Por Edison Carrasco Jiménez
(Publicado en Revista “Ofelia”, N º 3, Concepción, 1994)
La vida pesa más que cualquier artificio y que cualquier pregonamiento netamente estético o programático. La realidad es más religiosa de lo que creemos, y las estructuras que nos gobiernan son aún más pesimistas que nuestra propia actitud. Charles Baudelaire fue la refinación más exquisita de honestidad pesimista, donde la idea de pecado perseguía su poesía como la obsesión acosa la mente. Su estética es fiel reflejo de su existencia y no de un proyecto mentiroso de poesía artificiosa, como la que suele haber hoy en día. Vida y poesía parecían encontrar entonces conjugación en su verbo. Baudelaire nace en París, Francia, el año 1821. La “huerfanía” de sus ocho años marcaron al rebelde de una paternidad que le era del todo ajena, y en esta ostensible sublevación filial parte a Calcuta por un tiempo, para luego establecerse nuevamente en París. Bohemio por naturaleza, hace de la noche su aquelarre artístico, rodeado de poetas y pintores, sumidos en el alcohol y la droga, savia aventajada de un santo pervertido, las cuales le minaron la vida de apoco. Sin embargo, ¿no fue acaso la vida misma quien le fuera asesinando, y el opio o la bebida el reflejo del mundo, acumulándole la muerte, en un homicidio de sedimento como el mar con sus rastrojos, en la piedra y roquerío herido de nombre “hombre”? Lo cierto es que Baudelaire vivió en el olvido. Cuando publicó, tal vez, la obra más importante de la poesía contemporánea, Las Flores del Mal (1857), motivó su comparecencia a juicio como corruptor de la moral, donde fue condenado a pagar una multa de 300 francos. ¿Corruptor de la moral? Sin duda el rechazo de los valores burgueses que su poesía procura, vióse muy bien reflejada en el juicio mojigato e hipócrita que suele abogar con frecuencia la tan mentada mentalidad burguesa.
Baudelaire nos enseña a crear nuestros “paraísos artificiales”: Ya la vida es pesimista, y el arte un edén amoral, aunque contradictoriamente las fuerzas del pecado y la santidad son sensiblemente esenciales para ella. Baudelaire es calificado de poeta maldito, aún cuando esta denominación fuese acuñada por Verlaine para referirse a un grupo de poetas de su época, “vates” de fechas posteriores al sacerdote mayor de esta fe negra. La idea de belleza en Baudelaire, no es la idea romántica de tal, ya que belleza para él, puede expresarse aún en “lo feo” y “lo malo”. Hermoso entonces, es una carroña con sus vísceras al descubierto. Eso, inspira en él, el amor. La “Virgen María” sería gustosamente apuñalada por nuestro poeta y sería el acto de piedad y ofrenda más sentido de su corazón. Los ejemplos podrían ser infinitos y la beatitud de su pecado preciosamente degenerado, intensamente maldito.
Baudelaire murió en 1867, en la más miserable pobreza, terriblemente derruido en salud y lo más penoso; sólo y sin el más ínfimo reconocimiento en proporción a su gigantesca obra. Ello, sin embargo, no es extraño. La sociedad venera con devoción genios, que sus antecesores han condenado al olvido, totalmente inentendidos y desapercibidos. Hasta cuándo el hombre comprenderá en vida al genio del espíritu y alabará las virtudes de un mensaje que, tristemente puede caer en la amnesia de sus contemporáneos. ¡Insensatos, abran los ojos y despierten al profeta!
Cierta vez Baudelaire dio una lectura poética, a la cual asistió un número vergonzoso de oyentes. El hizo tres reverencias al público. Pero sin duda no las efectuó a los dos o tres presentes, sino a una audiencia aún mayor, a una audiencia de miles de ausentes, de feligreses que a este beato maldito le debemos la vida.
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