Jens Peter Jacobsen,
Niels Lyhne,
El Acantilado,
Barcelona, España, 2003
El nombre de Jens Peter Jacobsen no es del todo desconocido para nosotros. Lo habíamos leído por primera vez en las Cartas a un joven poeta de Rilke, donde el autor asegura no llevar consigo más libros que los del "gran poeta danés J. P. Jacobsen y la Biblia". Muchos años tardamos en averiguar el motivo oculto detrás de semejante elogio.
En su corta vida (Thisted, Jutlandia, 1847-1885) Jacobsen publicó un libro de poemas que pudo haberle garantizado una fama considerable (los Gurresange, que ahora son recordados por la adaptación musical que hizo Schönberg con el título de Gurrelieder); pero fueron sus novelas y relatos donde el arte literario de Jacobsen floreció de manera unánime. En la contraportada de Niels Lyhne, la novela que ahora presenta la editorial española El Acantilado en una traducción cuya torpeza asombra por momentos, encontramos el testimonio ya conocido de Rilke y uno distinto, el de Stefan Zweig. Este último podría ser el más interesante no sólo por su "novedad", sino por el parangón que establece entre el personaje de Jacobsen y el Werther de Goethe. Para Zweig, nacido cuatro años antes de la muerte de Jacobsen, Niels Lyhne fue el Werther de su generación, por motivos seguramente demasiado prolijos para exponerlos en la contra de un libro. El escritor vienés da en el blanco con la intuición entrelineada en su comentario: Niels Lyhne encarna uno de los arquetipos de la literatura europea moderna que habrían de documentar la naturaleza de nuestro ocio y desgracia, situándolo en el centro de un debate que ha ocupado tanto a literatos como a científicos de la historia y el lenguaje. Ese "hombre con todas las posibilidades, de las que sin embargo ninguna se realiza" dotaría de material suficiente al hombre sin atributos de la novela inconclusa de Musil; es el artista adolescente de gorra y pantalones de pana que se pasea despreocupadamente por las mejores páginas de Joyce bajo el disfraz de Stephen Dedalus; es el recatado Hans Castorp de La montaña mágica, que viaja al norte de Europa en busca de una cura para los males de su espíritu; es, aunque de manera un tanto desdibujada y difícil de enfocar con esta misma lente, el pianista malogrado de la novela homónima de Thomas Bernhard. Es, en suma, el hombre engullido por el aburrimiento que Baudelaire había descrito con tanto cuidado en sus poemas.
Las metamorfosis de Niels Lyhne pueden ayudarnos a recorrer con atención las páginas de su historia. Desde su nacimiento hasta su muerte, el personaje de Jacobsen enfrenta una decepción tras otra como si éstas fuesen los eslabones de una serie incurable de certezas. Los personajes femeninos (la profundidad con que Jacobsen observa a sus mujeres no le pide nada al Flaubert de Madame Bovary) que gravitan en torno suyo y deciden de alguna manera su destino son una confirmación. En la infancia de Niels, su madre es quien se proyecta con más fuerza, fomentando en su hijo el sentimiento confuso de las artes como una suerte de preludio encantatorio para trascender la realidad ambiente; en la adolescencia, su tía Edele; en la juventud, la señora Boye y su prima Fennimore. Amores desvaídos y muertes sucesivas van simulando la existencia de un personaje que, en efecto, sólo se reconoce en la postergación. "¿Nunca has oído hablar de gente sobrada de talento en su juventud, fresca y llena de esperanzas y de planes, que al perderla también pierde el talento para siempre?", se pregunta Erik Refsdrup, primo de Niels, introduciendo con ello uno más de los temas que conforman el tinglado obsesivo de la novela.
La técnica narrativa de Jacobsen merece una mención aparte: un apoyo implícito en la economía de la expresión lo lleva a interesarse poco en el recuento minucioso de los hechos. Los capítulos de su relato son similares a tableaux donde la emoción se halla contenida a veces en el diálogo, y a veces en la incidencia del paisaje sobre el carácter de sus personajes. En el "impresionismo" de Jacobsen se encuentra quizá la explicación de uno de los milagros de su prosa: unas cuantas líneas le bastan para definir un personaje; el mismo número de "pinceladas" magistrales que utiliza para establecer la relación entre un haz de luz, un jarrón y los pliegues de una falda, son de los que se sirve para plantear una acción dramática definitiva en la trama de su relato.
El pasaje más desolador de la novela ocurre al final. Luego de la muerte de su querida esposa y de su hijo, con quienes convive apenas alrededor de tres años, Niels Lyhne se enlista en el ejército. Una granada le estalla cerca de la cabeza ocasionándole trastornos irremediables. Su médico le ofrece el consuelo de un párroco. Hay un diálogo entre ellos, que retoma una conversación que habían sostenido en otra época sobre la inexistencia de Dios (Jacobsen, traductor al danés del Origen de las especies, de Darwin, había heredado esta noción de Georg Brandes, quien a su vez la había tomado de Nietzsche). Niels Lyhne se niega. No le queda ya ningún consuelo. Ni siquiera la presencia pálida de Dios puede asistirlo en un momento tan dramático y tan simple.
La novela de Jacobsen está repleta de esta suerte de iluminaciones, de estas verdades irremediables que uno sustituye todo el tiempo con un poco de fantasía y ensueño. Sólo una sensibilidad decimonónica, tocada de verdad positiva y fe en la inspiración poética, pudo haber logrado semejante equilibrio.
1 comentario:
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