de MARCELO
SHIAPPACASSE
Por Federico Krampack
Hace mucho tiempo, rescaté de un texto de Jean Baudrillard, algunos extractos que
se me hacen estrictamente inevitables para poder rescatar ojeadas como
apéndices (en el sentido de que son muchas) y vértices que se multiplican a lo
largo de un libro como “Sin
instrumentos navego en un océano inmenso sentado sobre la chata de Colón”.
Lo primero que se me
viene a la mente es algo como una orgía. Una estricta orgía semántica,
literaria y de memorias que se contorsionan en cada párrafo. No es nada nuevo
si practicamos la re-lectura de autores como Virginia Woolf, por
ejemplo, que fue una maestra dominatrix
del fluir de la consciencia, del lenguaje corporal sin el cuerpo, del
vocabulario mental a pulso sin dejar de lado el físico, aunque considerando en
especial atención al primero. Partiré por una analogía: la sociedad moderna
es como una vil sopa. No se distingue qué es precisamente el caldo, qué es
precisamente los fideos, qué la pimienta, qué el aceite, qué el perejil, qué el
agua, y así sucesivamente. Una sopa está compuesta de ingredientes distintos,
unos más que otros, y se forma una mezcolanza única, diversa. Si fuéramos
precisos caracterizar el estado actual de las cosas, hoy, año 2014, diríamos
que se trata del momento posterior a la orgía. La orgía (en sentido
bíblico, conciso, duro, crudo), es el punto explosivo de la modernidad, el de
la liberación en todos los campos y en donde el detalle reina, pero también el
caos. Liberación política, liberación sexual, liberación de las fuerzas
productivas, liberación de las fuerzas destructivas, liberación de la mujer,
del niño, de la creación, de las posiciones, de la postura, de las pulsiones
inconscientes, liberación total y que escapan a la definición hermética.
El autor Marcelo
Shiappacasse en su libro escribe: “Llamo
a mi padre, último refugio de mi angustia, último bastión inexpugnable del
diablo, última guarida del hombre titubeante, último consuelo del agobiado,
última esperanza del sufriente carcomido por el dolor. Sin verlo siempre estuvo
conmigo. Hoy la vida me sobrepasa y lo necesito. Necesito su calor, la ternura
de su voz, el sonido de sus pies acribillando el concreto en su decidido
caminar de hierro (…)”. En ese sentido, cuando leemos ese tipo de compendios,
es cuando se le vienen dos cosas a la mente como lector-espectador-devorador
de sentidos-texto-subtexto e imagen: la famosa (y dolorosa autobiografía)
‘carta al padre’ de Franz Kafka y algunas películas de Kieslowski e
Ingmar Bergman. TODO en el libro
sobrepasa, sobrepasa la experiencia, sobrepasa el cotidiano, sobrepasa las
emociones, la tranquilidad mental, física, estomacal, de paz, de rabia, de
turbiedad, de prejuicio, de sinceridad, de hastío.
El escritor también es
un inquisidor, un interrogador, como aquellos detectives del Cine Noir o de la literatura negra que
encrespa con preguntas tóxicas y divagaciones para poder pillar a su presa
fácil y tozuda debajo de un foco colgando con la luz de la ampolleta quemándole
el rostro por la proxemia, en medio de un mar de podredumbre humana, mentiras y
falacias de sangre, entre fotos rotas y experiencias traumáticas, sinceras y
desprovistas de sentimentalismo; le pregunta a Dios, a su padre, a los
transeúntes, al mundo, al vecino, al amigo, pero aún más importante se pregunta
a SÍ mismo. Muero.
“(…) Sin respirar y sin mi
rostro denotar sorpresa me encuentro en el súbito jugando póker con Dios. Solo
El y yo. La apuesta, el derecho a preguntar.”
Es la asunción de
todos los modelos de antirrepresentación. El sentido metafórico de la orgía es
que está todo visto, cuestionado, en duda, en la hoguera, en la silla del juez,
en la cama, en la memoria. En la orgía, como nos podemos imaginar, no hay
secretos ni centímetros de piel sin mostrar: está todo literalmente, rebosante,
en bandeja, incluso hasta los órganos más recónditos, como la garganta, los
esfínteres, los perineos, las bocas, las mugres, los defectos, todo.
Absolutamente todo. Ha habido una exacerbación total de las cosas en el mundo,
de lo real, lo racional, la crisis del crecimiento. Hemos recorrido todos los
caminos de la producción y de la superproducción virtual de objetos,
de signos, de mensajes, de ideologías, de placeres, de testimonios. Ya sólo
podemos simular la liberación, fingir que estamos acelerando en el mismo
sentido, pero en realidad aceleramos en
el vacío, porque todas las finalidades de la liberación quedan ya detrás de
nosotros y lo que nos persigue y obsesiona, es la anticipación de todos los
resultados, la disponibilidad de todos los signos, números, figuras, de todas
las formas, de todos los deseos.
“(…) Saludaba a mis
compañeros; siempre con la misma cara, con la misma sonrisa, con los mismos
sentimientos sumergidos - eran diez en total hacinados en una estrecha antesala
(…) Ante mi diminuto escritorio de caoba madera, ante el cual encontraba
religiosamente todas las mañanas apiladas un metro de carpetas. Su número me era
conocido. Eran cien. Durante mis 50 años de trabajo en aquella oficina, nunca
hubo una demás o una de menos. Era el número justo.”
