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miércoles, 12 de noviembre de 2008

JESUS SEPULVEDA

ENTREVISTA A JESÚS SEPÚLVEDA:
“LAS TRAMPAS DE LA FE Y DE LA IDEOLOGÍA SON UN ESPEJISMO”

Por Julián Gutiérrez
entrevista publicada el 11/09/2008 Fuente: www.critica.cl

Jesús Sepúlveda (Santiago, 1967), es uno de los poetas más importantes entre los que comienzan a escribir entre el período final de la dictadura y la transición a la democracia en Chile. Es profesor de castellano por la UMCE y Doctor en Filosofía. Actualmente enseña literatura en la Universidad de Oregon, Estados Unidos. Ha publicado: Lugar de origen (1987); Reinos del príncipe caído (1991); Hotel Marconi (1998), reeditado en 2006 por Cuarto Propio en versión bilingüe castellano-inglés y recientemente llevado al cine por PULSO FILMS; Escrivania (México, 2003); y Correo negro (Bs. Aires 2001, Santiago 2008), que acaba de ser reeditado por MAGO Editores. También es autor del ensayo ecolibertario El jardín de las peculiaridades, traducido al inglés, francés, portugués e italiano y coautor de la antología de ensayos Rebeldes y terrestres. Su obra ha sido publicada en diversas revistas y antologías chilenas y extranjeras. Fue fundador de la Revista "Piel de Leopardo" y codirector de la Revista "Helicóptero". En 1989 obtuvo la beca de la Fundación Pablo Neruda y en el año 2000 recibió el Primer Premio de Poesía de la revista argentina "Perro Negro".
Su poesía, nacida de la personal experiencia de vivir, expresa la sensibilidad profunda de quien ha asumido la existencia como una búsqueda radical de la libertad. En su obra, es el ser la caja de resonancia de una vida que vibra con intensidad errante y rebelde: poemas que, según José Emilio Pacheco, “se abren camino, dan / en el blanco, saben llegar / Hasta quien los merece y los hace suyos”.


He aquí algo de su pensar y de su sentir sobre el misterio de la poesía y de los espacios vitales en que ella ha transcurrido generosamente.

¿Cómo ocurrieron tus inicios literarios, en términos de ambiente, amistades e inquietudes?
-Comencé a escribir muy joven, influido quizás por lecturas precoces y la necesidad de comunicarme en un ambiente que carecía de espacios de libre expresión. Creo que en muchos casos la escritura surge cuando agentes externos sofocan la lengua en forma vertical, amordazando desde las esferas del poder hasta el ámbito familiar. Cuando cursaba la educación básica mi madre me aconsejaba no decir nada de lo que se hablara en casa para evitar represalias de carácter político. Crecí en un ambiente de censura y autocensura que hablaba un español truncado, lleno de eufemismos y rodeos alimentados por la jerga citadina de Santiago. Esto estimulaba, sin duda, la creatividad idiomática. En casa de mis padres además siempre hubo libros y gente que animara la conversación. Yo escuchaba y aprendía. La idea de convertirme en escritor surgió lentamente, como queriendo rescatar la vida del tiempo implacable que lo consume todo. Cuando conocí a mis pares conformamos una generación literaria de relevo que hizo de transición entre los autores del ochenta o generación N.N. y la generación X en narrativa y novísima en poesía. En 1985 formamos el taller Fines de Siglo que dirigió Camen Berenguer. Allí nos encontramos con Felipe Moya y Juan Pablo del Río, que más tarde organizó el Festival de los Corazones Duros en el Centro Cultural Mapocho. En esa lectura conocí a Víctor Hugo Díaz. A Gerardo Godoy, que ahora reside en Brasil, lo conocía desde antes del taller; lo mismo que a Álvaro Leiva, radicado en EE.UU.


