Quienes han frecuentado la poesía
lírica de Inglaterra no olvidarán la
Oda a un ruiseñor que John Keats, tísico, pobre y acaso
infortunado en amor, compuso en un jardín de Hampstead, a la edad de veintitrés
años, en una de las noches del mes de abril de 1819. Keats, en el jardín
suburbano, oyó al eterno ruiseñor de Ovidio y de Shakespeare y sintió su propia
mortalidad y la contrastó con la tenue voz imperecedera del invisible pájaro.
Keat había escrito que el poeta debe dar poesías naturalmente, como el árbol da
hojas; dos o tres horas le bastaron para producir esa página de inagotable e
insaciable hermosura, que apenas limaría después; su virtud, que yo sepa, no ha
sido discutida por nadie, pero sí la interpretación. El nudo del problema está
en la penúltima estrofa. El hombre circunstancial y mortal se dirige al pájaro,
«que' no huellan las hambrientas generaciones» y cuya voz, ahora, es la que en
campos de Israel, una antigua tarde, oyó Ruth la moabita.
En su monografía sobre Keats,
publicada en 1887, Sidney Colvin (corresponsal y amigo de Stevenson) percibió o
inventó una dificultad en la estrofa de que hablo. Copio su curiosa
declaración: «Con un error de lógica, que a mi parecer, es también una falla
poética, Keats opone a la fugacidad de la vida humana, por la que entiende la
vida del individuo, la permanencia de la vida del pájaro, por la que entiende
la vida de la especie.» En 1895, Bridges repitió la denuncia; F. R. Leavis la
aprobó en 1936 y le agregó el escolio: «Naturalmente, la falacia incluida en
este concepto prueba la intensidad del sentimiento que lo prohijó.» Keats, en
la primera estrofa de su poema, había llamado dríade al ruiseñor; otro crítico,
Garrad, seriamente alegó ese epíteto para dictaminar que en la séptima, el ave
es inmortal porque es una dríade, una divinidad de los bosques. Amy Lowell
escribió con mejor acierto: «El lector que tenga una chispa de sentido
imaginativo o poético intuirá inmediatamente que Keats no se refiere al
ruiseñor que cantaba en ese momento, sino a la especie.»
Cinco dictámenes de cinco críticos
actuales y pasados he recogido; entiendo que de todos el menos vano es el de la
norteamericana Amy Lowell, pero niego la oposición que en él se postula entre
el efímero ruiseñor de esa noche y el ruiseñor genérico. La clave, la exacta
clave de la estrofa, está, lo sospecho, en un párrafo metafísico de
Schopenhauer, que no la leyó nunca. La
Oda a un ruiseñor data de 1819; en 1844 apareció el segundo
volumen de El mundo como voluntad y representaci6n. En el capítulo 41 se lee:
«Preguntémonos con sinceridad si la golondrina de este verano es otra que la
del primero y si realmente entre las dos el milagro de sacar algo de la nada ha
ocurrido millones de veces para ser burlado otras tantas por la aniquilación
absoluta. Quien me oiga asegurar que ese gato que está jugando ahí es el mismo
que brincaba y que atravesaba en ese lugar hace trescientos años pensará de mí
lo que quiera, pero locura más extraña es imaginar que fundamentalmente
es otro.» Es decir, el individuo es
de algún modo la especie, y el ruiseñor de Keats es también el ruiseñor de
Ruth. Keats, que sin exagerada injusticia pudo escribir: «No sé nada, no he
leído nada», adivinó a través de las páginas de algún diccionario escolar el
espíritu griego; sutilísima prueba de esa adivinación o recreación es haber
intuido en el oscuro ruiseñor de una noche el ruiseñor platónico. Keats, acaso
incapaz de definir la palabra arquetipo, se anticipó en un cuarto de siglo a
una tesis de Schopenhauer.
Aclarada así la dificultad, queda por
aclarar una segunda, de muy diversa índole. ¿Cómo no dieron con esta
interpretación evidente Garrad y Leavis y los otros?
A los que habría que agregar el genial poeta William Butler Yeats que,
en la primera estrofa de Sailing lo Byzantium, habla de las «murientes
generaciones» de pájaros, con alusión deliberada o involuntaria a la Oda. Véase T. R. Henn:
The lonely tower, 1950, pág.
Bridges escribió un poema platónico
titulado Tbe fourth dimension; la mera enumeración de estos hechos parece
agravar el enigma. Si no me equivoco, su razón deriva de algo esencial en la
mente británica. Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o
platónicos. Los últimos sienten que las clases, los órdenes y los géneros son
realidades; los primeros, que son generalizaciones; para éstos, el lenguaje no
es otra cosa que un aproximativo juego de símbolos; para aquéllos es el mapa
del universo. El platónico sabe que el universo es de algún modo un cosmos, un
orden; ese orden, para el aristotélico,
puede ser un error o una ficción de
nuestro conocimiento parcial. A través de las latitudes y de las épocas, los
dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides,
Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Locke,
Hume, William James. En las arduas escuelas de la Edad Media , todos
invocan a Aristóteles, maestro de la humana razón (Convivio, IV, 2), pero los
nominalistas son Aristóteles; los realistas, Platón. El nominalismo inglés del
siglo XIV resurge en el escrupuloso idealismo inglés del siglo XVIII; la
economía de la fórmula de Occam, entia
non sunt multiplicanda praeter
necessitatem permite o prefigura el no menos taxativo esse est percipi. Los
hombres, dijo Coleridge, nacen aristotélicos o platónicos; de la mente inglesa
cabe afirmar que nació aristotélica. Lo real, para esa mente, no son 10s
conceptos abstractos, sino los individuos; no el ruiseñor genérico, sino los
ruiseñores concretos. Es natural, es acaso inevitable, que en Inglaterra no sea
comprendida rectamente la Oda
a un ruiseñor. Que nadie lea una reprobación o un desdén en las anteriores
palabras. El inglés rechaza lo genérico porque siente que lo individual es
irreductible, inasimilable e impar. Un escrúpulo ético, no una incapacidad
especulativa, le impide traficar en abstracciones, como los alemanes. No
entiende la Oda a
un ruiseñor; esa valiosa incomprensión le permite ser Locke, ser Berkeley y ser
Hume, y redactar, hará setenta años, las no escuchadas y proféticas
advertencias del Individuo contra el Estado. El ruiseñor, en todas las lenguas
del orbe, goza de nombres melodiosos (nigbtingale, nacbtigall, usignolo), como
si los hombres instintivamente hubieran querido que éstos no desmerecieran del
canto que los maravilló. Tanto lo han exaltado los poetas que ahora es un poco
irreal; menos afín a la calandria
que al ángel. Desde los enigmas
sajones del Libro de Exeter (“yo, antiguo cantor de la tarde, traigo a los
nobles alegría en las villas”) hasta la trágica Ata/anta de Swinburne, el infinito
ruiseñor ha cantado en la literatura británica; Chaucer y Shakespeare lo
celebran, Milton y Matthew Arnold, pero a John Keats unimos fatalmente su
imagen como a Blake la del tigre.
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