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jueves, 14 de junio de 2007

La crítica en la literatura chilena

Casi todos cuantos han escrito sobre la crítica literaria en Chile coinciden en que ésta fue iniciada
por Andrés Bello. De hecho, entre los siglos XVI y XVIII sólo algunos de los escritores de aquellos tiempos tuvieron preocupaciones respecto de su propia obra por asuntos que más tarde formarían parte del interés y las observaciones de los críticos.
por el Prof. Dr. Maximino Fernández Fraile

La crítica literaria en Chile es un tema muy poco estudiado: apenas si algún trabajo de especialistas como Raúl Silva Castro o Mario Leyton; una antología del mismo Silva Castro, algunas consideraciones en artículos periodísticos y un par de encuentros para conversar sobre el tema.
Sin embargo, es un asunto interesante, porque si bien, como expresara Rainer María Rilke en Cartas a un joven poeta, “las obras de arte son de una infinita soledad, y con nada se pueden alcanzar menos que con la crítica. Sólo el amor puede captarlas y retenerlas y sólo él puede tener razón frente a ellas”. La mayor parte de los lectores, por diferentes razones, necesita recurrir a alguien que los ayude en la difícil tarea del acercamiento al texto literario, alguien también lector, aunque más intuitivo, más sensible, más acostumbrado, mejor preparado para enfrentar los complejos caminos de dicho acercamiento y con más tiempo para hacerlo. Aparece entonces ese ser, necesitado por unos, respetado por otros, temido por muchos, discutido y discutible, con todas sus grandezas y miserias: el crítico. En nuestro país, el crítico apareció tardíamente, pero con una figura relevante: la mayor parte de los autores que han escrito sobre la crítica literaria en Chile estiman que ella comienza con Andrés Bello, quien en sus treinta y seis años de permanencia en el país -desde que llegó a Valparaíso el 25 de junio de 1829 hasta el 15 de octubre de 1865, día de su fallecimiento- tanto hizo por la cultura nacional.
En efecto, en los siglos XVI, XVII y XVIII, llamados tradicionalmente siglos coloniales o, de modo eufemístico, “del Reino de Chile”, no hubo crítica literaria y sólo algunos de los escritores de aquellos tiempos tuvieron preocupaciones respecto de su propia obra -señalándolas explícitamente o considerándolas en su elaboración- por asuntos que más tarde formarían parte del interés y las observaciones de los críticos.
En dicho sentido, podríamos mencionar sólo unos ejemplos: Alonso de Ercilla, en La Araucana, cuidando la organización o disposición del poema, invirtiendo en el inicio la fórmula tópica de Orlando Furioso de Ludovico Aristo; introduciendo luego el tema a tratar en los exordios que abren muchos cantos en base a sentencias, o siguiendo una perspectiva providencialista como disposición general de la obra; Alonso de Ovalle, afinando especialmente el lenguaje en su histórica Relación del Reino de Chile, al punto de transformarse por ello en una autoridad considerada en la elaboración del Diccionario de Autoridades, primera versión del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.
Así tenemos también a Francisco Núñez de Pineda, mezclando diversidad de géneros y de expresiones conductoras en su Cautiverio Feliz; Miguel de Olivares, señalando explícitamente su interés por el estilo en la introducción a su Historia Militar, Civil y Sagrada de lo Acaecido en la
Conquista y Pacificación del Reino de Chile; Manuel Lacunza, indicando algo similar en el “Discurso preliminar” de La venida del Mesías en Gloria y Majestad, y Felipe Gómez de Vidaurre, que en su Historia Geográfica, Natural y Civil del Reino de Chile declara que en este “rincón del mundo encontrarán hombres que con sano juicio e imparcialidad les sepan hacer una justa y prudente crítica de los autores”.
Tampoco hubo crítica durante el período de la guerra de la Independencia y en el de la posterior
anarquía. Apenas si se puede considerar a este respecto algún pensamiento, exagerado, de Camilo Henríquez, el creador de «La Aurora de Chile», sobre su concepción de poesía, o el planteamiento de Juan Egaña acerca de su propia obra en la “Dedicatoria” del chileno consolado en los presidios. Filosofía de la religión. Memorias de mis trabajos y reflexiones escritas en el acto de padecer y de pensar, creada a propósito de sus dos años y tres meses de prisión política en el archipiélago de Juan Fernández.
Es cierto que en “La Aurora de Chile” fueron publicadas algunas reseñas sobre libros extranjeros que contenían fundamentalmente ideas avanzadas y libertarias, relacionadas por tanto con las
inquietudes de la Independencia nacional, como Vindicte contra tiranos, antigua obra de 1581; o que Juan García del Río, colombiano avecindado en nuestro país, hacía otro tanto en el diario “El
Telégrafo”, y que otros redactores seguían el ejemplo en los años siguientes; pero no es menos
cierto que tales comentarios de prensa tenían finalidades político-ideológicas y no estéticoo-artísticas y se referían casi exclusivamente a obras de ese carácter.
Apenas si puede recordarse, en sentido literario, un análisis de los poemas de Francisco Martínez de la Rosa, aparecido en enero de 1829 en “El Mercurio Chileno” -diario editado por José Joaquín de Mora-, algunos comentarios en “La Clave”, de Melchor Jofré de Ramos; u otros en los diarios “El Mercurio” de Valparaíso, a partir de 1827, o “El Araucano”, desde 1830.
Y si bien Andrés Bello fue el iniciador de la crítica nacional, particularmente con sus observaciones sobre el teatro en las páginas del periódico ministerial “El Araucano”; y aunque José Victorino Lastarria, en su discurso inaugural de la Sociedad Literaria del Instituto Nacional, el 3 de mayo de 1842, mencionaba la crítica indicando que “…la verdadera crítica juzgará las obras del artista y del poeta comparándolas con el modelo de la vida real. El crítico deberá tomar en cuenta, al hacer tal examen, el clima, el aspecto de los lugares, la influencia de los gobiernos, la singularidad de las costumbres y todo lo que pueda dar a cada pueblo una fisonomía original…”.Pasó tiempo antes de que este ámbito de las letras se consolidara en el país.