¿Cómo catalogarías la época en que te correspondió irrumpir como escritor?
-Fue una época bella e intensa, porque además de tener el ímpetu de la adolescencia, recorríamos una ciudad que comenzaba a florecer. Después de años de toque de queda y enclaustramiento se abrían puntos en la ciudad donde uno podía reconocerse: calles, bares, barrios, amigos (el Festival Cultural del Barrio Bellavista, "Las Lanzas" en Plaza Ñuñoa, "El Castillo Francés" y el "Jaque Mate" en Plaza Italia, Matucana 19, la Feria del Libro del Parque Forestal, la Plaza Bogotá, etc.). Fue una época con mucha vitalidad porque escribir era abrir la realidad. Entonces leía a poetas conversacionalistas: Ginsberg, Parra, Cardenal, Teillier, Gonzalo Arango, Roque Dalton, Bertolt Brecht. Me interesaban la efectividad del discurso y la capacidad de ser directo en el mensaje. La transición cultural y simbólica que ocurre entre 1985 y 1990 se puede caracterizar por su necesidad de decir precisamente aquello que estaba oculto; de desenterrar los tabúes culturales; de exorcizar la rabia, la pena, el miedo; de hurgar con las palabras. Se vivía de noche afrontando la muerte. Se bebía de día encarnando la violencia. Se escribía entremedio con el rostro hinchado o terso como sábana de hotel. Una noche en casa de mi hermano conocí a Guillermo Valenzuela; otra a Sergio Parra. Con Malú Urriola nos topamos en el taller Horizón Carré en 1986. Lentamente fuimos entablando diálogos que a veces parecían soliloquios de sordos. Así todos seguimos nuestros propios caminos sin enarbolar voluntades de grupo. Cuando los novísimos nos acusan de ser bárbaros, tienen razón: éramos bárbaros. Una noche chocamos contra una sucursal bancaria en pleno Paseo Ahumada con Huérfanos a la 1:00 de la mañana. Alberto Correa, editor de mi primer libro de poemas "Lugar de origen", iba al volante. Volábamos, literalmente, en un citroen visa de color rojo que pertenecía a Ada, mi pareja de entonces. Además de Ada, Correa y yo, iban con nosotros Carmen Berenguer, Guillermo Valenzuela y Pedro Lemebel. Nos rodearon inmediatamente cinco radiopatrullas, que al rato nos dejaron salir en una grúa mientras una cuca de la época nos escoltaba a un taller mecánico de turno. Nunca supe exactamente cómo libramos. Otra noche la policía me sacó del pelo de un boliche en Bellavista mientras una veintena de comensales –entre los que figuraban Nemesio Antúnez, Mauricio Redolés, José María Memet, Carolina Jerez y otros- rompía el local en solidaridad conmigo. A pesar de haber sentido una sensación de orfandad literaria y cultural -había malas bibliotecas, pocos medios, una crítica monolítica y poca diversidad- establecimos nexos con la generación inmediatamente mayor a la nuestra. Por ejemplo, mis primeros poemas aparecieron en revistas como "Al Margen", que editaban Diamela Eltit, Carmen Berenguer, Gonzalo Muñoz y Manuel Eduardo Pertier, o "Tantalia", que publicaban en Concepción Alexis Figueroa, Tomás Harris, Carlos Decap e Italo Nocetti. Juan Cameron, que trabajaba en una antología que José Paredes iba a publicar bajo el sello Ediciones Sin Fronteras, escribió un preclaro prólogo que situaba a nuestra promoción con precisión poética. El libro nunca se imprimió. Talvez si se hubiera impreso nuestra generación habría tenido un cuerpo grupal más visible, aunque luego la transición política post 1990 enterrara casi todo lo ocurrido durante esos cinco años previos a su autoinstalación en el poder. Para gobernar tenía que apaciguar; y para apaciguar debía borrar: tarjar la memoria, tal como lo subraya el gesto alegórico y paródico de auto-aniquilación que se autoimpone J. L. Martínez. En 1990 se publicó, no obstante, una antología de los dos primeros talleres de la Fundación Neruda (1988 y 1989) que incluía a muchos autores de nuestra generación. En ese mismo año Valeria Valenzuela, radicada ahora en Brasil, y Luis Wigdorsky, realizaron el video "Lugar de origen". Pero no fue sino hasta 1992 que Luis Ernesto Cárcamo y Óscar Galindo fueran de Valdivia a Santiago para publicar la antología "Ciudad Poética Post" en un intento de conformar un primer cuerpo poético generacional. Las cartas, sin embargo, ya estaban echadas. Nuestra generación fue desde sus inicios una promoción gestual, una tribu más que una maquinaria de producción de consensos literarios.

