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viernes, 28 de agosto de 2009

Carta del Vidente De Casiopea



Rimbaud a Paul Demeny

Charleville, 15 mayo 1871


He decidido darle a usted una hora de literatura nueva; empiezo a continuación con un salmo de actualidad:


Canto de guerra parisino

La primavera es evidente, porque
Desde el corazón de las Propiedades verdes,
El vuelo de Thiers y de Picard
Mantiene sus esplendores de par en par.
¡Oh Mayo! ¡Qué delirante culos al aire!
¡Sèvres, Meudon, Bagneux, Asnières,
Escuchad, pues, cómo los bienvenidos
Siembran las cosas primaverales!
Llevan chacó, sable y tam-tam,
No la vieja caja de velas
Y yolas que nunca, nunca…
¡Surcan el lago de aguas enrojecidas!
¡Ahora más que nunca nos juerguearemos
Cuando se vengan encima de nuestros cuchitriles
A derrumbarse los amarillos cabujones
En amaneceres muy especiales!
Thiers y Picard son unos Eros,
Conquistadores de heliotropos,
Con petróleo pintan Corots:
Ahí vienen sus tropas abejorreando…
¡Son familiares del Gran Truco!…
¡Y tumbado en los gladiolos, Favre
Hace de su parpadeo acueducto,
Y sus resoplidos a la pimienta!
La gran ciudad tiene las calles calientes,
A pesar de vuestras duchas de petróleo,
y decididamente tenemos que
Sacudiros en vuestro papel.
¡Y los Rurales que se arrellanan
En prolongados acuclillamientos,
Oirán ramitas crujiendo
Entre los rojos arrugamientos!

A. RIMBAUD


—Ahí va una prosa sobre el porvenir de la poesía.

Toda poesía antigua desemboca en la poesía Griega, Vida armoniosa. — Desde Grecia hasta el movimiento romántico, — edad media, — hay letrados, versificadores. De Ennio a Turoldus, de Turoldus a Casimir Delavigne, todo es prosa rimada, un juego, apoltronamiento y gloria de innumerables generaciones idiotas: Racine es el puro, el fuerte, el grande. — Si alguien le hubiese soplado en las rimas, revuelto los hemistiquios, al Divino Tonto no se le haría más caso hoy que a cualquiera que se descolgara escribiendo unos Orígenes. — Después de Racine, el juego se pone mohoso. Ha durado dos mil años.

Ni broma ni paradoja. La razón me inspira más convencimientos sobre el tema que rabietas se agarra el Jeune-France. Por lo demás, los nuevos son muy libres de abominar de los antepasados: estamos en casa y no nos falta el tiempo.

Jamás hemos bien juzgado al romanticismo. ¿Quién iba a juzgarlo? ¡Los críticos! ¿A los románticos, que tan bien demuestran que la canción es muy pocas veces la obra, es decir: el pensamiento cantado y comprendido por el cantor?

Porque Yo es otro. Si el cobre se despierta convertido en corneta, la culpa no es en modo alguno suya. Algo me resulta evidente: asisto a la eclosión de mi pensamiento: lo miro, lo escucho: aventuro un roce con el arco: la sinfonía se remueve en las profundidades, o aparece de un salto en escena.

Si los viejos imbéciles hubieran descubierto del yo algo más que su significado falso, ahora no tendríamos que andar barriendo tantos millones de esqueletos que, desde tiempo infinito, han venido acumulando los productos de sus tuertas inteligencias, ¡proclamándose los autores!

En Grecia, he dicho, versos y liras ponen ritmo a la acción. A partir de ahí, música y rima se tornan juegos, entretenimientos. El estudio de ese pasado encanta a los curiosos: muchos se complacen en renovar semejantes antigüedades — allá ellos. A la inteligencia universal siempre le han crecido las ideas naturalmente; los hombres recogían en parte aquellos frutos del cerebro; se obraba en consecuencia, se escribían libros: de tal modo iban las cosas, porque el hombre no se trabajaba, no se había despertado aún, o no había alcanzado todavía la plenitud de la gran ilusión. Funcionarios, escribanos: autor, creador, poeta, ¡nunca existió tal hombre!

