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lunes, 4 de agosto de 2014

CRÍTICA LITERARIA “Sin instrumentos navego en un océano inmenso sentado sobre la chata de Colón”,


de MARCELO SHIAPPACASSE

Por Federico Krampack




Hace mucho tiempo, rescaté de un texto de Jean Baudrillard, algunos extractos que se me hacen estrictamente inevitables para poder rescatar ojeadas como apéndices (en el sentido de que son muchas) y vértices que se multiplican a lo largo de un libro como “Sin instrumentos navego en un océano inmenso sentado sobre la chata de Colón.
Lo primero que se me viene a la mente es algo como una orgía. Una estricta orgía semántica, literaria y de memorias que se contorsionan en cada párrafo. No es nada nuevo si practicamos la re-lectura de autores como Virginia Woolf, por ejemplo, que fue una maestra dominatrix del fluir de la consciencia, del lenguaje corporal sin el cuerpo, del vocabulario mental a pulso sin dejar de lado el físico, aunque considerando en especial atención al primero. Partiré por una analogía: la sociedad moderna es como una vil sopa. No se distingue qué es precisamente el caldo, qué es precisamente los fideos, qué la pimienta, qué el aceite, qué el perejil, qué el agua, y así sucesivamente. Una sopa está compuesta de ingredientes distintos, unos más que otros, y se forma una mezcolanza única, diversa. Si fuéramos precisos caracterizar el estado actual de las cosas, hoy, año 2014, diríamos que se trata del momento posterior a la orgía. La orgía (en sentido bíblico, conciso, duro, crudo), es el punto explosivo de la modernidad, el de la liberación en todos los campos y en donde el detalle reina, pero también el caos. Liberación política, liberación sexual, liberación de las fuerzas productivas, liberación de las fuerzas destructivas, liberación de la mujer, del niño, de la creación, de las posiciones, de la postura, de las pulsiones inconscientes, liberación total y que escapan a la definición hermética.
El autor Marcelo Shiappacasse en su libro escribe: “Llamo a mi padre, último refugio de mi angustia, último bastión inexpugnable del diablo, última guarida del hombre titubeante, último consuelo del agobiado, última esperanza del sufriente carcomido por el dolor. Sin verlo siempre estuvo conmigo. Hoy la vida me sobrepasa y lo necesito. Necesito su calor, la ternura de su voz, el sonido de sus pies acribillando el concreto en su decidido caminar de hierro (…)”. En ese sentido, cuando leemos ese tipo de compendios, es cuando se le vienen dos cosas a la mente como lector-espectador-devorador de sentidos-texto-subtexto e imagen: la famosa (y dolorosa autobiografía) ‘carta al padre’ de Franz Kafka y algunas películas de Kieslowski e Ingmar Bergman. TODO en el libro sobrepasa, sobrepasa la experiencia, sobrepasa el cotidiano, sobrepasa las emociones, la tranquilidad mental, física, estomacal, de paz, de rabia, de turbiedad, de prejuicio, de sinceridad, de hastío.
El escritor también es un inquisidor, un interrogador, como aquellos detectives del Cine Noir o de la literatura negra que encrespa con preguntas tóxicas y divagaciones para poder pillar a su presa fácil y tozuda debajo de un foco colgando con la luz de la ampolleta quemándole el rostro por la proxemia, en medio de un mar de podredumbre humana, mentiras y falacias de sangre, entre fotos rotas y experiencias traumáticas, sinceras y desprovistas de sentimentalismo; le pregunta a Dios, a su padre, a los transeúntes, al mundo, al vecino, al amigo, pero aún más importante se pregunta a SÍ mismo. Muero.

“(…) Sin respirar y sin mi rostro denotar sorpresa me encuentro en el súbito jugando póker con Dios. Solo El y yo. La apuesta, el derecho a preguntar.”

Es la asunción de todos los modelos de antirrepresentación. El sentido metafórico de la orgía es que está todo visto, cuestionado, en duda, en la hoguera, en la silla del juez, en la cama, en la memoria. En la orgía, como nos podemos imaginar, no hay secretos ni centímetros de piel sin mostrar: está todo literalmente, rebosante, en bandeja, incluso hasta los órganos más recónditos, como la garganta, los esfínteres, los perineos, las bocas, las mugres, los defectos, todo. Absolutamente todo. Ha habido una exacerbación total de las cosas en el mundo, de lo real, lo racional, la crisis del crecimiento. Hemos recorrido todos los caminos de la producción y de la superproducción virtual de objetos, de signos, de mensajes, de ideologías, de placeres, de testimonios. Ya sólo podemos simular la liberación, fingir que estamos acelerando en el mismo sentido, pero en realidad aceleramos en el vacío, porque todas las finalidades de la liberación quedan ya detrás de nosotros y lo que nos persigue y obsesiona, es la anticipación de todos los resultados, la disponibilidad de todos los signos, números, figuras, de todas las formas, de todos los deseos.