Lo dijo Joaquín Blest Gana en 1848, en el artículo Causas de la poca originalidad de la literatura
chilena: “Ahora bien, en Chile (la crítica literaria) no ha asentado aún su dominio nacional. Es verdad que hemos visto sabias y profundas críticas, pero sobre autores extranjeros, sin que pueda citarse casi ninguna relativa a la literatura chilena”.
Y explicó de inmediato las razones: “Bien manifiestas son las causas que circunscriben y
encadenan la crítica nacional. Siendo muy pequeña nuestra sociedad, estrechamente eslabonada, temeroso el escritor de herir con sus tiros el delicado blanco de las preocupaciones patrias, o
de sublevar en contra suya el resentimiento mezquino de los que se creen ofendidos, o de
romper tal vez las relaciones de amistad o sociales que mantiene, guarda para sí sus opiniones,
medroso de los funestos resultados que pudiera acarrearle el emitirlas. Si atacamos en Chile una
idea, un principio que repugne a nuestras convicciones literarias, la mayor parte del público,
lejos de apreciar este ataque como una discusión de principios, no mirará en él sino una egoísta
provocación a una lid personal, sin fijarse en las ideas que se discuten, sino en las personas que se exhiben en la arena de la polémica. Éste es el medio más breve para torcer el verdadero espíritu de la crítica haciéndola personal y no literaria; miserable, superficial y ardidosa en vez de sabia, imparcial y franca que debía ser; y éste es también el modo de destruir una de las más robustas columnas sobre que reposa el edificio literario, que se derrumbará falto de apoyo, o se sostendrá tan débilmente que la más leve oscilación lo convertirá en escombros”.
En 1842 comenzaron a publicarse artículos de crítica literaria de carácter más bien didáctico, tras las polémicas periodísticas, el discurso inaugural de José Victorino Lastarria en la Sociedad Literaria del Instituto Nacional, la llegada al país de varios extranjeros cultos, la fundación de la Universidad de Chile y también algunos acontecimientos extraliterarios que colaboraron al desarrollo de las letras; es decir, con lo que algunos denominan Movimiento o Generación del ´42, que abrió al país el terreno intelectual; y luego con la aparición de “El Semanario de Santiago”, órgano de la Sociedad Literaria formada por Lastarria; con la “Revista de Valparaíso” y con “El Museo de Ambas Américas”, escritos por Salvador Sanfuentes, Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui, José Joaquín Vallejo, Hermó-genes de Irisarri, Ramón Briseño, Joaquín,
Guillermo y Alberto Blest Gana, Guillermo Matta y otros escritores.
Recordemos que tiempo después, en 1858, la Facultad de Humanidades de la Universidad de
Chile organizó un Concurso sobre crítica literaria, cuyo jurado estuvo constituido por José Victorino Lastarria y Joaquín Blest Gana. El primer lugar fue obtenido por Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui por su libro Juicio crítico de algunos poetas hispanoamericanos, obra constituida por quince monografías.
En la segunda mitad del siglo XIX, aparecieron los importantes estudios históricos y criticoliterarios de los hermanos Amunátegui, recién mencionados, y el eminente polígrafo José Toribio Medina comenzó la publicación de su ingente producción, que en el ámbito literario culminó con los tres volúmenes de su Historia de la Literatura Colonial de Chile, publicada en 1878. Si bien es cierto que sus estudios condujeron a publicaciones más bien relacionadas con la historia de la literatura, en ellas hay una visión crítica de los diversos escritores y obras tratadas.
En cambio, paralelamente a ellos, el periodista Rómulo Mandiola, a pesar de su corta vida, contribuyó con interesantes semblanzas sobre escritores nacionales en diversos periódicos, particularmente en “El Independiente” y “Los Tiempos”. Era la misma época en que Manuel
Blanco Cuartín hacía críticas esporádicas en diversos diarios, especialmente en “El Mercurio” de
Valparaíso, sobre obras literarias de reciente publicación, algunas de las cuales fueron recogidas
póstumamente en 1913, en Artículos escogidos de Blanco Cuartín. A él se debió que otros periodistas de su tiempo comenzaran a realizar una labor similar.
En la segunda mitad del siglo XIX, debemos destacar también la aparición de tres revistas
literarias que surgieron como reacción conservadora y religiosa al liberalismo imperante en el período anterior, fundadas gracias a la acción de jóvenes intelectuales de la Sociedad de Amigos del País: “La República Literaria”, creada en 1865 y de breve duración; “La Estrella de Chile”, que sustituyó a la anterior y que se publicó entre 1867 y 1880; y “Revista de Artes y Letras”, fundada en 1884.
En ellas, y con artículos de crítica literaria en que se resaltaban aspectos estético-artísticos de las obras comentadas, colaboraron Carlos Walker Martínez, José Antonio Soffia, Mercedes Marín, el recién mencionado Manuel Blanco Cuartín, Zorobabel Rodríguez, Enrique Nercasseau y Morán, Juan Agustín Barriga y, además de otros, dos de los más destacados críticos de nuestras letras: Rómulo Mandiola y Pedro Nolasco Cruz.
Respecto de la crítica literaria ejercida en publicaciones periódicas durante el siglo XIX, Mario
Leyton Soto realizó un exhaustivo inventario, publicado en 1956 en calidad de Memoria de
Prueba, para optar al Título de Profesor de Estado en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile: Ensayo histórico sobre la crítica literaria en Chile. Los diarios y revistas del siglo XIX.

