Una vez tuve dieciséis años. A
esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era alvolver de Saigón, después del
amante chino, en un tren nocturno, el tren deBurdeos, hacia 1930. Yo estaba
allí con mi familia, mis dos hermanos y mib madre. Creo que había dos o tres
personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un
hombre joven enfrente mío que memiraba. Debía de tener treinta años. Debía de
ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies
desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas
sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias,
el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los
bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de
conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la
de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía.
Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo
hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de
la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos.
Hablar así bajo, con el hombre a solas, había adormecido a los otros tres o
cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que
quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente
de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre
todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos,
tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije
que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al
llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había
un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los
ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que
extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo:
"Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace
frío". Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis
piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir haci ami cuerpo. Abrí
los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía
miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies
contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus
movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más
retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de
soportar como si hubiera gritado. Hubo un largo momento en que no ocurrió nada,
salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo
ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era
salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la
solté, y la dejé hacer. El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó
lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida. Volvió.
Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas,
en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve.
Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder,
ardiente de nuevo. Y luego se
va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña.
Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El
silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó
durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.
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