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martes, 7 de abril de 2009

DE LOS ESPACIOS QUE RESTAN EN LA NOVELA CHILENA ACTUAL

Lit. lingüíst. n.11 Santiago 1998


RODRIGO CÁNOVAS
P. Univ. Católica de Chile

Examinamos cuatro novelas chilenas recientes, a la luz de la noción de espacio heterotópico, propuesta por Michel Foucault, que consigna los espacios desde los cuales es posible desconstruir las normas que sostienen un orden cultural. Las novelas estudiadas son: El nadador, de Gonzalo Contreras; La desesperanza, de José Donoso; Mala onda, de Alberto Fuguet y La reina Isabel cantaba rancheras, de Hernán Rivera Letelier. Cada una de estas novelas presenta espacios heterotópicos (con sus respectivos lenguajes), que permiten reflexionar sobre la condición posmoderna del ciudadano chileno hacia fines de siglo.

De los muy diversos espacios que conforman la novela chilena actual, nos interesa destacar aquéllos que tienen la cualidad de presentarse como un escenario de confrontación de normas lingüísticas, sociales y culturales. Michel Foucault nominaría estos espacios heterotopías, pues todos los demás lugares que podemos encontrar al interior de una cultura aparecen allí representados, confrontados, invertidos y, ulteriormente, anulados1. A continuación, haremos una sinopsis de algunos lugares que diagraman un posible modelo espacial simbólico de la sociedad chilena actual.

De vez en cuando, a manera de riccorso, aparece en la escena literaria un texto de factura contrahecha, un paquete envuelto con hilo de cáñamo y sellado con lacre, que constituye toda una novedad, justamente porque recupera de golpe un asunto muy remoto. El libro susodicho, La reina Isabel cantaba rancheras (1994), de Hernán Rivera Letelier, se presenta como un álbum de la familia pampina, enmarcado gloriosamente en las casi desaparecidas oficinas salitreras del norte de Chile. A propósito de la muerte de la reina Isabel, la prostituta más querida de esas pampas, cada lámina o capítulo exhibe las penas y avatares de las meretrices que forman su cortejo, identificadas como: la Ambulancia, la Chamullo, la Poto Malo, la Azucitar con Leche, la Pan con Queso (para los lesos), las Dos Punto Cuatro y otras de alegre memoria.

Sus historias, que son amplificaciones tragicómicas de sus sobrenombres, tienen su teatro de operaciones en los camarotes de las oficinas salitreras, donde el solteraje comparte su soledad con ellas. Estos mineros, en realidad campesinos trasplantados a la Pampa, salen a la luz, también, por sus apodos o sambenitos: el Poeta Mesana, el Astronauta, el Caballo de los Indios, el Viejo Fioca, el Cabeza de Agua y otros ilustres.

Quien rescata este álbum es un cronista memorioso, un "pueta popular" ameno y exagerado, quien declama al viento sucesos ya ocurridos, de gentes ya muertas, muy viejas o desaparecidas sin dejar rastro en esos desiertos. Es el regreso al paraíso perdido, a través de la celebración oral de las partes pudendas. Desde el conceptismo popular, recargado de retruécanos y conceptos, somos investidos de "miradas clitoríticas" y "voces vulvosas" (147); testigos mudos de "rosetas violáceas de los esfínteres" del cielo (28) y copartícipes de "increíbles safaris carnales con rugientes fieras cuaternarias" (149). Es la gesta de las huerfanías, la rememoración del origen desde una compulsión oral.

Quisiéramos detenernos en uno de los espacios privilegiados de esta novela, las piezas o camarotes, que en conjunto formaban pasajes llamados buques, en consonancia con los antiguos vapores que transportaban el salitre hacia Europa. Como aquel juego de la niñez en el cual viene un buque cargado con un objeto precioso, éstos condensan en su interior espacios, tiempos y cuerpos disímiles.

Cuando la afuerina Malanoche entra por primera vez a los buques, tiene la impresión de "estar ingresando a un recinto penal" (33) y el poeta narrador acota que son "especies de ghettos o ciudadelas fortificadas"(33). Es, entonces, un orden segregado, un espacio inmóvil, un tiempo presente marcado por un fatum. Y, sin embargo, estamos en un buque y, por ende, navegando, en la ruta de antaño, con una carga preciosa de salitre. Habitamos entonces un espacio feliz que se desplaza vertiginosamente hacia el tiempo de los orígenes. Ahora bien, esta tranquila travesía puede cambiar drásticamente de curso y el barquito encallar en un sitio remoto del futuro, convirtiéndose así sus restos en "caparazones de momias planetarias no se sabe si desenterradas o enterrándose" (42).

Ingresemos a estos buques, haciendo una visita al cuarto de Poeta Mesana, y veamos qué hay en él. Su escaso mobiliario es un catre de tubos nominado Huáscar y unos cajones de explosivos, vacíos, extraídos de la mina. La utilidad práctica de estos objetos se desdibuja al ponerlos en relación con el resto del decorado: botellas vacías de perfumes y de licores ingleses, fichas salitreras de distinta data, colecciones de piedras conformando figuras extrañas, amén de una anacrónica maleta de madera y un retrato de Gabriela Mistral recortado de la memorable revista Zig-Zag, por desgracia "profanado burdamente por unos bigotes a lápiz de cejas" (19).

Este cuarto se constituye como un mercado persa, cuyas antiguallas retienen en el presente una atmósfera anacrónica. Los buques están cargados de nostalgia, configurados como pequeñas heces, como restos que no queremos perder: el reloj Longines, la billetera de cuero legítimo, el alka seltzer, la revista sexual Luz, Popeye. El baúl popular de los recuerdos se instala en el presente desde la relectura de Tarzán y El Llanero Solitario, la escucha de las rancheras de Miguel Aceves Mejías o "Miguel Aveces Jemía" (8) y, por qué no, de la recreación del arte vanguardista en su variante creativa popular, cuando las niñas le pintan bigotes a la Gabriela Mistral, convirtiéndola en la Gioconda, de Dalí.

Este espacio de nostalgia puede vivirse también como una visita no sólo al pasado sino a los orígenes; los cuartos se convierten así en cámaras fetales y el Poeta Mesana, el Negro y Medio y el Cabeza de Agua, en fetos flotantes que comparten las alegrías y miserias de quienes los acogen. Por su parte, las niñas de los buques entran en él no sólo para cumplir su labor nutricia sino, también, para ser acogidas, para ser legitimadas desde el afecto retroactivo de sus pares masculinos, quienes así también las reengendran.

Si con La reina Isabel... un cuentero sitúa nuestro pasado en la Pampa y nos lo devuelve alegóricamente a través de una travesía en buque, cargado de las ilusiones de nuestros viejos queridos; en la novela Mala onda (1991), de Alberto Fuguet, un adolescente con mirada de publicista nos instala en un futuro incierto en Santiago de Chile, ciudad ocupada por el logo, espacio loop por el cual las rotondas chilenas son compensadas en nuestra mente por los freeways americanos, completándose así el círculo de una nueva identidad.