A comienzos del siglo XX, la situación respecto de la crítica literaria nacional se había consolidado. Por ejemplo, y entre otros, Rafael Egaña, en 1917, se refería en términos generales a diversos problemas de la crítica en su artículo “La biblioteca de veinte volúmenes de la crítica literaria”, uno de cuyos párrafos citamos: “No es necesario, y podría ser demasiado largo, continuar el Índice de las falencias y contradicciones de la crítica; lo repetimos: ellas son inevitables, porque la crítica no es una ciencia y no está sometida a principios fijos. (…) Tal vez la
única regla invariable y absoluta es la que un escritor de ingenio indicaba a los críticos, la de ser
inteligentes, ilustrados y de buen gusto. Regla no fácil de seguir por todos, pero que al fin es la única que puede darse como definitiva.

Poco después, en 1920, Pedro Nolasco Cruz, un muy buen, aunque polémico y discutido cultor del género, en su artículo “La crítica literaria”, la definía como “manifestación razonada del buen gusto, hecha con propósito docente”. Hacía asimismo varias consideraciones sobre sus características y su importancia, además de calificar de manera más bien negativa la existente en el país: “En una literatura mediana y con dejo de provinciana como la nuestra, conviene que la crítica, para que haga impresión en el gusto, a más de bien fundada, sea clara, franca y un tanto incisiva…”
A esa altura, varios críticos importantes reunían en forma de libro algunos de sus comentarios, estudios y semblanzas: Los Nuevos, de Armando Donoso; Escalpelo, de Ricardo Latcham; el primer volumen de Estudios sobre la Literatura Chilena, que sería continuado por otros dos, publicados póstumamente en 1940, de Pedro Nolasco Cruz; y Estudios críticos de la literatura chilena, de Emilio Vaïsse (Omer Emeth).