¿Qué autores influyeron en tu trabajo de aquel entonces en términos de propuestas?
-Una vez el poeta español Juan Carlos Mestre nos preguntó a A. Leiva, G. Valenzuela y a mí en una de las tantas Jornadas Culturales de Tomé que en qué discurso poético nos amparábamos. Yo creo que nos amparábamos en el discurso de la experiencia más que en una escuela o corriente específica. Leíamos a Kerouac y escuchábamos rock. Bebíamos a destajo y caminábamos. En diciembre de 1987 Víctor Hugo Díaz, Guillermo Valenzuela, Álvaro Leiva -que hizo una lectura de adelanto- y yo lanzamos nuestros primeros libros presentados por Raúl Zurita, Carmen Berenguer y Jaime Lizama en un Goethe Intitut repleto. Para mí esa lectura fue la instalación de la Generación del 87, aunque claro, este juicio peca de arbitrariedad. Cuando se consolida la transición política -rearticulando la burocracia del Estado- y ese rico mundo literario y bullicioso se enfrenta al descampado crítico, apareció la revista "Piel de Leopardo". Nuestro móvil era remecer el tinglado del consenso que apagó la conciencia crítica post dictadura. Tal descampado tenía obviamente excepciones y Jaime Valdivieso era una de ellas. J. Lizama era otra. Creo que muchas de mis inquietudes literarias de aquel entonces fueron tomando forma a través de los contenidos de "Piel de Leopardo". Más que una revista se me ocurre que fue una barcaza en la que navegamos sin rumbo fijo, a la deriva y explorando. Allí escribí sobre Mafhud Massis y Rodrigo Lira, entrevisté a Álvaro Ruiz y a Claudio Giaconi. Publicamos un especial sobre los De Rokha, entrevistamos a Gonzalo Millán y, en una hostería de Puerto Varas, Francisco Véjar grabó una conversación con Gonzalo Rojas. También publicamos traducciones: Baudelaire, Pound, Plath, Brautigan. Paralelamente, yo estudiaba en la Universidad Metropolitana (ex Pedagógico), donde leía el canon literario hispanoamericano y peninsular y estudiaba a los autores clásicos. Poco a poco fui conociendo también a escritores de otras regiones con quienes todavía mantengo contacto: Yanko González, Jaime Retamales, Marcelo Novoa, Egor Mardones. En Buenos Aires leí a Apollinaire, Bukowski y Dylan Thomas. Además conocí a J. Lagos Nilsson. Cabe decir que en 1989 la diferencia entre ambas ciudades era tremenda. Una, la capital argentina, simulaba la luz al final del túnel, tanto por su diversidad cultural como por sus amplias librerías. La otra, capital de Chile, era el túnel donde había reinado la oscuridad.


¿Cómo definirías tu intención poética o escritural?
-La experiencia para mí es fundamental. Y esto quiere decir que escribo a partir de mi vida. O sea, soy un escritor personal. Veo en cada libro que he escrito un periplo que define un ciclo. No me propongo nada a priori, ni planifico ni diseño. O planifico para desplanificar, dejando luego que la intuición guíe el sendero a seguir. En tal sentido, no soy un escritor programático. No tengo proyectos. Escribo en la medida que la vida aflora. Pero mi vida es también mi poesía. Siempre soy el poema que estoy escribiendo o que escribiré. Así me voy sanando y liberando y, de paso, expando mi conciencia. Cada libro es un ciclo que cuando se cierra me lanza en una nueva dirección, con un nuevo ritmo vital, un nuevo barrio, un nuevo país, nuevas culturas y nuevas lecturas. A veces también hay nuevos idiomas. Tengo la sensación que hace tiempo ando de viaje, lo que me fuerza a mantenerme en movimiento y a no claudicar frente a una retórica lograda. Por eso en cada libro me subvierto, dejo de ser el que era para seguir siendo yo mismo; transmuto y no repito los pasos dados ni menos los poemas ya escritos. Cada ciclo tiene por cierto una anécdota, una circunstancia y un contexto: de allí brota la atmósfera que habita el cuerpo del poeta. Del barrio me fui al mundo y de la ciudad al bosque, de la política al chamanismo y del alcohol a la ayahuasca. Y aunque no me refiera al contexto per se, lo valoro porque su capacidad de galvanizar emociones que más tarde estarán contenidas en el poema es ilimitada. El riesgo es alejarse de las cuerdas resonantes que lo constituyen a uno. La autenticidad, en tal sentido, es lo único que nunca hay que perder porque sin ella es imposible escribir un poema con espíritu.


¿Qué factores consideras determinantes en el proceso creativo?
-El proceso creativo es un acto de flexibilidad. Aunque se tense la cuerda neurótica del ser, la poiêsis no fluye sin flexibilizar el cuerpo y la mente. Por eso yo dejo que broten las palabras mientras espero capturarlas en cualquier momento: en una servilleta, en la memoria, en un cuaderno. Los poemas me nacen, aunque también a veces los invoque. En todo caso, las palabras revolotean en forma orgánica como mariposas en un jardín. Vuelan. Obviamente, yo transcribo, corrijo y pulo, pero eso es parte del oficio. Lo único cierto -creo- es la emoción porque se siente con el cuerpo. La razón es una ilusión que nos hace creer en nuestras múltiples interpretaciones de la realidad. Las trampas de la fe y de la ideología son un espejismo. Los intentos de la voluntad, por otro lado, adquieren forma en el poema impredecible. La voluntad así como la imaginación son fuerzas mágicas. Como te podrás imaginar tengo varias carpetas con bosquejos de libros que nunca voy a publicar. Esos son para mí viles ejercicios literarios, fundamentales –en todo caso- para domar la lengua. No hay nada determinante en el proceso creativo. La poesía exige, sin embargo, incondicionalidad: ser poeta toda la vida. Por cierto, un animal literario debe leer. Traducir también agudiza el genio verbal. Los malabaristas de palabras que no se arriesgan no experimentan, y quien no tiene música en el cuerpo es un ser desgraciado. El único factor válido es vivir cada día como si fuera el último poema que uno fuera a escribir.