Mala onda está concebida como un diario de vida de un adolescente que expresa su malestar por su condición vital: incomprendido en la familia, distanciado de sus amigos y asfixiado por las convenciones del grupo social de los "nuevos ricos" de los años ochenta: en breve, malas vibras, mala onda.

Al conceptismo popular de reina Isabel le corresponde aquí, por oposición, la imaginación publicitaria. En efecto, el muchacho de esta historia, Matías Vicuña, parece un decorador de interiores. Hace siempre un comentario exhaustivo sobre distribución de muebles, combinación de colores, tipo de afiches, encuadrando el espacio en una imagen publicitaria: "Su oficina es chica y tiene un calendario de Firestone, me fijo. El primer plano de un neumático radial y, atrás, el campo chileno floreciendo en primavera" (174).

El mercado persa dispuesto en los buques nortinos, con antiguallas coleccionadas "más como pieza de museo que como motivos de adorno" (17), es aquí sustituido por un logo; es decir ­según proposición de Fredric Jameson­, por un nombre de marca que se transforma en una imagen, signo o emblema2. Así, se nos hablará de "un BMW verde limón" (230), "una corbata de seda azul con pintitas rojas Givenchi" (277), o "una farmacia con espejo gentileza de Sal de Fruta Eno" (169), o de un "cielo tan azul-paquete-de-vela que todo parece un mal comercial de línea aérea" (140).

El curioso muestrario arqueológico de piedritas nortinas es cambiado aquí por un registro de nuevos objetos y sensaciones diseñados para un consumo fulminante. Con Matías encontramos raro el sabor del agua en los aviones, vemos las imágnes de la televisión en mute y la hora en la oscuridad a través de los dígitos rojos de la radio-reloj, saboreamos el Freshen-Up canadiense (con jarabe verde al centro) y observamos cómo el vaso plástico se derrite un poco al contacto con el café hirviendo.

La mirada nostálgica de los huasos pampinos hacia tiempos y espacios idos (los campos del sur, la ciudad de Talca, las glorias navales, las salitreras) es sustituida por una mirada atenta hacia el gran Norte, fuera de los límites del idioma y de las antiguas costumbres. En esta novela juvenil, existe una Ciudad-luz, Manhattan: "Un día en Manhattan equivale a seis meses en Santiago" (58). De Santiago, sólo aparece el sector más nuevo de la ciudad (sin historia, un logo-cero), cuyo modelo es el estadounidense: autopistas (como la avenida Kennedy), grandes supermercados (Jumbo), Shopping Centers, Bowling Places, Drugstores. Aún así, ese Santiago aparece como una copia (subdesarrollada) del gran modelo, un feo remedo:

"Ojalá Santiago tuviera freeways, piensas, y carreteras por donde picar: podrías sacarle a este Accord de tu vieja unos cien o ciento diez. Pero Santiago está en Chile y lo único que hay son tréboles rascas y rotondas interminables e inútiles, plagadas de autos que dan vueltas y vueltas" (51).

Hemos desprestigiado bastante a Matías. Advirtamos que quien lo considere un sujeto alienado o superfluo o ingenuo, no vive en el reino de este mundo. A favor de él, postulemos que, en efecto, tiene una deuda con la Historia, con el pasado, con el linaje; pero es un lúcido emisario de nuestros malestares futuros, que él los vive por adelantado: la atomización de la vida cotidiana, la vivencia del cuerpo como una proyección de minicomponentes técnicos, el "jale" como tubo químico de escape y el temprano reconocimiento que nuestra ciudad ha cambiado.

Si el nuevo plan de la ciudad contempla una rotonda-loop, el antiguo, diseñado por José Donoso en su novela La desesperanza (1986), señala los lugares arqueológicos de nuestra ciudad y nos invita a visitarlos como si formaran parte de un museo o, incluso, de una serie de pequeños mausoleos de aristocracias locales, únicos lugares de permanencia en un espacio presente barrido por el loop.

Recordemos la trama de esta novela. La acción dura alrededor de un día, siendo sus tres partes: El Crepúsculo, La Noche y La Mañana. Durante el crepúsculo asistimos al velatorio de Matilde Urrutia (esposa de Pablo Neruda) en la casa La Chascona, ubicada en el barrio Bellavista de Santiago de Chile. De noche, acompañamos a Mañungo Vera (cantante de protesta, de paso por el país) y a la bella Judit Torre Fox (joven de clase alta, conectada a un movimiento de ultraizquierda) en el paseo que dan por el antiguo barrio Alto santiaguino. Y en la mañana, asistimos al funeral de Matilde en el Cementerio General.

Pablo y Matilde constituyen la pareja primordial, referente que nunca debe extraviarse, pues posibilita una reflexión genuina sobre nuestra identidad nacional; así lo intuyen Judit y Mañungo, en un sonambulesco paseo por los barrios "sagrados" de nuestra capital. Así, a la familia pampina de Rivera Letelier (de tradición oral), le corresponde la familia nerudiana (de linaje culto); al mercado persa (de animitas), el museo privado (o panteón).

La ciudad donosiana se abre como un muestrario antológico de espacios donde han ocurrido las escenas primordiales. La voz que escuchamos es la de un guía (o, mejor, la de un Curador de un museo arqueológico privado) que va nombrando las cosas, dibujando su entorno cultural, su aura, incluyendo así el tiempo. Es la recuperación de las cosas desde una arqueología del saber, como cuando se presenta el parque Forestal:

"caminando bajo los plátanos del parque legendario de Nicanor Parra y Pablo Neruda en sus juventudes, y después de otra generación anterior a la de Mañungo, cuando eran jóvenes y comenzaban a escribir o a pintar o a cantar, pero cuyos miembros ahora usaban gafas bifocales y sufrían hemiplejías y ceceaban un poco" (109).

O cuando se nos dice

que "el Museo de Bellas Artes quizás fuera más proporcionado, menos pomposo que el Petit Palais, su prototipo" (217).

O cuando se observa que una derruida comisaría cercana al cerro San Cristóbal es, en realidad, "el fragmento de una modesta quinta decimonónica con su patio posterior en forma de U y galería de vidrios, techo de calamina y un frontón de madera descascarado disimulándolo" (310).

Visitar esta ciudad será entonces como entrar a ese extraño museo Larco de Lima, esa colección privada de familia, mantenido en una casa de lujo moderado y en la cual encontramos una selección precisa de objetos y situaciones que animan el Perú desde su origen. Así también, El Curador de la ciudadela chilensis va mostrando las piezas centrales de su museo volante, destacando unas (el faldeo norte del cerro San Cristóbal), desplazando otras (el barrio Bellavista), celebrando lo permanente (el parque Forestal) e iluminando los ritos festivos (las romerías al cementerio).

Noto aquí un ansia de capturar un tiempo que se va perdiendo y que es necesario animar. El Curador debe levantar una ciudad antigua y sostenerla (del mismo modo como Neruda sostuvo sus chucherías, sus conchitas, sus casas, sus amigos), para transfigurar el espacio nacional. No importa que esta ciudad sea un mausoleo; basta con que nos acoja como una de sus piezas locales, con linaje conocido, con un legado3.

