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domingo, 29 de marzo de 2009

El pensar y la soledad: una vida de consciencia



El caos está a favor de la guerra.
E. Canetti

Vivimos tiempos en los que la impermanencia es sinónimo de deterioro: junto a la memoria de cosas con las que crecimos avanza y se enseñorea de lo cotidiano, de su repetición en el tiempo, un vacío, una mentira, de la que participan, ayudando a enraizarla, los ‘malos salvajes’, como designaba a los intelectuales de la posguerra nuestro Mariano Picón Salas. Si el oficio de intelectual obedeciera a sus raíces filológicas su tarea permanente sería la de comprender, entender el mundo, los demás, a sí mismo, explicarse la naturaleza que somos y de la que venimos, desentrañar lo que aún tenemos de primitivo, de cromañón, de Alice, pues ello es pensar, lo cual origina intranquilidad. Nadie que de verdad piense puede quedarse tranquilo. El pensar sería lo opuesto del hábito burocrático.

El cuidado, originado en el pensar, no es sinónimo de movimiento, sobreabundancia de ideas y palabras. Es casi el tinte definidor del estado anterior al samadhi en la disciplina zen. Tal desazón suscita una acción no tan definida y parcial como la de quien tiene en mente objetivos y planifica su vida. Semeja la del que pone en tela de juicio las tradiciones, los valores heredados.

Elías Canetti (1905-1994), en un discurso pronunciado en 1976, concibe al escritor como ‘custodio de las metamorfosis’ en un doble sentido: conservador y continuador de la herencia literaria y oral que nos viene a través de la mitología grecolatina y la de las tribus aborígenes de los continentes arrasados (la herencia abarca la Leyenda de Gilgamesh, El asno de oro, Maichak, leyenda indígena venezolana recreada por Arturo Uslar Pietri, La metamorfosis de Kafka). Pero también son custodios de las metamorfosis en el sentido judeocristiano del término misericordia: "debían poder metamorfosearse en cualquier ser, incluso el más ínfimo, el más ingenuo o impotente". Este tipo de compromiso más se asemeja al misticismo sefardí que al racionalismo imperante en los años que siguieron a las dos guerras, representado sobre todo por Jean Paul Sastre o Albert Camus, un punto de vista más abstracto e impersonal, por lo tanto político. Canetti tardó 35 años en la composición de Masa y Poder, uno de cuyos capítulos, La metamorfosis, es la clave para entender el compromiso canettiano.

No soy especialista en Canetti ni en nada, pero lo he leído con la atención que merece un testigo de esos años que el poeta inglés Wystan Auden bautizó como de ‘ansiedad’. La psique de los años posteriores a la guerra, donde los judíos eran asesinados en fábricas, ha sido descrita como la ‘psique de después de la catástrofe’. Por ello Canetti no es un autor que se lee para espantar el aburrimiento, como sucede con ciertos modernos cultores de la ética. En las obras que nos lo muestran como un ‘work in progress’ (La lengua absuelta, La antorcha al oído y El juego de ojos), allí, entre relatos de momentos del vivir, de su formación y de sus temores, se corrobora una de sus afirmaciones: un escritor necesita antepasados.

Aparte de Goethe, la leyenda de Gilgamesh, Shakespeare, ciertos autores centroeuropeos casi desconocidos entre nosotros, sabemos del ascendiente que ejerció sobre él Karl Kraus y su consiguiente desilusión cuando el puntilloso vienés decide apoyar la confusión nazi del canciller Dollfuss ("había aceptado la guerra civil en las calles de Viena y había aprobado los horrores"). Sabemos también del ascendiente que ejerció el doctor Sonne, a quien llama el Arcángel Gabriel. Para Canetti, Sonne era un sabio porque jamás hablaba de sí mismo, lo cual ya era singular en una Viena "llena de gentes que estaban diciendo siempre yo, que hacían afirmaciones rotundas, hablaban de sí mismas y trataban de afirmarse". Además, señala Canetti, "el doctor Sonne hablaba tal como Musil escribía". El silencio de Sonne en medio de esas animadas reuniones le daba más ascendencia, cualidad que Veza, la esposa de Canetti, no entendía y llegó a bautizarlo como ‘la momia de Karl Kraus’. Pero el escritor entendía que su "emancipación de Karl Kraus no habría tenido éxito jamás sin (la) cotidiana reunión con Sonne". El caso es que Sonne era un poeta que escribía en hebreo y sólo una vez publicó algunos de sus himnos, labor que luego se vedó.

Corría el año 1937 y la guerra civil en España también conmovió a Canetti. Más bien puede decirse que lo puso en contacto con su pasado sefardí ("siempre me maravillará el modo tan tardío y ardiente en que llegué a conocer a España"). La guerra y sus desastres, decía Sonne, fue vista por Goya "como si hubiera pertenecido a ambos bandos; lo que él conocía eran los seres humanos, lo que él aborrecía era la guerra". La república española fue dejada al garete por la ceguera de los gobiernos liberales europeos y cuando sucede Guernica Sonne murmura: "Tiemblo por las ciudades". Esta frase dicha en Viena, a causa del bombardeo a un pequeño poblado, hizo creer a Canetti que el Sabio estuviese desvariando. "Años más tarde, durante la guerra, en Londres, fue como si se me cayeran las escamas de los ojos".

Narra Canetti cómo unos bailes campesinos le provocan tal hondura de emociones de llegar hasta las lágrimas, pues parecieran confundirse con su memoria de danzas campesinas del pintor Brueghel: "según los cuadros de que uno esté hecho, así llevará una vida distinta". Un similar contento le produce descubrir la palabra checa ‘hudba’, que significa música, pues así se rompía la universalidad de la palabra música en los idiomas europeos, razón por la cual, según le planteó a Alban Berg, la sensibilidad vienesa ante la nueva música (Stravinsky, Janacek, Bartok, Berg) era tan roma.

Escribo al desgaire estos momentos canettianos y escribo, además, en un momento en que la guerra no es sólo un recuerdo añejo. Escribo, incluso, desde un país que está viviendo lo que un inglés llamaría ‘concoct’: revolución bolivariana (junto a quienes todavía creen en el ‘sueño social’ pululan los rufianes), una democracia que se amplía, floración de religiosidades, estudio del pensamiento de Martí, Simón Rodríguez, Manuel Ugarte, Ezequiel Martínez Estrada. Para una mente abierta y aventurera este es el momento de buscar, donde se encuentren, los conocimientos, pues las palabras, como seres vivos que son, se han desperezado, o descongelado, como en el libro de Rabelais, y corren ardientes y desaforadas por los caminos de la vida.

Canetti escribió sobre la masa casi en los mismos años en que el poeta ruso Osip Mandelstam meditaba sobre el poder y el hombre. Canetti pudo vivir el horror de dos guerras, ser premiado y reconocido mundialmente, pero el poeta ruso debió callarse y morir ignorado en un campo de concentración: por ello pudo decir Canetti, contrafigura de ese personaje cuya histeria libresca le hace olvidar el mundo, el hombre: "Mi respeto por los libros aún era demasiado grande, y apenas había hollado el camino hacia el verdadero libro: cada ser humano individual encuadernado en sí mismo".

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