La fascinación que
destila su autor Shiappacasse en cada uno de los relatos y micro-relatos
es de una abundancia numerológica y fetichista sobre los fenómenos
sociales que muchas veces conocemos como las rutinas o sencillamente los actos
del cotidiano, basados en la edad, horarios, pesos, semanas, años, minutos,
número de personas, salarios, dinero, días y número de experiencias. Si
recordamos el proceso de gestación de artistas como David Bowie en su
disco de 1976, “Station to Station”,
donde muchos de sus cercanos relataban como el autor vivía rodeado de velas
negras, dibujando símbolos raros y obsesionado todo el tiempo con la
numerología, bien uno como outsider
puede concebirse a un autor como Shiappacasse rodeado de anécdotas rebosantes
de simbologías, que si bien destacan por su desborde, en algunos también parece
mostrarse cortante y lejano, casi impenetrable. William Blake escribió: ‘El camino del exceso conduce al palacio de
la sabiduría’ en su libro “The
Marriage of Heaven and Hell” (El matrimonio del cielo y el infierno).
Relatos y micro-relatos oblicuos, infernales y celestiales, porque pareciera
que es donde mejor se mueve como pez en el agua.
“Es maravilloso el jugar con
las palabras. La ausencia de espectador excarcela el alma, encabrita el lápiz,
desinhibe el pensar y revolotea las ideas, concibe monstruos pintados por niños
con lápiz cera, teratomas inhumanos, versos infelices y dagas que calcinan El
escrito no se mide por su belleza sino por su peso. La pantera es hermosa pero
el dragón tiene historia (…)”
Vivimos en la
reproducción indefinida de ideales, fantasías, de imágenes que saltan
diariamente a través de los mass-medias,
de todo lo que queda a nuestras espaldas y que, sin embargo, tenemos que
reproducir en una especie de indiferencia fatal, sin saber cuándo, hacia dónde ni cómo avanzamos, en un letargo
absoluto, o contemplando la fantasía de Superman o Batman, que el autor relata
en algunos pasajes. Todo pasa, todo transcurre con tal velocidad, perdemos
tiempo, perdemos Poder sobre nosotros mismos, sobre el Otro, sobre el mundo,
sobre la exorbitante velocidad del mundo, todo se escurre en el tiempo, el brutal tiempo, en esa
esfera del demonio que odiamos que se llama reloj y que deseamos tuviese más de
simples 24 horas, que no nos damos cuenta (por citar un ejemplo burdo, aunque
no en realidad), que después de una brutal muerte de un ser querido, al momento
ya estamos emparejados de nuevo o estamos de fiesta en un burdel, sin darnos cuenta. ‘Como pasa el
tiempo’, dicen algunos. Pero en realidad, el tiempo no pasa tan rápido, somos
nosotros los que nos metemos en una espiral indescriptible de experiencias que,
a primera vista, parecen repetirse, pero son siempre nuevas. De algún modo, pareciera que el autor nos
regresa al mismo punto de origen y disfraza el contexto espacio-temporal con
otros nombres, otro escenario, otra época, otra estética, otro lenguaje y
despedaza el modelo aristotélico del árbol narrativo del
comienzo-desarrollo-final, para insuflarle algo más.
La voz propia, la voz de autor es un rugido incesable, en
mayor o menor intensidad, la de un animal enjaulado o que pretende salir de la
jaula sin que nadie le vea en el acto (señuelos a caníbales y felinos); en
algunos pasajes, se ve algo desorientado y sabe que el callejón sin salida está
frente a sus narices, pero dentro de ese mismo caos, reside su poderío. El
mismo téorico Baudrillard señala que si los animales nos gustan y seducen, es
porque son para nosotros, los seres (supuestamente) más racionales, representa
esa organización ritual del espíritu salvaje, de lo puro, de lo natural, lo
mundano y lo básico; se trata de la nostalgia felina, bestial, la asunción del
lenguaje caníbal, de comer corazones, experiencias, e incluso cuerpos de manera
empírica.
“(…) La familia, hambrienta,
sumisa, devorándose unos a otros, lo espera, para cercar la mesa de carne
humana y engullir como hienas lo que ella egoístamente ofrece. Un gesto que
disimula un saludo se esculpe en su rostro.”
En la vida real no
existen las historias; siempre hay cabos sueltos, insurrectos, irregulares, caóticos,
vértices por revelar, finales que rasguear y preguntas por enunciar. Dudamos
todo el tiempo, rumiamos, tememos, pensamos cosas extrañas, eróticas,
horribles, paradisíacas y frívolas. Un libro o un grito como el de Marcelo
Shiappacasse determinan precisamente que todo es confuso y acaba en la experiencia total de nuestras vidas;
no hay principios, argumentos rectilíneos ni finales determinantes. Si algo de
locamente enternecedor y demoledor son los párrafos finales donde toman la
figura del padre que fallece; el éxtasis de la tristeza se erige por sobretodo,
y no hay nada más que hacer salvo inhalar y respirar. Como él mismo escribe: “DIOS EXISTE. Ha muerto el Hombre. Ha
nacido El Homo-Lux.” El Hombre Luz rige por sobre todas las cosas; con
asombrosa y paradójica factura, estética, lenguaje y desastre, con defectos,
virtudes y finales por manifestar, incesablemente.
Por
Federico Krampack, 2014.
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