y a dar”.

Pero también “levantarse por la mañana antes que los demás, preparar el desayuno, escuchar a los hijos que quieren decir todos algo al mismo tiempo, rápidamente. El planchado al alba, los zurcidos a primeras horas de la mañana, los deberes y las lecciones de la aurora. Seguidamente la casa vacía y una hora para trabajar como una condenada haciendo un mínimo de limpieza, recoger la ropa sucia, humedecer la ropa limpia, preparar las legumbres para la comida, limpiar los retretes. Lavarse, peinarse, maquillarse, arreglarse” y un largo etcétera que Cardinal resume en varias páginas (Ibid., 230-234). Todo ello, por supuesto bajo la férula del decálogo heredado por el institucional superyó condensado en la figura materna: “una mujer debe ir siempre limpia y resultar agradable a los ojos”; “las mujeres deben pagar con penas la dicha de echar hijos al mundo”; “la casa es el espejo del alma […] a mujer dejada, casa sucia”; “hay que ser tanto una esposa como una madre, si aspiras a tener un buen marido”; (Ibid., 232-233) para, finalmente, recibir el premio de ser internada en un asilo: “¡Estará muy bien aquí, abuelita! ¿No le parece, abuelita?” Y luego “el gris del agotamiento y el beige de la resignación”.

El personaje de Cardinal luchará contra estos fantasmas con ayuda del psicoanálisis. Así aflorarán alrededor de su ser mujer elementos consustanciales, como la envidia del pene: “me hubiera gustado mucho tener algo parecido en la parte baja de mi vientre en vez de mi fruto liso” (Ibid., 93); la masturbación: “los muchachos se manoseaban hasta que se erguía su pito, nosotras decíamos que se ‘tocaban’. Jamás en nuestras conversaciones, ocurría que las chicas se tocaran. Por otra parte ¿qué podrían haberse tocado? No tenían NADA que tocarse” (Ibid., 98); la regla, de la que, según le informa o advierte su madre, con la rigidez y soberbia de quien detenta la verdad última: “no nos gusta demasiado hablar de estas cosas”.

Sin embargo, como también le anticipa “el Señor nos somete a pruebas que debemos aceptar con alegría pues nos hacen dignas de acercarnos a Él”; “un día encontrarás un poco de sangre en las bragas. Luego esto volverá a sucederte cada mes. No duele, es sucio y es preciso que nadie se dé cuenta de ello, […] La primera resulta sorprendente en un principio, pero te acostumbras y se puede disimular con facilidad. Se parece a la transpiración, al hambre a cualquier función natural. ¿Comprendes lo que quiero decirte[…]? Es algo inevitable, estamos hechas así, hay que respetar las leyes del Señor cuyos caminos son inescrutables” (Ibid., 105-107). Por supuesto, la niña aterrorizada, “miraba la alfombra sin verla. Estaba paralizada por aquella situación, por aquella conversación, por aquella revelación” (Idem). El matrimonio, las relaciones sexuales, la gestación, el aborto serán temas conflictuados por la admonitoria voz de la madre y el omnipresente poder del padre, a pesar de su ausencia, pero como el Gran Ojo de Dios dominándolo todo y a todos.

Además del psicoanálisis, esta mujer encontrará en la escritura la salida a sus conflictos, para romper con “la cosa” que le había transmitido su madre y adquirir la alegría de gozar, de vivir, de decir y construir su mundo.

Michel Foucault reconoce la abundancia de discursos que, a partir del siglo XVIII se han escrito sobre la sexualidad. Sin embargo, a cada texto nuevo, volvemos a sorprendernos, y lo que pareciera estar suficientemente dicho, parece que aún no lo está: “nos ocultamos la enceguecedora evidencia por inercia y sumisión, y de que lo esencial se nos escapa siempre y hay que volver a partir en su busca”. Catherine Millet, reconocida y prestigiosa crítica de arte, escribe y pública La vida sexual de Catherine M. (La vie sexuelle de Catherine M.), texto autobiográfico sobre las múltiples posibilidades de las relaciones sexuales. Una narración donde se reconoce abierta y gozosamente la satisfacción, el placer del cuerpo –el propio y el del otro, los otros– pero fundamentalmente el placer de narrarlo para descubrirnos cómo el verbo se hace carne; la carne, sangre que fluye, se agolpa; se escurre.

Catherine Millet reconoce el poder de la imaginación: “paladeo igualmente el acto de masturbarme bien envainada por una verga de lo más real. En este caso tardo más en correrme; me cuesta más concentrarme en mi relato fantasmático porque el sexo que me ensarta no excluye el que me imagino” (Millet, 2001: 244). La lectura de La vida sexual de Catherine M. deberá despertar, poner en juego las reglas del relato fantasmático de un sexo que nos ensarta por los ojos y penetra nuestra mente, nuestra imaginación, nuestros recuerdos, nuestros anhelos, nuestras fantasías realizadas o no. El texto se convierte en el espacio de la cohabitación, en el tempo no sólo del lector que se limita a gozar del placer del texto, que reduce la acción a mero acto o discurso, sino que también se escribe o reinscribe mentalmente en una provocación de diferentes niveles, todos ellos tendientes a la liberación de los fluidos sanguíneos, seminales, corporales, oníricos.