El primer objeto de estudio del hombre que quiere ser poeta es su propio conocimiento, completo; se busca el alma, la inspecciona, la prueba, la aprende. Cuando ya se la sabe, tiene que cultivarla; lo cual parece fácil: en todo cerebro se produce un desarrollo natural; tantos egoístas se proclaman autores; ¡hay otros muchos que se atribuyen su progreso intelectual! — Pero de lo que se trata es de hacer monstruosa el alma: ¡a la manera de los comprachicos, vaya! Imagínese un hombre que se implanta verrugas en la cara y se las cultiva.

Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente.

El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; busca por sí mismo, agota en sí todos los venenos, para no quedarse sino con sus quintaesencias. Inefable tortura en la que necesita de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, por la que se convierte entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran maldito, — ¡y el supremo Sabio! — ¡Porque alcanza lo desconocido! ¡Porque se ha cultivado el alma, ya rica, más que ningún otro! Alcanza lo desconocido y, aunque, enloquecido, acabara perdiendo la inteligencia de sus visiones, ¡no dejaría de haberlas visto! Que reviente saltando hacia cosas inauditas o innombrables: ya vendrán otros horribles trabajadores; empezarán a partir de los horizontes en que el otro se haya desplomado.

— Continuará dentro de seis minutos —

Intercalo aquí un segundo salmo fuera de texto: préstele usted benévolo oído, — y todo el mundo se quedará encantado. — Tengo el arco en la mano, empiezo:


Mis pequeñas enamoradas

Un hidrolato lagrimal lava
Los cielos de verde col:
Bajo el árbol retoñero que os babea
Los cauchos,
Blancas de lunas especiales
Con los pialatos redondos,
¡Entrechocad las rótulas,
Monicacos míos!
¡Nos amamos en aquella época,
Monicaco azul!
¡Comíamos huevos pasados por agua
Y pamplinas de agua!
Una tarde, me consagraste como poeta,
Monicaco rubio:
Baja aquí, que te dé unos azotes,
en mi regazo;
Vomité tu bandolina,
Monicaco moreno;
Tú me habrías cortado la mandolina
Con el filo de la frente.
¡Puah! Mis salivas resecas,
Monicaco pelirrojo,
¡Todavía te infectan las zanjas
Del pecho redondo!
¡Oh mis pequeñas enamoradas,
os odio tanto!
¡Sujetaos con trapos dolorosos
Las feas tetas!
¡Prestadme los viejos tarros
De sentimiento en conserva!
¡Hale, venga, sed mis bailarinas
Por un momento!…
¡Los omóplatos se os desencajan,
Oh amores míos!
¡Con una estrella en los riñones cojos,
¡Dadles la vuelta a vuestras vueltas!
¡Y pensar que por tales brazuelos de cordero
He escrito rimas!
¡Me gustaría romperos las caderas
Por haber amado!
Soso montón de estrellas fallidas,
Id a llenar los rincones!
— ¡Reventaréis en Dios, albardeadas
De innobles cuidados!
Bajo las lunas particulares
con los pialatos redondos,
¡Entrechocad las rótulas,
Monicacos míos!

A. RIMBAUD


Ahí lo tiene. Y tenga usted en cuenta que, si no me lo impidiese el temor de hacerle pagar más de 60 céntimos de porte, — ¡yo, pobre pasmado que hace siete meses que no veo una monedita de bronce! — ¡aún le mandaría mis Amantes de París, cien hexámetros, señor mío, y mi Muerte de París, doscientos hexámetros!

Vuelvo a tomar el hilo:

El poeta es, pues, robador de fuego.