Así como hay urbes pompeyanas, incólumes al paso del tiempo, habrá también ciudadelas del futuro, ocupadas por altas torres de amplios ventanales, que ocultan a sus moradores de nuestras miradas. Por cierto, esos moradores somos nosotros mismos, inmersos en un tubo al vacío, viviendo la inanidad de un presente perpetuo. Una historia análoga nos es contada en la novela El nadador (1995), de Gonzalo Contreras.

Expongamos muy brevemente su acontecer. Max Borda y su esposa Alejandra viven en el piso veintiuno de una nueva torre santiaguina, casi sin moradores. No hay comunicación entre ellos. La mujer, de carácter depresivo, desaparece. El relato utiliza este vacío para dar a conocer un complejo puzzle afectivo familiar, que funciona al amparo de diversos triángulos amorosos.

El relato no es dramático ni es cómico; será, más bien, una introspección lúdica sobre los mundos abasolutamente atomizados de los personajes, quienes aparecen constreñidos a su individualidad.

Max es un físico que sufre a temprana edad el desafecto ante la vida. Su aparente cinismo es una máscara mal llevada de la sensación de orfandad en un espacio amniótico sin referentes. Animal de sangre fría, su vivienda natural será el piso elevado de una flamante torre, con vista a una piscina de delfines amaestrados. Habita entonces, en una Torre Gel, un espacio de brillo gélido, el maquillaje perfecto para un ser apático, retirado e inerme; alguien que sólo se distiende espiritualmente con el ejercicio de la natación.

Max cruza el solitario hall de entrada de su edificio y procede a accionar el botón de un ultracinético ascensor. La espera, aunque corta, le resulta interminable. Una vez en su piso, acciona maquinalmente el contestador automático y luego, en el momento de mayor calma, se acerca a los amplios ventanales con sus binoculares para observar el espectáculo de los delfines y el interminable paso de los autos en una avenida vecina.

Espía de su propia intimidad, Max concibe su espacio vital como un laboratorio experimental, en el cual observa a través de un vidrio los cambios que sufre la especie humana.

Buques en la Pampa, freeways en Santiago de Chile, losetas de mármol en sus empobrecidos barrios centrales, torres de espejos que nos devuelven un espacio mudo: éste es el escenario de nuestras añoranzas y desafectos, éste nuestro futuro anterior, nuestra pena de extrañamiento y nuestro reclamo de origen.

Colofón

Plaza Italia en Santiago de Chile. Un domingo no muy lejano. Chile acaba de clasificarse para participar en el Mundial de Fútbol de Francia. En ambiente de carnaval, la multitud se congrega en torno a la plaza Italia, esa plaza redonda que separa el casco antiguo de la ciudad, al occidente, de su nueva extensión, al oriente. Un personaje donosiano notaría que es un espacio grotescamente patriótico, pues está animado por la estatua ecuestre del general Baquedano, héroe de una guerra de fines de siglo pasado. Acotaría también que es una escultura en bronce de los años veinte, realizada según modelos neoclásicos, cuyo único gesto vital es su pomposa elevación, que le permite al general Baquedano otear todo el valle, cual nuevo conquistador. Esta rotonda se revela entonces como un ilustre panteón de los héroes, al cual concurrimos en romería para la glorificación de la nación.

Sin embargo, los vítores no son a la estatua; en realidad, casi ni se ve, frente a las imponentes moles de edificios que la circundan en el radio cercano. Hoy la celebración es por los peloteros y, en especial, de uno de ellos, Salas, Marcelo Salas Melinao. El Poeta Mesana, huaso pampino, descubriría en este nombre geografías y tiempos remotos y se incluiría gozoso en la farándula para volver a tocar el origen: el querido Sur, Temuco, la antigua frontera, doña Alicia Melinao, el ADN que le permite a Marcelito encaramarse hacia los cielos con el rehue y otorgarnos otro horizonte.

Un domingo reciente, nuevamente en plaza Italia. Chino Ríos acaba de obtener un triunfo que le permite ser el número uno en el tenis mundial. Los chilenos, no importando edad, peso ni condición social, salen desaforados a las calles y circulan en tropel por la rotonda agradeciendo al Chino esta victoria. Su preciso raquetazo final ha logrado colmar mágicamente todas nuestras carencias, sacándonos de la orfandad. ¿Cómo habrá mirado Matías ­protagonista de Mala ondaset de videos vistos en otra pieza circular? Yo pregunto: y si el Chino llega a fallar un golpe, ¿quién responde por él? Quizá por ello, la imagen de la rotonda-loop es su salida; es decir, anudar su paso por esta ciudad al nudo mayor formado por la corona de ciudades del torneo internacional correspondiente. ­ esta increíble aglomeración? ¿Qué habrá pensado el Chino Ríos desde su pieza circular de un hotel de Miami al ver por la televisión estas caras desfiguradas pronunciando su nombre? Solo, sin amigos, sin tradiciones nacionales a las cuales asirse, qué puede hacer Matías sino observar atónito y con miedo a esos abandonados en la rueda de la fortuna. ¿Y qué hay de las carencias del Chino, propias de un presente al vacío, acaso sólo colmadas por nosotros con un

A doscientos metros de la sagrada Plaza, desde el piso veintiuno de una de las flamantes torres santiaguinas, el personaje Max Borda enfoca la escena con sus binoculares. El espectáculo no lo logra atraer; en realidad, gane o pierda quien sea, su existencia no va a variar un ápice. De repente, tiene una feliz ocurrencia que lo hace sonreir. De seguro, a esa hora de festejos, no habrá nadie en la piscina techada cercana a su domicilio, lo cual le permitirá poder deslizarse como pieza única por el agua, cual un delfín en los mares árticos. Max Borda aparta los binoculares, junta rápidamente su ropa deportiva y abandona su departamento. Afuera, todavía sigue la bacanal.

Bienvenidos a la celebración de los espacios confrontados de la sociedad chilena, a los espacios de la suma y resta de sus imágenes en el tabloide literario.

1 "Il y a également, et ceci probablement dans toute culture, dans toute civilisation, des lieux réels, des lieux effectifs, des lieux qui sont dessinés dans l'institution même de la société, et qui sont des sortes de contre-emplacements, sortes d'utopies effectivement réalisées dans lesquelles les emplacements réels, tous les autres emplacements réels qui l'on peut trouver à l'interieur de la culture sont à la fois représentés, contestés et inversés, des sortes de lieux qui sont hors de tous les lieux, bien que pourtant ils soient effectivement localisables" (Foucault, p. 47).

2 "A logo is something like the synthesis of an advertising image and a brand name; better still, it is a brand name which has been transformed into an image, a sign or emblem which carries the memory of a whole tradition of earlier advertisements within itself in a well-nigh intertextual way" (Jameson, p. 85).

3 Para otra mirada a la ciudad donosiana, complementaria a la nuestra, remito al ensayo de la española Fanny Rubio "La desesperanza", incluido en Donoso 70 años, que reúne las ponencias del Coloquio Internacional de Escritores y Académicos celebrado en Santiago de Chile en octubre de 1994, en homenaje a este narrador chileno.