“(…) Saludaba a mis compañeros; siempre con la misma cara, con la misma sonrisa, con los mismos sentimientos sumergidos - eran diez en total hacinados en una estrecha antesala (…) Ante mi diminuto escritorio de caoba madera, ante el cual encontraba religiosamente todas las mañanas apiladas un metro de carpetas. Su número me era conocido. Eran cien. Durante mis 50 años de trabajo en aquella oficina, nunca hubo una demás o una de menos. Era el número justo.”

La fascinación que destila su autor Shiappacasse en cada uno de los relatos y micro-relatos es de una abundancia numerológica y fetichista sobre los fenómenos sociales que muchas veces conocemos como las rutinas o sencillamente los actos del cotidiano, basados en la edad, horarios, pesos, semanas, años, minutos, número de personas, salarios, dinero, días y número de experiencias. Si recordamos el proceso de gestación de artistas como David Bowie en su disco de 1976, “Station to Station”, donde muchos de sus cercanos relataban como el autor vivía rodeado de velas negras, dibujando símbolos raros y obsesionado todo el tiempo con la numerología, bien uno como outsider puede concebirse a un autor como Shiappacasse rodeado de anécdotas rebosantes de simbologías, que si bien destacan por su desborde, en algunos también parece mostrarse cortante y lejano, casi impenetrable. William Blake escribió: ‘El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría’ en su libro “The Marriage of Heaven and Hell” (El matrimonio del cielo y el infierno). Relatos y micro-relatos oblicuos, infernales y celestiales, porque pareciera que es donde mejor se mueve como pez en el agua.
“Es maravilloso el jugar con las palabras. La ausencia de espectador excarcela el alma, encabrita el lápiz, desinhibe el pensar y revolotea las ideas, concibe monstruos pintados por niños con lápiz cera, teratomas inhumanos, versos infelices y dagas que calcinan El escrito no se mide por su belleza sino por su peso. La pantera es hermosa pero el dragón tiene historia (…)”

Vivimos en la reproducción indefinida de ideales, fantasías, de imágenes que saltan diariamente a través de los mass-medias, de todo lo que queda a nuestras espaldas y que, sin embargo, tenemos que reproducir en una especie de indiferencia fatal, sin saber cuándo, hacia dónde ni cómo avanzamos, en un letargo absoluto, o contemplando la fantasía de Superman o Batman, que el autor relata en algunos pasajes. Todo pasa, todo transcurre con tal velocidad, perdemos tiempo, perdemos Poder sobre nosotros mismos, sobre el Otro, sobre el mundo, sobre la exorbitante velocidad del mundo, todo se escurre en el tiempo, el brutal tiempo, en esa esfera del demonio que odiamos que se llama reloj y que deseamos tuviese más de simples 24 horas, que no nos damos cuenta (por citar un ejemplo burdo, aunque no en realidad), que después de una brutal muerte de un ser querido, al momento ya estamos emparejados de nuevo o estamos de fiesta en un burdel, sin darnos cuenta. ‘Como pasa el tiempo’, dicen algunos. Pero en realidad, el tiempo no pasa tan rápido, somos nosotros los que nos metemos en una espiral indescriptible de experiencias que, a primera vista, parecen repetirse, pero son siempre nuevas.  De algún modo, pareciera que el autor nos regresa al mismo punto de origen y disfraza el contexto espacio-temporal con otros nombres, otro escenario, otra época, otra estética, otro lenguaje y despedaza el modelo aristotélico del árbol narrativo del comienzo-desarrollo-final, para insuflarle algo más.
La voz propia, la voz de autor es un rugido incesable, en mayor o menor intensidad, la de un animal enjaulado o que pretende salir de la jaula sin que nadie le vea en el acto (señuelos a caníbales y felinos); en algunos pasajes, se ve algo desorientado y sabe que el callejón sin salida está frente a sus narices, pero dentro de ese mismo caos, reside su poderío. El mismo téorico Baudrillard señala que si los animales nos gustan y seducen, es porque son para nosotros, los seres (supuestamente) más racionales, representa esa organización ritual del espíritu salvaje, de lo puro, de lo natural, lo mundano y lo básico; se trata de la nostalgia felina, bestial, la asunción del lenguaje caníbal, de comer corazones, experiencias, e incluso cuerpos de manera empírica.
“(…) La familia, hambrienta, sumisa, devorándose unos a otros, lo espera, para cercar la mesa de carne humana y engullir como hienas lo que ella egoístamente ofrece. Un gesto que disimula un saludo se esculpe en su rostro.”