¿Qué criterios usas para identificar un buen poema?
-Lo bueno de tus preguntas es que me provocan un rechazo a hacer teoría literaria. Prefiero divagar, ser impreciso. ¿Qué es un buen poema? ¿Un poema redondo, que pegue bien en la memoria y tenga ritmo? ¿Un poema pícaro que abra por primera vez una ventana que permanecía cerrada? ¿Un poema sin retórica para que no aburra y se deje leer más de dos veces? ¿Un poema con versos fosforescentes, luminarias, tardes de amor, ocasos prendidos? ¿Un poema perfecto? ¿Un poema que no explique, que deje salir el pensamiento desbocado y la imaginación salvaje? ¿Un poema que me ofrezca una imagen concreta y que no pase por inteligente un galimatías abstracto? ¿Un poema que uno sienta, que guste o que nos haga llorar? ¿Qué criterios usas tú para identificar el misterio?


¿En qué proyecto literario estás trabajando actualmente?
-Me habría gustado haberte respondido esta entrevista con mayor celeridad pero precisamente he estado culminando en forma febril mi sexto poemario. Seis años me demoré en escribirlo y ya siento su vacío en la zona del vientre. Lo comencé a escribir cuando vivía en México y lo ideé en un viaje que hice a Sri Lanka luego de haberme quedado anclado en el aeropuerto de Bangkok. En rigor es un grimorio. Pero también es un viaje psíquico y terrenal. En él se mezclan visiones psicotrópicas y errabundajes varios: Estados Unidos, Centroamérica y América del Sur. También preparo un texto sobre chamanismo. Sin embargo, a diferencia del ensayo -género que también cultivo con fruición- creo que la poesía tiene un sentido orgánico porque crece de modo invisible como micelio en el bosque y emerge espontáneamente a pesar de uno. Cuando eso ocurre estamos frente a un milagro.



MUESTRA: DOS POEMAS
UTOPÍA
Figúrate que te despojan
te dejan sin nada
desnudo contra la primavera

Figúrate que te ríes
y abandonas el trabajo el domo la nada
y descansas frente a la primavera

Figúrate que te olvidas
y desaprendes todo tu entrenamiento
que anadeas como pato entremedio del huerto

Figúrate que no hay raza rencor remedio religión
ni estado
que los cristales que te separan del arte se trizan y borran lentamente

Fíjate bien en lo que digo

Figúrate que pierdes el miedo la lengua la anorexia
que se acaban las armas el tedio la bulimia
y abrazas a tu pareja
que recoges el alimento de los árboles
y cosechas el cultivo
que te mantiene sano todo el invierno

Figúrate ser libre
sin número ni fronteras ni archivos
que te despojan del peso y brotan tus ojos
que abandonas el trabajo el domo la nada
que desaprendes tu nombre
y descansas tranquilo en medio del huerto

YAGÉ
para Álvaro Leiva
Somos cristales
¿Qué somos?

Perlas enlodadas que limpian la mente
Residuo turbio del pedregal

Perlas pedregosas que palpitan
Turbulento río que entra por la boca
y sale del cuerpo

La serpiente alba es una estela en penumbra
Siluetas de troncos y ramas en movimiento

Al fondo las raíces acuáticas
rozan con sus vellos el vuelo de gusanos rectos
lanzados como flechas desde la oscuridad

Culebrillas verdes y moradas

La cuerda cobriza del cerebro
se suelta como caja de música en silencio

Perlas sin habla cuyos tímpanos nítidos
oyen el sibilante zumbido de las flechas

¿Qué somos?

¿Una luz inyectable que encandila
un brinco fugaz visto de reojo
la bolsa líquida donde balancearse
y estirar los dedos?

¿O párpados abiertos que se vuelven a cerrar?

Ver el tiempo como espejo infinito repetido en otro
La misma imagen
cúbicamente recortada por todos sus costados

Beberse un río
con fango e insectos

Saltar del túnel al valle de las cosas claras
donde brotan perlas con pupila
Luz matinal

La aparición de la corteza como lomo de lagarto
El flujo incesante que contiene el pensamiento

¿Qué somos?

Una cristalería de lujo que hay que limpiar


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