Octavio Paz plantea que “cuerpo y mundo se acarician o se desgarran, se reflejan o se niegan” (Paz, 1969: 129). Catherine Millet nos descubre su cuerpo y su mundo. Así los espacios son importantes. El lecho no será ese lugar impenetrable e íntimo, sino se abrirá al mundo: en toda su extensión: la parte trasera de un auto o asomar el culo por la ventanilla del auto para permitir la entrada a quien lo desee, los cogederos públicos del Bois de Bologne, los urinarios, el estadio a cielo abierto, cualquier espacio, grande o pequeño, abierto o cerrado, se reducirá siempre al doble espacio de su cuerpo y su imaginación: “en el pequeño vehículo bamboleante, yo era el ídolo inmóvil que recibe sin pestañear los homenajes de una serie de fieles. Era la que me imaginaba ser en algunos de mis fantasmas” (Millet, 2001: 152). La satisfacción de masturbarse en una pequeña litera, mientras dormía junto a su madre, o coger con su hermano pequeño: “cuando todas las luces estuvieron apagadas, nos bajamos los pantalones y follamos a fondo. Sin decir palabra y sin siquiera un breve gemido camuflado de suspiro de gusto, sin más movimiento que la imperceptible contracción de las nalgas que apenas provoca un balanceo de la pelvis […] el placer se alcanza porque uno ha asumido el silencio absoluto y la práctica tetanización de los cuerpos” (Ibid., 154).

Pero también está el placer de decirlo, de contarlo. Catherine recuerda a algunos de sus compañeros sexuales cómo se complacían en decir o escuchar gemidos, palabras, de relatar lo que se está viviendo: “¿te gusta?, ¿quieres más?, eres una puta, ¿quieres que me venga? ¡¿te los quieres tragar?!” Porque la experiencia sexual que vivimos con Catherine M. es múltiple: coger, mamar, masturbarse y masturbar, con uno, dos, varios; es la reinvención del Kama Sutra, “espero describir como es debido –nos dice–, la embriaguez que me embarga cuando me llena la boca un miembro turgente; uno de los componentes de esa ebriedad es identificar mi placer con el del otro; cuanto más se inflama, cuanto más netos son los gemidos, los estertores o las palabras de aliento, tanto más me parece que se exterioriza el apetito loco que se manifiesta en el fondo de mi propio sexo.”

Sin duda, a algunos les parecerá un libro pornográfico; bien por aquellos que amen la pornografía porque seguramente este libro les encantará. Yo diría que el libro tiene varias lecturas, una es didáctica, sus enseñanzas sobre el ejercicio de la sexualidad lo instalan dentro de los libros más recomendables sobre el placer de amar. Otra es masturbatoria, en un mundo tan insano, gélido y anestesiado, qué bueno que este libro nos despierte, nos caliente y nos haga sentir vivos. Otra es terapéutica, para articularlo entre el principio del placer y el principio de realidad y entendamos que aquello que Cardinal denominaba “COSA” puede tener otros nombres y aliviar esos traumas de los que nos habla Las palabras para decirlo. Igualmente una lectura filosófica que nos lleve a pensar como lo hace, por ejemplo, Catherine Robbe-Grillet: “da carta de nobleza a algo que está absolutamente despreciado tanto por los hombres como por las mujeres […] ¿por qué una mujer no tiene el derecho de decidir que quiere ser la mujer-objeto?” O una lectura crítica para afirmar, como Vargas Llosa, que es “una reflexión inteligente, cruda, insólitamente franca, que adopta por momentos el semblante de un informe crítico […] Libro inteligente y valeroso”. Pero también se impone una lectura feminista pues, como la misma Catherine Millet reconoce: “pertenezco a la generación de mujeres a las que las obras feministas se impusieron la tarea de guiar en la explicación de su cuerpo” (Millet, 2001: 246) y, en consecuencia, encontrar respuestas a las exigencias del propio cuerpo, sin ambages ni justificaciones. Fornicar debe ser una libre elección. Si se coge por placer, aprender a gozar de ese placer, para que coger ya no sea un problema. Pero como diría nuestro queridísimo Hamlet “That is the question”. LC

Bibliografía

Cardinal, Marie (1980), Las palabras para decirlo, Barcelona, Argos Vergara.
Colette (1983), La casa de Claudine. Sido, Barcelona, Bruguera.
Foucault, Michel (1989), La voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI.
Kristeva, Julia (1987), Historias de amor, México, Siglo XXI.
Leduc, Violette (1974), La cacería del amor, Buenos Aires, Sudamericana.
Lottman, Herbert (1997), Colette, Barcelona, Circe.
Millet, Catherine (2001), La vida sexual de Catherine M., Barcelona, Anagrama.
Millot, Catherine (1993), La vocación del escritor, Buenos Aires, Ariel.
Paz, Octavio (1969), Conjunciones y disyunciones, México, Joaquín Mortiz.
Wittig, Monique (1977), El cuerpo lesbiano, Valencia, Pre-textos.
Wittig, Monique (1971), Las guerrilleras, Barcelona, Seix Barral.
Wittig, Monique y Sande Zeig (1981), Borrador para un diccionario de las amantes, Barcelona, Lumen.

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