Lleva el peso de la humanidad, incluso de los animales; tendrá que conseguir que sus invenciones se sientan, se palpen, se escuchen; si lo que trae de allá abajo tiene forma, él da forma; si es informe, lo que da es informe. Hallar una lengua;

— Por lo demás, como toda palabra es idea, ¡vendrá el momento del lenguaje universal! Hay que ser académico, — más muerto que un fósil, — para completar un diccionario, sea del idioma que sea. ¡Hay gente débil que si se pusiera a pensar en la primera letra del alfabeto, acabaría muy pronto por sumirse en la locura!

Este lenguaje será del alma para el alma, resumiéndolo todo, perfumes, sonidos, colores, pensamiento que se aferra al pensamiento y tira de él. Si el poeta definiera qué cantidad de lo desconocido se despierta, en su época, dentro del alma universal, ¡daría algo más — la fórmula de su pensamiento, — la notación de su marcha hacia el Progreso! Enormidad que se convierte en norma, absorbida por todos, ¡el poeta sería en verdad un multiplicador de progreso!

Este porvenir será materialista, ya lo ve usted; — Siempre llenos de Números y de Armonía, estos poemas habrán sido hechos para permanecer. — En el fondo, seguirá siento, en parte, Poesía griega.

El arte eterno tendría sus cometidos, del mismo modo en que los poetas son ciudadanos. La poesía dejará de poner ritmo a la acción; irá por delante de ella.

¡Existirán tales poetas! Cuando se rompa la infinita servidumbre de la mujer, cuando viva por ella y para ella, cuando el hombre, — hasta ahora abominable, — le haya dado la remisión, ¡también ella será poeta! ¡La mujer hará sus hallazgos en lo desconocido! ¿Serán sus mundos de ideas distintos de los nuestros? — Descubrirá cosas extrañas, insondables, repulsivas, deliciosas; nosotros las recogeremos, las comprenderemos.

Mientras tanto, pidamos a los poetas lo nuevo, — ideas y formas. Todos los listos estarán dispuestos a creer que ellos ha han dado satisfacción a tal demanda. — ¡No es eso!

Los primeros románticos fueron videntes sin percatarse bien de ello: el cultivo de sus almas se inició en los accidentes: locomotoras abandonadas, pero ardorosas, que durante algún tiempo se acoplan a los carriles. — Lamartine es a veces vidente, pero lo estrangula la forma vieja. — Hugo, demasiado cabezota, sí que tiene mucha visión en los últimos volúmenes: Los Miserables son un verdadero poema. Tengo Los castigos a mano; Stella da más o menos la medida de la visión de Hugo. Demasiados Belmontet y Lammenais, Jehovás y columnas, viejas enormidades muertas.

Musset nos es catorce veces detestable, a nosotros, generaciones dolorosas y presa de visiones, — que nos sentimos insultados por su pereza de ángel. ¡Oh cuentos y proverbios insípidos! ¡Oh noches! ¡Oh Rolla, oh Namouna, oh la Coupe! Todo es francés, es decir: detestable en grado sumo: ¡francés, no parisino! ¡Una obra más del odioso genio que inspiró a Rabelais, a Voltaire, a Jean La Fontaine, comentado por el señor Taine! ¡Primaveral, el espíritu de Musset! ¡Encantador, su amor! ¡Esto sí que es pintura al esmalte, poesía sólida! La poesía francesa se seguirá paladeando durante mucho tiempo, pero en Francia. No hay dependiente de ultramarinos que no sea capaz de descolgarse con un apóstrofe estilo Rolla; no hay seminarista que no lleve sus quinientas rimas en el secreto de su libreta. A los quince años, tales impulsos de pasión ponen a los jóvenes en celo; a los dieciséis empiezan a conformarse con recitarlos con sentimiento; a los dieciocho, incluso a los diecisiete, todo colegial que esté en condiciones hace el Rolla, ¡escribe un Rolla! Incluso puede que quede alguno todavía que pierda la vida en ello. Musset no supo hacer nada: había visiones tras la gasa de las cortinas: él cerró los ojos. Francés, flojo, arrastrado del cafetín al pupitre del colegio, el hermoso cadáver está muerto, y, de ahora en adelante, no nos tomemos siquiera la molestia de despertarlo para nuestras abominaciones.

