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martes, 13 de julio de 2010

APUNTES SOBRE MISHIMA DE LA WEB




Yukio Mishima, entre Eros y Tanatos

Por Roderick Guzmán Meza

Yukio Mishima terminó su vida con un sable en las entrañas y con la cabeza sobre el embaldosado de la oficina de un cuartel militar. Allí había llegado para reclamar la dignidad de tiempos idos, el honor de épocas ya perdidas y demostrar su lealtad al emperador.

Algunos le consideraron un demente, alguien impulsivo y paranoico, con cierto malévolo narcisismo. Resultó herido su ego, su vanidad fue convertida en polvo por aquello que consideró decadencia. Su sacrificio no logró nada porque Japón continúo siguiendo los modelos occidentales.

Ese acto de presunto patriotismo, tal vez era una especie de catarsis para matar el pasado que le perseguía, para iluminar las sombras que le acechaban. Aquellos tiempos en que era sometido y humillado por una abuela chiflada que le hizo vestir de niña con rulos y el rostro empolvado.

¿Borraría Mishima con su suicidio la mancha oprobiosa que sobre su frente se había extendido como una úlcera? ¿O acaso palpitaba en él una vena de masoquismo propio de la virgen desflorada o del sirviente flagelado que anhelan la visión del agresor que les ha ofrendado la penetración y el latigazo?

El escritor japonés era una criatura desdoblada. Su fiera virilidad, su poderosa y vibrante hombría le otorgaban una imagen dura, casi de metal, como si nada en el mundo pudiera doblegarle. Su voz tenía el sonido del relámpago, pero su gesto era sutil como el vuelo de una brizna de hierba o el delicado rumor de la corriente en la orilla.

Su interior era una llanura de algodón, un soto cubierto de pétalos. De allí esa incapacidad para entenderse a si mismo, para completar la inteligencia de su organización psicológica y aceptar que todo había cambiado en el imperio.

Fue alguien con la necesidad de mostrarse monumental y heroico, pero también impulsado al abismo por el enemigo interior que lo acosaba y hostilizaba a cada momento. Su frágil espíritu se ocultaba tras el poderoso físico.

De niño vivía prisionero. Pertenecía a una familia modesta que logró ascender a un sitial de cierta importancia en la burocracia de su país. La abuela de la que hemos dicho dos palabras antes, pertenecía a un noble linaje de samurai y cortesanos.

De ella le llega la idea de ese honor contaminado por el egoísmo y el amor propio corroído por el rencor de saber desplazada su dignidad. Esta mujer era una hoguera y calcinaba la sensibilidad de Mishima, nacido Kimitake Hiraoka.

Esta mujer fue el punto geográfico donde comenzó el camino de Mishima hacia el recinto militar donde cuarenta y cinco años más tarde alcanzaría otra forma de fama a costa de su holocausto personal.

Doce años estuvo secuestrado, vestido de niña con bucles y lunares artificiales en las mejillas, con los retorcidos labios pintados de granate. Encajes en las enaguas y pendientes en las orejas, le daban a Mishima un aspecto de criatura hecha de gasa y bronce.

Como Mishima se mostrara curioso por ciertas características de su cuerpo, la abuela Natsu montaba en cólera y lo sometía a correazos. No le permitía el llanto y si por alguna razón, una lágrima resbalaba por la comisura de sus ojos, le hacía mirar sin pausa el reflejo de las llamas que crepitaban en la chimenea o la espada de samurai colgada en la pared.

Tal vez por eso Mishima endurece siempre su mirada ante la luz y por eso prefería un poco los ambientes un tanto melancólicos y sombríos para escribir, el único sitio que le permitía llevar a cabo una especie de exorcismo para expulsar los demonios que siempre le atormentaban.

Sus biógrafos señalan aquella época como el momento en que su tendencia homosexual logra identificarse por el escritor. Algunos alegan que Mishima solo fue un invertido teórico o al menos tenazmente reprimido.