Bibliografia [ Links ]Donoso, 1986 Donoso, José. La desesperanza. Barcelona, Seix Barral. Links ]Fuguet, 1991 Fuguet, Alberto. Mala onda. Santiago, Planeta. [ Links ]Rivera, 1996 Rivera Letelier, Hernán. La reina Isabel cantaba rancheras. Santiago, Planeta. [ Links ]Textos críticos Foucault, 1987 Foucault, Michel. "Des Espaces Autres". Revue d'Architecture, Paris, 46-49. [ Links ]Jameson, 1991 [

Jameson, Fredric."Surrealism without the Unconscious". En su Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism. London/New York: Duke University Press, 67-96. Rubio, 1997 Rubio, Fanny. "La desesperanza". En Donoso 70 años. Santiago, Ministerio de Educación, 117-123. [ Links ]

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viernes, 18 de enero de 2008

ANTROPOFAGIA SOBRE UN ESQUELETO DE PALABRAS

(el arte ignora los decretos)

ARTICULO DE ROLANDO GABRIELLI

* Fuente: pagina web



La literatura no tiene camisa de fuerzas. La obra no admite la paja en el ojo ajeno. Nunca vi a Juan Rulfo, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, al propio Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, preocupado por la obra del vecino. Prefirieron escribir, enfrentar su página personal: hacer la obra. Es ridículo ese anuncio en la feria del libro de Santiago de Chile, de unos narradores que sostienen que América latina abandonó el realismo mágico del mago de Aracataca. La literatura como una venda en los ojos, un vaso de agua, o la cañería que se deja correr sin imaginación.


Qué trompo están haciendo bailar en la uña, estos infantes terribles de la prosa. Roberto Bolaño, enfrentó a Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, como era de esperar, y con su obra, además de sus críticas ácidas. Es lo más natural en un escritor que querer ser cima y no valle de los caídos. El tiempo dirá si pudo con Cien años de Soledad, El Coronel no tiene quien le escriba, El amor en tiempos de cólera, La Ciudad y los Perros, Los cachorros, Los jefes. Es una necesidad tribal cortarle la cabeza al jefe. Pero de ahí a lanzar postulados dudosos cuando aún no se ve nada nuevo en el horizonte, ni bajo el sol, es bastante chistoso.


La literatura estará siempre influida por el pasado, contaminada por el presente y abierta al futuro, en su búsqueda, aventura permanente. Borges es el ejemplo del escritor sumergible, bajo las aguas de los clásicos, como el Quijote, y en otras lenguas, del pasado, con su carga universal, de todos los tiempos, sin perder su argentinidad, su sello borgiano, aunque se viera en el otro Borges. La literatura tiene su propio hígado y un narrador o poeta, debe buscar o pintar sus propias mariposas amarillas. La moda produce miopía y el abuso de la imitación, castración, y en las mujeres desvaginamiento crónico. Se cae la matriz de la literatura personal, íntima.


El boom fue un verdadero cañonazo en la literatura castellana y latinoamericana, y más allá de todo espejismo y manejo publicitario, hubo obras que respaldaron ese peculiar movimiento. No estuvieron todos los que debían estar, eso es otra cosa. Pero hay una masa literaria que aún pesa de México a Chile. Juan Carlos Onetti, debe estar entre ellos, y poco se le menciona, inclusive estos jóvenes urbanos, de lengua destemplada aparentemente post modernistas.
Se puede ser terriblemente provinciano, y vivir en una gran ciudad. Y desde un pequeño pueblo, levantar la memoria de un universo nuevo. En todas estas declaraciones de feria, hay un poco de pose, política y oportunismo. Una manera de intentar ubicarse en el ruedo.


Manifiestos a estas alturas. Palabras sobre el agua, palabras para compartir con el viento, palabras de este a oeste, y no les veo norte. La literatura no requiere de tanta retórica a su alrededor. Dejar que el gusano personal haga fiesta con el propio cadáver. Todo está escrito de alguna manera. Lo que interesa es la mirada personal de cada escritor en su tiempo. Con los ojos del pasado, presente y futuro. Lo otro, es ficción. ¿Cien años de soledad es una literatura precaria y bananera?, como algunos se preguntan. América latina es precaria y bananera. Pero su literatura tiene muchas esquinas, matices, padres, abuelos, es rica, variada, diversa, y responde a miradas que no siempre son homogéneas, como corresponde a la realidad y a la ficción que le anima.
La novela se adeuda así misma como todo lo que tenga que ver con palabras, el Arte, el pensamiento humano. Habría que investigar de donde nació la nada, para saber en que esquina se reúne para seguir siendo nada.


El espacio es inmenso, infinito. Los manifiestos son un principio del dogma, la reafirmación de la nada, una especie de peste de cristal, enfermedad adolescente que llega la cara de espinillas (acné). Son otros tiempos, Rulfo ingresó y se fue silenciosamente. Nunca pensó en la moda. En pasarela. No sé quien puede disputarle la noche a Rulfo en México, porque en el día los gatos van a un mismo basurero. Hay deudas con José Donoso en Chile y José Lezama Lima en varios puntos de la geografía narrativa. Se pisan la cola y no les duele.


Los manifiestos son una camisa de fuerza. No tienen raíz. Patinan, no aterrizan. Terminan siendo un feroz monólogo, de un solo rostro, un espejo que no admite más caras. La novela es un género camaleónico. Se ha quedado huérfana con tantos padres. Discípulos díscolos de la realidad, hijos de la ficción, nietos de la aventura, todos caben en un mismo viaje. El tiempo y el lector seguirán teniendo la palabra. Los tiempos y las palabras van cambiando.


Un escritor debe mirar hacia todos los lados, pero el lugar más importante es dentro de si mismo. Todas las huellas están dentro de uno. La infancia crece todos los días. La adolescencia rompe espejos y la madurez deja que las hojas sigan su curso. Ningún rincón es indiferente para el narrador. La mejor página quizás sea la que no se escribe, pero hay que intentarlo. La realidad es mágica y es el deber del escritor y el poeta, descubrirla y rescribirla. Las palabras mágicas son las que aún no se han escrito. Las que el lector piensan que la obra le ha dicho directamente a él. Son las palabras únicas, irrepetibles, las que convocan la imaginación y quedan en la memoria. Hay palabras para cada tiempo. Épocas con su propio silencio.


Un narrador debe cuidar que las suyas no se las lleve el viento. O sean el fuego fatuo de unas pasarelas que cierran a medianoche. No importan que provengan de la aldea o de la gran ciudad. Siempre habrá una última palabra en el lector. Lo nuevo gana su espacio sin ninguna autorización. Las novelas son como las ciudades, avasalladas por una infinita y totalitaria contaminación humana. A veces las piernas de sus páginas caen lentamente, como carnes sin espíritu, ni demonio, simplemente para ser empaquetadas. No hay principio ni fin, cuando uno sabe que va a llegar a algún lado.