Y mientras Emilio Vaïsse, Domingo Amunátegui Solar, Armando Donoso, Eduardo Solar Correa,
Manuel Vega, Alfonso M. Escudero, Ricardo Latcham, Raúl Silva Castro y otros críticos hacían
importantes contribuciones en este ámbito, Domingo Melfi entregaba también su visión sobre la materia en “Notas sobre crítica” en El Viaje Literario, publicado en 1945: “La obra de arte tiene un pensamiento animador, una serie de elementos que el crítico debe descomponer, para reconstruirla de nuevo con el vigor de su imaginación. Hay siempre un secreto en toda obra artística que es preciso poner de relieve para que el lector penetre con más facilidad en el panorama que el autor le ofrece. Este proceso de la función crítica se malogra cuando el
encargado de cumplirlo quiere someterlo al reactivo de sus pasiones personales…”.
Naturalmente, Hernán Díaz Arrieta, Alone, se refirió también a la crítica chilena en muchas ocasiones.

Particularmente importante en sentido histórico es este recuerdo: “Entre los acontecimientos literarios del medio siglo -siglo XX- debe contarse la creación de la crítica firmada y responsable, establecida como sección permanente en los mejores diarios.

Esta institución, única en América y que se ha perpetuado gracias al orden político que permite
libertad de opiniones, la trajo de su patria un sacerdote francés, el Pbro. don Emilio Vaïsse,
quien la tuvo a su cargo largo tiempo y la condujo a un extraordinario prestigio”.
Además, por cierto, defendió permanentemente su posición frente al ejercicio crítico: “No se ha
encontrado todavía una base exterior sólida para fundar los juicios literarios. Factores subjetivos se mezclan inevitablemente a las opiniones de tono más objetivo, y quien se analice con agudeza no podrá menos que advertirlo.
Alfonso Reyes, el espíritu más fino de América, resolvió el problema titulando sin ambigüedad sus: “Simpatías y Diferencias”. He ahí la posición justa.