Los segundos románticos son muy videntes. Th. Gauthier, Leconte de Lisle, Th. de Banville. Pero cómo inspeccionar lo invisible y oír lo inaudito que recuperar el espíritu de las cosas muertas, Baudelaire es el primer vidente, rey de los poetas, un auténtico Dios. Vivió, sin embargo, en un medio demasiado artista; y la forma, que tanto le alaban, es mezquina: las invenciones de lo desconocido requieren de formas nuevas.

Experimentada en las formas viejas, entre los inocentes, A Renaud, — ha hecho su Rolla; — L. Grandet, — ha hecho su Rolla; — los galos y los Musset, G. Lafenestre, Coran, Cl. Popelin, Soulary, L. Salles; Los escolares, Marc, Aicard, Theuriet; los muertos y los imbéciles, Autran, Barbier, L. Pichat, Lemoyne, los Deschamps, los Dessessarts; los periodistas, L. Claudel, Robert Luzarches, X. de Richard; los fantasis94 tas, C. Méndez; los bohemios; las mujeres; los talentos, Léon Dierx y Sully-Prudhomme, Coppée; — la nueva escuela, llamada parnasiana, tiene dos videntes: Albert Mérat y Paul Verlaine, un verdadero poeta. — Ahí lo tiene. De modo que estoy trabajando en hacerme vidente. — Y terminemos con un canto piadoso.


Acuclillamientos

Bastante tarde, sintiéndose con asco en el estómago,
El hermano Milotus, sin quitar ojo del tragaluz
Desde el cual el sol, claro como un caldero rebruñido,
Le clava una jaqueca y le marea la vista,
Desplaza entre las sábanas su barriga de cura.
Se agita bajo su manta gris
Y baja con las rodillas en la barriga trémula,
Pasmado como un viejo comiéndose su toma
Porque tiene, agarrado del asa un orinal blanco,
Que arremangarse la camisa por encima de los riñones.
Ahora ya está en cuclillas, friolento, con los dedos del pie
Replegados, tiritando al claro sol que contrachapea
Amarillos de bollo en los vidrios de papel;
Y la nariz del hombre, alumbrado de laca,
Husmea en los rayos de sol, como un polipero carnal.
...
El hombre se cuece a fuego lento, con los brazos retorcidos, con el belfo
Metido en la barriga; siente que se le escurren los muslos en el fuego,
Y que las calzas se le chamuscan, y que la va a diñar;
¡Algo parecido a un pájaro se menea un poquito
En su barriga serena como un montón de mondongo!
En torno a él duerme un batiborrillo de muebles embrutecidos
En andrajos de mugre y sobre panzas sucias;
Hay escabeles, poltronas extrañas, acurrucados
En los rincones negros; aparadores con jeta de chantre
Entreabiertos a un sueño lleno de horribles apetitos.
El asqueroso calor embute la habitación estrecha;
El cerebro del hombre está atiborrado de trapos.
Escucha un crecimiento de pelos en su piel húmeda,
Se descarga, sacudiendo su cojo escabel.
...
Y por la noche, bajo los rayos de la luna, que le trazan
Alrededor del culo rebabas de luz,
Una sombra con detalles sigue en cuclillas, contra un fondo
De nieve rosa como una malvarrosa.
Una nariz estrafalaria persigue a Venus por el cielo profundo.
Sería usted execrable si no me contestase: rápidamente. Porque
dentro de ocho días puede que esté en París.
Hasta la vista.

Rimbaud, Arthur. Correspondance, Charleville 1871.

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