En opinión de la escritora belga, Marguerite Yourcenar, “aquella hada loca puso en él, probablemente, el grano de demencia que antaño se consideraba necesario para el genio”.

Cuando por fin logró la liberación, Mishima cambió la dependencia por la de su madre, que sustituye a la abuela fallecida en un paroxismo de irascibilidad, víctima de un aneurisma. ¿Sería esta la genética que hubiese aguardado a Mishima si hubiera vivido algunos años más?

Entonces el autor de Caballos Desbocados y La Máscara se transforma en Edipo. Ama a su madre con ternura casi femenina. Acude a ella con el llanto aflorando en sus ojos y con la voz convertida en un hilo. A esa Yocasta, Mishima entrega todos sus escritos en busca de aprobación o consejo. Nunca rompió esa sumisión.

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El último samurai: Yukio Mishima

mishima2.jpgCasi al mediodía del 25 de noviembre de 1970, un hombre sobre cuya frente va ceñida una cinta con el emblema japonés, arenga a los soldados desde un balcón del Cuartel de Ichigaya. En su discurso, que pocos escucharon con atención, protestaba contra la constitución impuesta por los USA en el Japón de la post-guerra y llamaba a los japoneses a recuperar la importancia de la figura del Emperador y rescatar las tradiciones japonesas. Pero fue abucheado por los soldados. Luego de tres vivas al Emperador, aquel hombre entró de nuevo al cuartel.

Ésa sería la última aparición en público de Yukio Mishima, de 45 años, un escritor altamente respetado en Japón, tres veces nominado al Premio Nóbel de Literatura. Lo que ocurrió luego adentro del cuartel fue un meticuloso ritual suicida llamado Sepukku (conocido en occidente como Hara-kiri). Pero aunque la planificación de los detalles de esta acción comenzara 12 meses antes, hay muchos indicativos de que el Sepukku y la toma del cuartel eran algo que venía rondando obsesivamente a Mishima desde hacía muchos años atrás.

Para los que han leído Caballos desbocados, una de las novelas que conforman su tetralogía “El mar de la fertilidad”, el argumento y las circunstancias de aquella mañana de noviembre son demasiado similares como para ser una casualidad. Y si bien es cierto dicha tetralogía fundamentó su visión del Japón de aquel entonces, es en esta novela donde las motivaciones ideológicas detrás de lo que se convertiría en su suicidio están fríamente desglosadas.

En su juventud, Yukio Mishima era un hombre extremadamente tímido, muy bajo, delgado y “feo”, según algunas mujeres que lo conocieron entonces. Además, el asumir su identidad homosexual no fue un proceso sencillo. Ello está relatado en su libro Confesiones de una máscara.

Por estos detalles, no resultó extraña la afición de Mishima por las pesas y el físico-culturismo. La obsesión por transformar su debilucho cuerpo en uno musculoso y fuerte parecía estar motivada en superar sus complejos personales y alimentar su auto-estima. Pero algunos allegados aseguran que su obsesión por el físico-culturismo no fue más que el comienzo de su larga preparación para el suicidio. Mishima comenzó el entrenamiento físico 15 antes de su muerte. Según su visión, ejecutar el sepukku con un cuerpo viejo y feo es deshonroso, y su visión se convierte en algo indecente.

Luego de formar el cuerpo que él quería, se sintió impulsado a exhibirlo. Se hizo retratar en las poses más extrañas: como un San Sebastián atravesado por flechas, ahogándose en arenas movedizas, atropellado por un camión o con un hacha en la cabeza. También se le miraba en una foto, semi desnudo, fingiendo abrirse el vientre con una espada...