Cuando un crítico literario afirma que tal obra es buena, regular o mala, emplea un verbo
inadecuado. Para ser exacto, debería escribir: “Creo, pienso, me parece o siento que…”.
Pasada la mitad del siglo XX, en 1965, John Dyson estudió la orientación estética o filosófica de
diferentes críticos nacionales, publicando sus resultados en La Evolución de la Crítica Literaria en Chile.
Para ello, siguió los postulados de Wilson Martins, quien los utilizó en su libro ‘A crítica literária no Brasil’, clasificando a los críticos según “linajes espirituales”, entendiendo por tales aquellas
afinidades de maestro a discípulo, independientes de la temporalidad, que permiten visiones
esenciales.
Esta clasificación, que atiende fundamentalmente a las formas de criticar más que a los rasgos
individuales de cada crítico, distingue seis linajes.
Desde esta perspectiva, y nombrando en cada linaje sólo a los críticos más destacados
mencionados por Dyson, quien incluye tanto a críticos periodísticos como académicos, integran el linaje gramatical: Andrés Bello, José Victorino Lastarria, Emilio Vaïsse, Pedro Nolasco Cruz y
Ricardo Dávila; el linaje humanístico: Andrés Bello, Eduardo de la Barra, Julio Vicuña Cifuentes, Julio Saavedra Molina y Rodolfo Oroz; el linaje histórico: Ramón Briseño, Miguel Luis y Víctor Gregorio Amunátegui, José Toribio Medina, Pedro Nolasco Cruz, Ernesto Montenegro, Domingo Melfi, Eduardo Solar Correa, Raúl Silva Castro, Ricardo Latcham y José Zamudio; el linaje sociológico -el más numeroso-: José Victorino Lastarria, Manuel Blanco Cuartín, Rómulo Mandiola, Justo y Domingo Arteaga Alemparte, Emilio Vaïsse, Arturo Torres-Rioseco y
Fernando Alegría; el linaje impresionista: Miguel Luis Rocuant, Eliodoro Astorquiza, Hernán Díaz Arrieta y Augusto Iglesias; y el linaje estético: Julio Bañados Espinosa, Ricardo Dávila, Francisco
Contreras, Armando Donoso, Luis David Cruz Ocampo y Norberto Pinilla.
Por su parte, en 1967, Fernando Alegría dedicó a la crítica nacional unas páginas en Literatura Chilena del Siglo XX, a partir de Armando Donoso. Luego de enumerar diferentes nombres, destacando a Hernán Díaz Arrieta, Hernán del Solar, Raúl Silva Castro y Ricardo Latcham, expresó: “Pasado el medio siglo, creo que puede hablarse de una nueva crítica en Chile: lejos están ya los tiempos de la reseña escrita por amistad o compromiso, la belle époque de los impresionistas que se deleitaban a sí mismos y a sus amistades con los mandobles o
los elogios propinados en la página literaria de los suplementos dominicales. Jóvenes universitarios, formados en la disciplina de la investigación universitaria de alto vuelo, valiéndose de variadas armas -la filología, la estética, la filosofía, la sociología-, estudian con profundidad y sensibilidad la literatura chilena, sin perder de vista sus proyecciones, estableciendo relaciones, influencias y concomitancias con las corrientes del pensamiento universal”.
Alegría clasifica en tres grupos a los nuevos críticos: los de orientación estética -Alfredo Lefebvre
Cedomil Goic, Félix Martínez, Juan Villegas, Martín Cerda, José Miguel Ibáñez y otros-, los regidos por los principios del materialismo histórico -Yerko Moretic, Hernán Loyola y Mahfud Massís- y los de posición objetiva y de base histórico-documental - Magda Arce, Sergio Fernández, Julio Durán Cerda, Mario Ferrero, Juan Loveluck, Alfonso Calderón, Pedro Lastra y otros-.
A su vez, José Miguel Ibáñez, en el artículo La Nueva Crítica, referido a la situación de la crítica
literaria en Chile en las últimas décadas del siglo XX, profundizó lo señalado por Fernando Alegría, haciendo claramente el distingo entre “la vieja guardia de los historiadores y críticos tradicionales, de tendencia biográfica y de inspiración positivista en sus variadas formas: histórica, psicológica, social…” y los que podrían denominarse “nuevos críticos”, que se oponen “al análisis causal, determinista y casi siempre biográfico de sus predecesores”, y que ven en el texto “una realidad singular y específica -como lenguaje, significación, forma y sentido-, y sólo en cuanto tal es capaz de recrear y ser un mundo, y de relacionarse con un contexto y actuar sobre él”.
Entre estos nuevos críticos con formación universitaria y cuyos métodos de carácter formal
“aseguran un rigor analítico”, menciona a Cedomil Goic, Juan Loveluck, Martín Cerda, Pedro Lastra, Nelson Osorio, Ariel Dorfman, Leonidas Morales, Federico Schopf, Alfonso Calderón y Carlos Morand; y agrega a ellos la reflexión crítica de escritores como Nicanor Parra, Eduardo Anguita, Gonzalo Rojas, Jorge Edwards, Enrique Lihn, Armando Uribe y Antonio Skármeta.
En 1969, apareció La Literatura Crítica de Chile, de Raúl Silva Castro, antología importante en el ámbito que nos ocupa, sobre todo considerando que la mayor parte de la crítica literaria del país, tanto la periodística, como la académica, está dispersa en diarios, revistas y otras publicaciones. Además de una interesante “Introducción”, en ella se seleccionan páginas de Andrés Bello, Joaquín Blest Gana, Rómulo Mandiola, Pedro Nolasco Cruz, Eduardo Solar Correa, Hernán Díaz Arrieta y otros destacados críticos literarios nacionales.