La literatura, el arte, la poesía, ignoran los decretos. Un espacio abierto no sueña con paredes. Un cuarto conoce sus secretos y limitaciones. Una cama aspira a algo más que al silencio. Una receta de cocina debe responder al paladar. La diana lo hace al amanecer. Tú, el primer corneta, serás reemplazado mañana. La rosa caerá sin cabeza una de estas mañanas. Un libro, tiene la opción de no ser abierto, pero una vez que alguien entra en la primera página, ya no hay marcha atrás, aunque se pueda naufragar en él.

RESEÑA:

Rolando Gabrielli nació en Santiago de Chile el 22 de febrero de 1947.Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Ejerció hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79).Funcionario Internacional, experto en la industria bananera, encargado de estrategias para los ocho países de la región miembros de la UPEB, Editor de la publicación científico-técnica y económica, con circulación en 56 países, columnista de la revista alemana D+C (1979-89). Escribe para varios periódicos panameños como Analista Internacional y trabaja en el programa de la Unión Europea-PNUD, Tips On Line, mercadeo de oportunidades empresariales vía Internet. Asesor en estrategias empresariales, editor de Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing.
Obtiene el Primer Premio de Poesía de la Federación de la Universidad de Chile en 1971, entre 200 libros y una mención Honrosa con su cuento Solángel, ese año, en ICEA Internacional, México. Es becado en dos oportunidades por la Universidad Católica de Chile (Vicerrectoría de Comunicaciones, 1973, en Poesía y 1974, Prosa) Mención de Honor en Cuento infantil Caja de Ahorros Panamá, 1978. Mención de Honor en poesía con su libro Manifiesto Aldeano, Panamá años 2000. Diploma de Honor Embajada de Chile, por su labor pro acercamiento cultural Panamá-Chile. Ha dictado conferencias magistrales sobre en la Academia Panameña de la Lengua y Embajada de Chile, sobre Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Jorge Luis Borges y Jorge Teillier. Es poeta, ensayista y narrador, tiene cinco libros de poesía para editar, un libro de cuentos, ensayos y dos novelas en proceso. Reside en Panamá. Sus trabajos más recientes se encuentran en Internet en portales de Estados Unidos, Canadá, España, Chile, Argentina, Brasil, Suecia, Colombia, Venezuela.
* Nota: Se publica con la autorización del autor

jueves, 14 de junio de 2007

La crítica en la literatura chilena

Casi todos cuantos han escrito sobre la crítica literaria en Chile coinciden en que ésta fue iniciada
por Andrés Bello. De hecho, entre los siglos XVI y XVIII sólo algunos de los escritores de aquellos tiempos tuvieron preocupaciones respecto de su propia obra por asuntos que más tarde formarían parte del interés y las observaciones de los críticos.
por el Prof. Dr. Maximino Fernández Fraile