Actuó en algunas películas menores, como gángster o asesino y hasta cantando alguna canción, y comenzó a estudiar artes marciales. La lectura del Hagakure, una guía práctica y espiritual del guerrero samurai, fue sumando elementos a lo que ya venía formándose en su mente. Su profunda admiración por los samurais, los rituales de honor, la figura del Emperador (considerado en aquel entonces como un dios) y la decadencia en la que sentía había entrado Japón y todas sus tradiciones luego de la rendición de la II Guerra Mundial, fueron convirtiéndose en la base teórica para justificar ante otros un plan concreto de acción.

En 1968 funda el Tate-no-kai, la Sociedad del Escudo, un ejército privado en que sus integrantes, compuesto sobre todo por jóvenes estudiantes, juraban lealtad incondicional al Emperador japonés. Según la instrucción impartida por el mismo Mishima, el Emperador no era una persona en sí sino que representaba la esencia de todo Japón. Los miembros de dicha sociedad se entrenaban física e ideológicamente para estar dispuestos a “morir sin matar” y funcionar como un escudo humano para proteger con su cuerpo la vida del Emperador.

Luego de la fallida arenga a los soldados, Mishima retorna al despacho del General Kanetoshi Mashita a quien tienen prisionero. En la introducción del libro Mishima, locura para el mundo, la autora Ángeles López describe de esta manera lo que habría de ocurrir:

De forma pausada y sumido en el más absoluto silencio ritual se despoja de la chaqueta y, tras quitarse las botas apartándolas a un lado, se desabrocha el pantalón que cae sobre los muslos flexionados. A dos metros del general, se arrodilla pausadamente. Toma en su mano derecha la espada corta, mientras Morita, a su espalda, levanta en alto la katana que cercenará su cuello. Mishima inicia el balanceo de torsión, mientras, con los tres dedos centrales de la mano izquierda localiza el punto del abdomen al que apunta su daga. Da tres nuevos vivas al Emperador. Tras una inspiración profunda contrae la musculatura del tórax. Un grito seco y gutural. La daga entra a fondo y cruza rápidamente el abdomen empujada por una fuerza y una voluntad hercúleas. La sangre sale a borbotones acompañando a las entrañas. Cuando en un último esfuerzo, Mishima logra llegar al lado derecho, cae hacia delante. Morita ha esperado demasiado para segarle con un corte la cabeza... y ahora la posición no es la adecuada. Resulta difícil decapitar un cuerpo caído. La punta de la espada tropieza contra el suelo y el cuello profundamente herido no se secciona. Lo intenta una vez más mientras el cuerpo de Mishima yace convulso sobre sus propios intestinos. Fracasa un tercer golpe hasta que, temblando, entrega la katana a Furu Koga, quien de forma hábil corta limpiamente la cabeza del fundador del Tate-no-kai.

El general se inclina todo lo que le permiten sus ligaduras y murmura la oración budista para los muertos: “Manu Amida Butsu”.

Ogawa despega reverentemente la daga de la mano de Mishima y se la entrega a Morita que se ha desvestido y arrodillado. Furu Koga ya está a su lado con la katana en alto. “No me dejes sufrir mucho tiempo”, suplica Morita. Su cabeza rueda al primer golpe de katana.

Los tres jóvenes supervivientes no pueden dominar su emoción y estallan en llanto. No porque Mishima se hubiera practicado el Hara Kiri –que es en realidad una forma incompleta de Seppuku, pero es el modo en que lo denominamos en occidente-, sino porque han hecho “el supremo sacrificio de renunciar a morir”.

Antes de salir hacia el Cuartel de Ichigaya, Mishima dejó sobre la mesa de su casa el manuscrito recién terminado de La corrupción del ángel, novela con la que cerraba la tetralogía de “El mar de la fertilidad”, con instrucciones precisas para ser publicado. Pedía además ser enterrado con el uniforme del Tate-no-kai, para dejar claro que moría no como un hombre de letras, sino como un soldado fiel al Japón.