Se ha discutido mucho acerca de la situación de la literatura, la crítica literaria y la cultura en general, a propósito de los problemas políticos y socioeconómicos vividos en Chile desde mediados de la década de los años sesenta y particularmente a partir de 1973: se habló, incluso en forma acalorada, de disminución de los espacios para el arte, de contracultura y hasta de “apagón cultural”.
Críticos como Mariano Aguirre o Camilo Marks, por ejemplo, tuvieron opiniones lapidarias a este respecto. Otros comentaristas hicieron ver que el relativo estancamiento de la crítica en ese tiempo no se condijo, especialmente desde mediados de los años ochenta, con el progresivo auge de la denominada Nueva Narrativa chilena, que incluso llegó a producir grandes tirajes con records de venta; o se refirieron a causas de distinto carácter, como la competencia de la televisión y la radio, la calidad mediocre de la enseñanza y el consumismo exagerado producido por las nuevas condiciones económicas del país, lo que dejó al libro, según opinión de Mariano Aguirre, en una “irremediable marginalidad; es cierto que surgen algunos buenos escritores y prosistas, pero nunca había habido menos interés por la literatura que hoy. Todavía en
los años sesenta el poseer un libro -por lo menos en la clase media- era símbolo de estatus: una
persona que leía era una persona culta, inteligente, respetada. Ahora, en cambio, los libros son casi un estorbo, ni siquiera un adorno. El estatus de la literatura ha descendido a nivel cero”.
Dos eventos realizados en ese tiempo en torno a la situación de la crítica literaria nacional del momento llegaron a conclusiones similares: baja calidad generalizada.
El primero se realizó en junio de 1991, en la Sociedad de Escritores de Chile, a propósito del
centenario del nacimiento de Hernán Díaz Arrieta, Alone. Participaron Luis Sánchez Latorre, Mariano Aguirre, Virginia Vidal, Carlos Olivárez, Camilo Marks, Hernán Poblete Varas y Carlos Iturra, moderados por Diego Muñoz y Eduardo Llanos.
Más allá de la “crítica de la crítica” generalizada, hubo consenso en que Alone ha sido el mejor
crítico que ha tenido el país.
El segundo encuentro fue el Seminario “La crítica literaria en Chile en el período 1983-1993”,
organizado por el Departamento de Español y la Dirección de Extensión de la Universidad de
Concepción. Se presentaron y discutieron en él veinte ponencias de diversos críticos y
académicos, publicadas luego por María Nieves Alonso, Mario Rodríguez y Gilberto Triviños en el volumen La Crítica Literaria Chilena, en su mayor parte con una visión negativa de la crítica de la década.
En 1995, apareció Veinticinco Años de Crítica, Antología de la Crítica Literaria publicada por Ignacio Valente (José Miguel Ibáñez) entre 1966 y 1991, en el diario El Mercurio, y seleccionada por el propio autor.
Ha comentado Raúl Silva Castro que la crítica literaria en Chile, como en muchos otros países, no pasa de ser profesión secundaria o paralela, llamada a ejercerse en las horas que dejan libres
ocupaciones propiamente lucrativas. Es cierto. Sin embargo, y a pesar de ello, algunos críticos han destacado, logrando un nivel relevante en la historia de nuestras letras.
Hay bastante consenso en tal sentido en los siguientes nombres: Andrés Bello (1781-1865), José
Victorino Lastarria (1817-1888), Miguel Luis Amunátegui (1828-1888), Gregorio Víctor Amunátegui (1830-1899), Rómulo Mandiola (1848-1881), José Toribio Medina (1852-1931), Pedro Nolasco Cruz (1857-1939), Emilio Vaïsse (1860-1935), Domingo Amunátegui Solar (1860-1946), Eliodoro Astorquiza (1884-1934), Armando Donoso (1886-1946), Domingo
Melfi (1890-1946), Eduardo Solar Correa (1891-1935), Hernán Díaz Arrieta (1891- 1984), Alfonso M. Escudero (1899-1970), Ricardo Latcham (1903-1965), Raúl Silva Castro (1903-1970) y José Miguel Ibáñez Langlois (1936).
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Antes de concluir este breve panorama de lo que ha sido la crítica literaria en Chile, reiteremos que la mayor parte de la crítica publicada en la prensa continúa dispersa en innumerables diarios y revistas, desde el periódico “El Araucano”, del que Andrés Bello fue director y redactor durante cerca de veinte años -entregando en él sus opiniones sobre teatro y literatura- hasta las publicaciones periódicas actuales; y que algo similar ocurre con la crítica académica, la que, especialmente a partir de la década de los años sesenta del siglo pasado y fundamentada en el bagaje teórico-analítico de la crítica europea -“nouvelle critique”, “new criticism”, con antecedentes en el formalismo ruso o en la estilística alemana-, se publica en muchas revistas universitarias de entonces y de hoy.
Sólo en pocos casos, y en forma ciertamente incompleta, la producción de algunos críticos ha
sido reunida en forma de libro.

Maximino Fernández F. es decano de la Facultad de Filosofía y Educación de la Umce.
Profesor de Castellano, magister en Letras y doctor en Literatura. En 1994, su Historia de la literatura chilena mereció el Premio Alonso de Ercilla de la Academia Chilena de la Lengua; esta obra fue continuada en el año 2002, con Literatura chilena de fines del siglo XX; y en el año 2003, con La Crítica Literaria en Chile.

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