La crítica literaria en Chile es un tema muy poco estudiado: apenas si algún trabajo de especialistas como Raúl Silva Castro o Mario Leyton; una antología del mismo Silva Castro, algunas consideraciones en artículos periodísticos y un par de encuentros para conversar sobre el tema.
Sin embargo, es un asunto interesante, porque si bien, como expresara Rainer María Rilke en Cartas a un joven poeta, “las obras de arte son de una infinita soledad, y con nada se pueden alcanzar menos que con la crítica. Sólo el amor puede captarlas y retenerlas y sólo él puede tener razón frente a ellas”. La mayor parte de los lectores, por diferentes razones, necesita recurrir a alguien que los ayude en la difícil tarea del acercamiento al texto literario, alguien también lector, aunque más intuitivo, más sensible, más acostumbrado, mejor preparado para enfrentar los complejos caminos de dicho acercamiento y con más tiempo para hacerlo. Aparece entonces ese ser, necesitado por unos, respetado por otros, temido por muchos, discutido y discutible, con todas sus grandezas y miserias: el crítico. En nuestro país, el crítico apareció tardíamente, pero con una figura relevante: la mayor parte de los autores que han escrito sobre la crítica literaria en Chile estiman que ella comienza con Andrés Bello, quien en sus treinta y seis años de permanencia en el país -desde que llegó a Valparaíso el 25 de junio de 1829 hasta el 15 de octubre de 1865, día de su fallecimiento- tanto hizo por la cultura nacional.
En efecto, en los siglos XVI, XVII y XVIII, llamados tradicionalmente siglos coloniales o, de modo eufemístico, “del Reino de Chile”, no hubo crítica literaria y sólo algunos de los escritores de aquellos tiempos tuvieron preocupaciones respecto de su propia obra -señalándolas explícitamente o considerándolas en su elaboración- por asuntos que más tarde formarían parte del interés y las observaciones de los críticos.
En dicho sentido, podríamos mencionar sólo unos ejemplos: Alonso de Ercilla, en La Araucana, cuidando la organización o disposición del poema, invirtiendo en el inicio la fórmula tópica de Orlando Furioso de Ludovico Aristo; introduciendo luego el tema a tratar en los exordios que abren muchos cantos en base a sentencias, o siguiendo una perspectiva providencialista como disposición general de la obra; Alonso de Ovalle, afinando especialmente el lenguaje en su histórica Relación del Reino de Chile, al punto de transformarse por ello en una autoridad considerada en la elaboración del Diccionario de Autoridades, primera versión del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.
Así tenemos también a Francisco Núñez de Pineda, mezclando diversidad de géneros y de expresiones conductoras en su Cautiverio Feliz; Miguel de Olivares, señalando explícitamente su interés por el estilo en la introducción a su Historia Militar, Civil y Sagrada de lo Acaecido en la
Conquista y Pacificación del Reino de Chile; Manuel Lacunza, indicando algo similar en el “Discurso preliminar” de La venida del Mesías en Gloria y Majestad, y Felipe Gómez de Vidaurre, que en su Historia Geográfica, Natural y Civil del Reino de Chile declara que en este “rincón del mundo encontrarán hombres que con sano juicio e imparcialidad les sepan hacer una justa y prudente crítica de los autores”.
Tampoco hubo crítica durante el período de la guerra de la Independencia y en el de la posterior
anarquía. Apenas si se puede considerar a este respecto algún pensamiento, exagerado, de Camilo Henríquez, el creador de «La Aurora de Chile», sobre su concepción de poesía, o el planteamiento de Juan Egaña acerca de su propia obra en la “Dedicatoria” del chileno consolado en los presidios. Filosofía de la religión. Memorias de mis trabajos y reflexiones escritas en el acto de padecer y de pensar, creada a propósito de sus dos años y tres meses de prisión política en el archipiélago de Juan Fernández.
Es cierto que en “La Aurora de Chile” fueron publicadas algunas reseñas sobre libros extranjeros que contenían fundamentalmente ideas avanzadas y libertarias, relacionadas por tanto con las
inquietudes de la Independencia nacional, como Vindicte contra tiranos, antigua obra de 1581; o que Juan García del Río, colombiano avecindado en nuestro país, hacía otro tanto en el diario “El
Telégrafo”, y que otros redactores seguían el ejemplo en los años siguientes; pero no es menos
cierto que tales comentarios de prensa tenían finalidades político-ideológicas y no estéticoo-artísticas y se referían casi exclusivamente a obras de ese carácter.
Apenas si puede recordarse, en sentido literario, un análisis de los poemas de Francisco Martínez de la Rosa, aparecido en enero de 1829 en “El Mercurio Chileno” -diario editado por José Joaquín de Mora-, algunos comentarios en “La Clave”, de Melchor Jofré de Ramos; u otros en los diarios “El Mercurio” de Valparaíso, a partir de 1827, o “El Araucano”, desde 1830.
Y si bien Andrés Bello fue el iniciador de la crítica nacional, particularmente con sus observaciones sobre el teatro en las páginas del periódico ministerial “El Araucano”; y aunque José Victorino Lastarria, en su discurso inaugural de la Sociedad Literaria del Instituto Nacional, el 3 de mayo de 1842, mencionaba la crítica indicando que “…la verdadera crítica juzgará las obras del artista y del poeta comparándolas con el modelo de la vida real. El crítico deberá tomar en cuenta, al hacer tal examen, el clima, el aspecto de los lugares, la influencia de los gobiernos, la singularidad de las costumbres y todo lo que pueda dar a cada pueblo una fisonomía original…”.Pasó tiempo antes de que este ámbito de las letras se consolidara en el país.
Lo dijo Joaquín Blest Gana en 1848, en el artículo Causas de la poca originalidad de la literatura
chilena: “Ahora bien, en Chile (la crítica literaria) no ha asentado aún su dominio nacional. Es verdad que hemos visto sabias y profundas críticas, pero sobre autores extranjeros, sin que pueda citarse casi ninguna relativa a la literatura chilena”.
Y explicó de inmediato las razones: “Bien manifiestas son las causas que circunscriben y
encadenan la crítica nacional. Siendo muy pequeña nuestra sociedad, estrechamente eslabonada, temeroso el escritor de herir con sus tiros el delicado blanco de las preocupaciones patrias, o
de sublevar en contra suya el resentimiento mezquino de los que se creen ofendidos, o de
romper tal vez las relaciones de amistad o sociales que mantiene, guarda para sí sus opiniones,
medroso de los funestos resultados que pudiera acarrearle el emitirlas. Si atacamos en Chile una
idea, un principio que repugne a nuestras convicciones literarias, la mayor parte del público,
lejos de apreciar este ataque como una discusión de principios, no mirará en él sino una egoísta
provocación a una lid personal, sin fijarse en las ideas que se discuten, sino en las personas que se exhiben en la arena de la polémica. Éste es el medio más breve para torcer el verdadero espíritu de la crítica haciéndola personal y no literaria; miserable, superficial y ardidosa en vez de sabia, imparcial y franca que debía ser; y éste es también el modo de destruir una de las más robustas columnas sobre que reposa el edificio literario, que se derrumbará falto de apoyo, o se sostendrá tan débilmente que la más leve oscilación lo convertirá en escombros”.
En 1842 comenzaron a publicarse artículos de crítica literaria de carácter más bien didáctico, tras las polémicas periodísticas, el discurso inaugural de José Victorino Lastarria en la Sociedad Literaria del Instituto Nacional, la llegada al país de varios extranjeros cultos, la fundación de la Universidad de Chile y también algunos acontecimientos extraliterarios que colaboraron al desarrollo de las letras; es decir, con lo que algunos denominan Movimiento o Generación del ´42, que abrió al país el terreno intelectual; y luego con la aparición de “El Semanario de Santiago”, órgano de la Sociedad Literaria formada por Lastarria; con la “Revista de Valparaíso” y con “El Museo de Ambas Américas”, escritos por Salvador Sanfuentes, Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui, José Joaquín Vallejo, Hermó-genes de Irisarri, Ramón Briseño, Joaquín,
Guillermo y Alberto Blest Gana, Guillermo Matta y otros escritores.
Recordemos que tiempo después, en 1858, la Facultad de Humanidades de la Universidad de
Chile organizó un Concurso sobre crítica literaria, cuyo jurado estuvo constituido por José Victorino Lastarria y Joaquín Blest Gana. El primer lugar fue obtenido por Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui por su libro Juicio crítico de algunos poetas hispanoamericanos, obra constituida por quince monografías.
En la segunda mitad del siglo XIX, aparecieron los importantes estudios históricos y criticoliterarios de los hermanos Amunátegui, recién mencionados, y el eminente polígrafo José Toribio Medina comenzó la publicación de su ingente producción, que en el ámbito literario culminó con los tres volúmenes de su Historia de la Literatura Colonial de Chile, publicada en 1878. Si bien es cierto que sus estudios condujeron a publicaciones más bien relacionadas con la historia de la literatura, en ellas hay una visión crítica de los diversos escritores y obras tratadas.
En cambio, paralelamente a ellos, el periodista Rómulo Mandiola, a pesar de su corta vida, contribuyó con interesantes semblanzas sobre escritores nacionales en diversos periódicos, particularmente en “El Independiente” y “Los Tiempos”. Era la misma época en que Manuel
Blanco Cuartín hacía críticas esporádicas en diversos diarios, especialmente en “El Mercurio” de
Valparaíso, sobre obras literarias de reciente publicación, algunas de las cuales fueron recogidas
póstumamente en 1913, en Artículos escogidos de Blanco Cuartín. A él se debió que otros periodistas de su tiempo comenzaran a realizar una labor similar.
En la segunda mitad del siglo XIX, debemos destacar también la aparición de tres revistas
literarias que surgieron como reacción conservadora y religiosa al liberalismo imperante en el período anterior, fundadas gracias a la acción de jóvenes intelectuales de la Sociedad de Amigos del País: “La República Literaria”, creada en 1865 y de breve duración; “La Estrella de Chile”, que sustituyó a la anterior y que se publicó entre 1867 y 1880; y “Revista de Artes y Letras”, fundada en 1884.
En ellas, y con artículos de crítica literaria en que se resaltaban aspectos estético-artísticos de las obras comentadas, colaboraron Carlos Walker Martínez, José Antonio Soffia, Mercedes Marín, el recién mencionado Manuel Blanco Cuartín, Zorobabel Rodríguez, Enrique Nercasseau y Morán, Juan Agustín Barriga y, además de otros, dos de los más destacados críticos de nuestras letras: Rómulo Mandiola y Pedro Nolasco Cruz.
Respecto de la crítica literaria ejercida en publicaciones periódicas durante el siglo XIX, Mario
Leyton Soto realizó un exhaustivo inventario, publicado en 1956 en calidad de Memoria de
Prueba, para optar al Título de Profesor de Estado en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile: Ensayo histórico sobre la crítica literaria en Chile. Los diarios y revistas del siglo XIX.

A comienzos del siglo XX, la situación respecto de la crítica literaria nacional se había consolidado. Por ejemplo, y entre otros, Rafael Egaña, en 1917, se refería en términos generales a diversos problemas de la crítica en su artículo “La biblioteca de veinte volúmenes de la crítica literaria”, uno de cuyos párrafos citamos: “No es necesario, y podría ser demasiado largo, continuar el Índice de las falencias y contradicciones de la crítica; lo repetimos: ellas son inevitables, porque la crítica no es una ciencia y no está sometida a principios fijos. (…) Tal vez la
única regla invariable y absoluta es la que un escritor de ingenio indicaba a los críticos, la de ser
inteligentes, ilustrados y de buen gusto. Regla no fácil de seguir por todos, pero que al fin es la única que puede darse como definitiva.