Hay quienes insisten en que la toma del cuartel y la arenga pública, lejos de tener un fondo político, eran el pretexto de Mishima para convertir su suicidio en un espectáculo. Sin embargo, quienes han estudiado su vida comprenden que sus creencias ideológicas no surgieron de la noche a la mañana y que un suicidio honroso era parte de toda una filosofía de vida para el escritor.

Como dato curioso hay que agregar que otros dos escritores japoneses, considerados por Mishima como sus maestros literarios, también se suicidaron: Ryunosuke Akutagawa tomó una sobredosis de veronal a los 35 años, luego de una crisis nerviosa en que sufrió de alucinaciones y angustia, generados sobre la posibilidad de haber heredado la enfermedad mental de su madre, quien perdió la razón poco después de darlo a luz.

Por su lado, Yasunari Kawabata fue encontrado muerto por envenenamiento en un cuarto lleno de gas propano cuando tenía 72 años. Kawabata había ganado el Premio Nóbel de Literatura en 1968, año en que también Mishima había sido nominado. Los allegados de Kawabata insistieron en decir que se trató de un accidente, aunque su precaria salud y el impacto que le causara el espectacular suicidio de Yukio Mishima, con quien tuviera una cercana amistad, parecen haber influenciado para que tomara dicha determinación.

(Publicado en C.A. 21, parte 2 de la serie El Club de los Escritores Suicidas).

Recordando a Yukio Mishima

Por Iván Soto

Releer El marino que perdió la gracia del mar, obra maestra de sesenta y dos páginas de Yukio Mishima, es remontarse a la adolescencia de una forma difícil de explicar. Su autor tenía cuarenta años cuando la escribió, y aún así cada línea en este libro parece provenir de alguien muchísimo más joven.

A la vez me recuerda esta época puesto que por entonces los libros que uno lee, son los que preceden a la leyenda de un autor, y qué figura mitológica de la literatura es más impactante para un adolescente que la de este señor, que escribió 40 novelas, 18 obras de teatro, 20 libros de relatos y veintitantos de ensayo para irse a morir de una forma tan dramática, sin conseguir nunca el aspirado Nobel.

Recuerdo que lo que más me impresionaba de este tipo era su pasión por la recuperación del Boshido de los Samurai. Fue un escritor que dominaba a la perfección artes marciales como el karate y el kendo, que fundó un club con más de 100 miembros para recuperar este código (como su pequeño ejército personal). Una pasión que además estaba siempre presente en sus obras, que aunque buscaban una estética mucho más moderna siempre parecían atadas al lastre de las costumbres antiguas.

Un magnífico creador de atmósferas que siempre imprimía en los diálogos de sus personajes una carga filosófica pesada, con una visión particular de la vida que configuró la narrativa de sus creaciones.

Su primera novela tocaba el tema de la homosexualidad en el Japón de la posguerra, de ahí siempre se mantuvo presente en la vida pública de su país inmerso en un escándalo perpetuo. Fue nominado al nobel en varias ocasiones, pero en 1968, cuando Kawabata recibió la presea, supo que nunca la conseguiría (aún cuando el receptor del Nobel declarara que tuvo que haber sido suyo).

Para mí su mito siempre se ha cernido por encima de su obra, aún cuando esta es genial en todo sentido. La fascinación por la muerte que lo llevó a cometer seppuku (suicidio ritual japonés) de esa manera.

Se infiltró a un campamento militar junto con su pequeño grupo de seguidores, abdujo al comandante del regimiento e intentó convencer a los soldados, por medio de un manifiesto, para que dieran un golpe de estado. El intento culminó en burlas y abucheos que seguían sonando cuando Mishima se atravesó el estómago y luego fue decapitado por uno de sus amigos (antiguo amante suyo).

Aún cuando esto sucedió en la vida real (con un trabajo de preparación teatral alrededor), para mí siempre será una de las muertes más impactantes en la literatura (como si ocurriera dentro de los universos de ficción que él mismo creó).

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