Poco después, en 1920, Pedro Nolasco Cruz, un muy buen, aunque polémico y discutido cultor del género, en su artículo “La crítica literaria”, la definía como “manifestación razonada del buen gusto, hecha con propósito docente”. Hacía asimismo varias consideraciones sobre sus características y su importancia, además de calificar de manera más bien negativa la existente en el país: “En una literatura mediana y con dejo de provinciana como la nuestra, conviene que la crítica, para que haga impresión en el gusto, a más de bien fundada, sea clara, franca y un tanto incisiva…”
A esa altura, varios críticos importantes reunían en forma de libro algunos de sus comentarios, estudios y semblanzas: Los Nuevos, de Armando Donoso; Escalpelo, de Ricardo Latcham; el primer volumen de Estudios sobre la Literatura Chilena, que sería continuado por otros dos, publicados póstumamente en 1940, de Pedro Nolasco Cruz; y Estudios críticos de la literatura chilena, de Emilio Vaïsse (Omer Emeth).

Y mientras Emilio Vaïsse, Domingo Amunátegui Solar, Armando Donoso, Eduardo Solar Correa,
Manuel Vega, Alfonso M. Escudero, Ricardo Latcham, Raúl Silva Castro y otros críticos hacían
importantes contribuciones en este ámbito, Domingo Melfi entregaba también su visión sobre la materia en “Notas sobre crítica” en El Viaje Literario, publicado en 1945: “La obra de arte tiene un pensamiento animador, una serie de elementos que el crítico debe descomponer, para reconstruirla de nuevo con el vigor de su imaginación. Hay siempre un secreto en toda obra artística que es preciso poner de relieve para que el lector penetre con más facilidad en el panorama que el autor le ofrece. Este proceso de la función crítica se malogra cuando el
encargado de cumplirlo quiere someterlo al reactivo de sus pasiones personales…”.
Naturalmente, Hernán Díaz Arrieta, Alone, se refirió también a la crítica chilena en muchas ocasiones.

Particularmente importante en sentido histórico es este recuerdo: “Entre los acontecimientos literarios del medio siglo -siglo XX- debe contarse la creación de la crítica firmada y responsable, establecida como sección permanente en los mejores diarios.

Esta institución, única en América y que se ha perpetuado gracias al orden político que permite
libertad de opiniones, la trajo de su patria un sacerdote francés, el Pbro. don Emilio Vaïsse,
quien la tuvo a su cargo largo tiempo y la condujo a un extraordinario prestigio”.
Además, por cierto, defendió permanentemente su posición frente al ejercicio crítico: “No se ha
encontrado todavía una base exterior sólida para fundar los juicios literarios. Factores subjetivos se mezclan inevitablemente a las opiniones de tono más objetivo, y quien se analice con agudeza no podrá menos que advertirlo.
Alfonso Reyes, el espíritu más fino de América, resolvió el problema titulando sin ambigüedad sus: “Simpatías y Diferencias”. He ahí la posición justa.

Cuando un crítico literario afirma que tal obra es buena, regular o mala, emplea un verbo
inadecuado. Para ser exacto, debería escribir: “Creo, pienso, me parece o siento que…”.
Pasada la mitad del siglo XX, en 1965, John Dyson estudió la orientación estética o filosófica de
diferentes críticos nacionales, publicando sus resultados en La Evolución de la Crítica Literaria en Chile.
Para ello, siguió los postulados de Wilson Martins, quien los utilizó en su libro ‘A crítica literária no Brasil’, clasificando a los críticos según “linajes espirituales”, entendiendo por tales aquellas
afinidades de maestro a discípulo, independientes de la temporalidad, que permiten visiones
esenciales.
Esta clasificación, que atiende fundamentalmente a las formas de criticar más que a los rasgos
individuales de cada crítico, distingue seis linajes.
Desde esta perspectiva, y nombrando en cada linaje sólo a los críticos más destacados
mencionados por Dyson, quien incluye tanto a críticos periodísticos como académicos, integran el linaje gramatical: Andrés Bello, José Victorino Lastarria, Emilio Vaïsse, Pedro Nolasco Cruz y
Ricardo Dávila; el linaje humanístico: Andrés Bello, Eduardo de la Barra, Julio Vicuña Cifuentes, Julio Saavedra Molina y Rodolfo Oroz; el linaje histórico: Ramón Briseño, Miguel Luis y Víctor Gregorio Amunátegui, José Toribio Medina, Pedro Nolasco Cruz, Ernesto Montenegro, Domingo Melfi, Eduardo Solar Correa, Raúl Silva Castro, Ricardo Latcham y José Zamudio; el linaje sociológico -el más numeroso-: José Victorino Lastarria, Manuel Blanco Cuartín, Rómulo Mandiola, Justo y Domingo Arteaga Alemparte, Emilio Vaïsse, Arturo Torres-Rioseco y
Fernando Alegría; el linaje impresionista: Miguel Luis Rocuant, Eliodoro Astorquiza, Hernán Díaz Arrieta y Augusto Iglesias; y el linaje estético: Julio Bañados Espinosa, Ricardo Dávila, Francisco
Contreras, Armando Donoso, Luis David Cruz Ocampo y Norberto Pinilla.
Por su parte, en 1967, Fernando Alegría dedicó a la crítica nacional unas páginas en Literatura Chilena del Siglo XX, a partir de Armando Donoso. Luego de enumerar diferentes nombres, destacando a Hernán Díaz Arrieta, Hernán del Solar, Raúl Silva Castro y Ricardo Latcham, expresó: “Pasado el medio siglo, creo que puede hablarse de una nueva crítica en Chile: lejos están ya los tiempos de la reseña escrita por amistad o compromiso, la belle époque de los impresionistas que se deleitaban a sí mismos y a sus amistades con los mandobles o
los elogios propinados en la página literaria de los suplementos dominicales. Jóvenes universitarios, formados en la disciplina de la investigación universitaria de alto vuelo, valiéndose de variadas armas -la filología, la estética, la filosofía, la sociología-, estudian con profundidad y sensibilidad la literatura chilena, sin perder de vista sus proyecciones, estableciendo relaciones, influencias y concomitancias con las corrientes del pensamiento universal”.
Alegría clasifica en tres grupos a los nuevos críticos: los de orientación estética -Alfredo Lefebvre
Cedomil Goic, Félix Martínez, Juan Villegas, Martín Cerda, José Miguel Ibáñez y otros-, los regidos por los principios del materialismo histórico -Yerko Moretic, Hernán Loyola y Mahfud Massís- y los de posición objetiva y de base histórico-documental - Magda Arce, Sergio Fernández, Julio Durán Cerda, Mario Ferrero, Juan Loveluck, Alfonso Calderón, Pedro Lastra y otros-.
A su vez, José Miguel Ibáñez, en el artículo La Nueva Crítica, referido a la situación de la crítica
literaria en Chile en las últimas décadas del siglo XX, profundizó lo señalado por Fernando Alegría, haciendo claramente el distingo entre “la vieja guardia de los historiadores y críticos tradicionales, de tendencia biográfica y de inspiración positivista en sus variadas formas: histórica, psicológica, social…” y los que podrían denominarse “nuevos críticos”, que se oponen “al análisis causal, determinista y casi siempre biográfico de sus predecesores”, y que ven en el texto “una realidad singular y específica -como lenguaje, significación, forma y sentido-, y sólo en cuanto tal es capaz de recrear y ser un mundo, y de relacionarse con un contexto y actuar sobre él”.
Entre estos nuevos críticos con formación universitaria y cuyos métodos de carácter formal
“aseguran un rigor analítico”, menciona a Cedomil Goic, Juan Loveluck, Martín Cerda, Pedro Lastra, Nelson Osorio, Ariel Dorfman, Leonidas Morales, Federico Schopf, Alfonso Calderón y Carlos Morand; y agrega a ellos la reflexión crítica de escritores como Nicanor Parra, Eduardo Anguita, Gonzalo Rojas, Jorge Edwards, Enrique Lihn, Armando Uribe y Antonio Skármeta.
En 1969, apareció La Literatura Crítica de Chile, de Raúl Silva Castro, antología importante en el ámbito que nos ocupa, sobre todo considerando que la mayor parte de la crítica literaria del país, tanto la periodística, como la académica, está dispersa en diarios, revistas y otras publicaciones. Además de una interesante “Introducción”, en ella se seleccionan páginas de Andrés Bello, Joaquín Blest Gana, Rómulo Mandiola, Pedro Nolasco Cruz, Eduardo Solar Correa, Hernán Díaz Arrieta y otros destacados críticos literarios nacionales.
Se ha discutido mucho acerca de la situación de la literatura, la crítica literaria y la cultura en general, a propósito de los problemas políticos y socioeconómicos vividos en Chile desde mediados de la década de los años sesenta y particularmente a partir de 1973: se habló, incluso en forma acalorada, de disminución de los espacios para el arte, de contracultura y hasta de “apagón cultural”.
Críticos como Mariano Aguirre o Camilo Marks, por ejemplo, tuvieron opiniones lapidarias a este respecto. Otros comentaristas hicieron ver que el relativo estancamiento de la crítica en ese tiempo no se condijo, especialmente desde mediados de los años ochenta, con el progresivo auge de la denominada Nueva Narrativa chilena, que incluso llegó a producir grandes tirajes con records de venta; o se refirieron a causas de distinto carácter, como la competencia de la televisión y la radio, la calidad mediocre de la enseñanza y el consumismo exagerado producido por las nuevas condiciones económicas del país, lo que dejó al libro, según opinión de Mariano Aguirre, en una “irremediable marginalidad; es cierto que surgen algunos buenos escritores y prosistas, pero nunca había habido menos interés por la literatura que hoy. Todavía en
los años sesenta el poseer un libro -por lo menos en la clase media- era símbolo de estatus: una
persona que leía era una persona culta, inteligente, respetada. Ahora, en cambio, los libros son casi un estorbo, ni siquiera un adorno. El estatus de la literatura ha descendido a nivel cero”.
Dos eventos realizados en ese tiempo en torno a la situación de la crítica literaria nacional del momento llegaron a conclusiones similares: baja calidad generalizada.
El primero se realizó en junio de 1991, en la Sociedad de Escritores de Chile, a propósito del
centenario del nacimiento de Hernán Díaz Arrieta, Alone. Participaron Luis Sánchez Latorre, Mariano Aguirre, Virginia Vidal, Carlos Olivárez, Camilo Marks, Hernán Poblete Varas y Carlos Iturra, moderados por Diego Muñoz y Eduardo Llanos.
Más allá de la “crítica de la crítica” generalizada, hubo consenso en que Alone ha sido el mejor
crítico que ha tenido el país.
El segundo encuentro fue el Seminario “La crítica literaria en Chile en el período 1983-1993”,
organizado por el Departamento de Español y la Dirección de Extensión de la Universidad de
Concepción. Se presentaron y discutieron en él veinte ponencias de diversos críticos y
académicos, publicadas luego por María Nieves Alonso, Mario Rodríguez y Gilberto Triviños en el volumen La Crítica Literaria Chilena, en su mayor parte con una visión negativa de la crítica de la década.
En 1995, apareció Veinticinco Años de Crítica, Antología de la Crítica Literaria publicada por Ignacio Valente (José Miguel Ibáñez) entre 1966 y 1991, en el diario El Mercurio, y seleccionada por el propio autor.
Ha comentado Raúl Silva Castro que la crítica literaria en Chile, como en muchos otros países, no pasa de ser profesión secundaria o paralela, llamada a ejercerse en las horas que dejan libres
ocupaciones propiamente lucrativas. Es cierto. Sin embargo, y a pesar de ello, algunos críticos han destacado, logrando un nivel relevante en la historia de nuestras letras.
Hay bastante consenso en tal sentido en los siguientes nombres: Andrés Bello (1781-1865), José
Victorino Lastarria (1817-1888), Miguel Luis Amunátegui (1828-1888), Gregorio Víctor Amunátegui (1830-1899), Rómulo Mandiola (1848-1881), José Toribio Medina (1852-1931), Pedro Nolasco Cruz (1857-1939), Emilio Vaïsse (1860-1935), Domingo Amunátegui Solar (1860-1946), Eliodoro Astorquiza (1884-1934), Armando Donoso (1886-1946), Domingo
Melfi (1890-1946), Eduardo Solar Correa (1891-1935), Hernán Díaz Arrieta (1891- 1984), Alfonso M. Escudero (1899-1970), Ricardo Latcham (1903-1965), Raúl Silva Castro (1903-1970) y José Miguel Ibáñez Langlois (1936).
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Antes de concluir este breve panorama de lo que ha sido la crítica literaria en Chile, reiteremos que la mayor parte de la crítica publicada en la prensa continúa dispersa en innumerables diarios y revistas, desde el periódico “El Araucano”, del que Andrés Bello fue director y redactor durante cerca de veinte años -entregando en él sus opiniones sobre teatro y literatura- hasta las publicaciones periódicas actuales; y que algo similar ocurre con la crítica académica, la que, especialmente a partir de la década de los años sesenta del siglo pasado y fundamentada en el bagaje teórico-analítico de la crítica europea -“nouvelle critique”, “new criticism”, con antecedentes en el formalismo ruso o en la estilística alemana-, se publica en muchas revistas universitarias de entonces y de hoy.
Sólo en pocos casos, y en forma ciertamente incompleta, la producción de algunos críticos ha
sido reunida en forma de libro.

Maximino Fernández F. es decano de la Facultad de Filosofía y Educación de la Umce.
Profesor de Castellano, magister en Letras y doctor en Literatura. En 1994, su Historia de la literatura chilena mereció el Premio Alonso de Ercilla de la Academia Chilena de la Lengua; esta obra fue continuada en el año 2002, con Literatura chilena de fines del siglo XX; y en el año 2003, con La Crítica Literaria en Chile.

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