En la vida real no existen las historias; siempre hay cabos sueltos, insurrectos, irregulares, caóticos, vértices por revelar, finales que rasguear y preguntas por enunciar. Dudamos todo el tiempo, rumiamos, tememos, pensamos cosas extrañas, eróticas, horribles, paradisíacas y frívolas. Un libro o un grito como el de Marcelo Shiappacasse determinan precisamente que todo es confuso y acaba en la experiencia total de nuestras vidas; no hay principios, argumentos rectilíneos ni finales determinantes. Si algo de locamente enternecedor y demoledor son los párrafos finales donde toman la figura del padre que fallece; el éxtasis de la tristeza se erige por sobretodo, y no hay nada más que hacer salvo inhalar y respirar. Como él mismo escribe: “DIOS EXISTE. Ha muerto el Hombre. Ha nacido El Homo-Lux.” El Hombre Luz rige por sobre todas las cosas; con asombrosa y paradójica factura, estética, lenguaje y desastre, con defectos, virtudes y finales por manifestar, incesablemente.


Por Federico Krampack, 2014.

jueves, 11 de julio de 2013

CRÍTICA LITERARIA

 “EL LUNAR Y OTROS  CUENTOS”,


                       de Roxana Heise



            Por  Federico Krampack


Parte del estilo deconstructivo, romántico y realista que tienen los cuentos de Roxana Heise, derivan sin duda de un estilo pictórico que tiene profundas raíces en el feminismo más profundo de la escuela de Virginia Woolf, Gabriela Mistral y Simone De Beauvoir, entre otras grandes referentes. Los cuentos de Heise despiertan en el lector, una sorpresa mágica, necesaria, dúctil, extraña, que no deja de plantearnos muchas preguntas: ¿cuál es la vertiente que separa a la mera anécdota de un cuento repleto de ambigüedades, ironías, o qué es lo que se espera de un ‘microcuento’ que no lleva más de tres líneas? ¿Qué trasfondos, estética, superrobjetivo, tienen? ¿Cuál es el punto de su autora: desafiar la estructura literaria como tal, o sencillamente desafiar los estándares del lector medio de nuestro escuálido panorama nacional a través de los prismas sexistas, paradójicos y cotidianos de las relaciones humanas? En los cuentos de Roxana Heise, hay mucha duda y trasfondo que parece responder a un prístino y fresco aullido de género más que un fascinante aullido de literatura orgánica, sincera y sintetizada, desde los rincones del Sur de Chile. Algo que se agradece mucho.

1- EL MICROCUENTO COMO GÉNERO: CAPAS, ESTILO E IMPACTO.

Los microcuentos no son un género literario muy conocido, aunque sí muy cultivado y mucho más prolífico de lo que uno imagina, sobretodo cuando uno lee “El lunar y otros cuentos” de Roxana Heise. Es un ejercicio difícil, enriquecedor (para el escritor y el lector) y que pone a prueba muchos detalles
incisivos como la capacidad de resumir, la abreviación del relato, el superobjetivo, el pensamiento y sobretodo con estilo, porque con no más de 10 líneas hay que lograr que el lector se conmueva el mínimo con la historia contada, lograr que la pequeña narración tenga consistencia e interese desde un adyacente hook (o gancho, como también se le conoce). La poesía, por ejemplo, tiene un poder similar, aunque la prosa se puede extender, alargar como manantial, y el efecto sobre el lector se puede dilatar más; en el microcuento, el efecto es como una terapia de electricidad, como una jeringa directamente a la piel: es inmediato. Lo que hace la autora en definitiva es mermar al máximo una historia tremendamente complicada y reducirla a un estado mental, a una cápsula emotiva llena de fisuras, vaguedad y sarcasmo, que traspasa todos los cuentos, unos más extensos que otros.
El microcuento, en definitiva, funciona. En otros parece quizás ser una anécdota furtiva, de detalles jocosos destinados al álbum familiar de mala muerte, como una rematada fotocopia con garabatos fáciles y sin mucha orgía gramatical o alguna sorpresa lingüística o improvisada, una especie de ‘boom’ en la prosa (la narración en sí de todos los cuentos y microcuentos es clásicamente estructurada), pero Heise impone un jalón burlesco, sutil, desenmascarado, al relatar muchas situaciones (sobretodo desde el punto de vista de la mujer), que parecen estar invisibilizadas todo el tiempo. El drama psicológico, la represión del género femenino (aspecto muy importante que empapa todo el libro), el diario vivir agrio, todo se maquilla y se relata con mucha parodia y se logra un exorcismo fresco de rabia, represión y sordera, creando una obra precisa y punzante, que escapa de toda la literatura ‘femenina’ de masas, o capitalizada, donde podríamos meter a Allende, Serrano, entre muchas otras.
 El estadounidense Ambrose Bierce en su “Diccionario del diablo” (1911), uno de los libros clásicos de la irreverencia, define a la sátira como: (…) “Especie de composición literaria en que los vicios y locuras de los enemigos del autor son expuestos sin demasiada ternura. En los Estados Unidos, la sátira ha tenido siempre una existencia enfermiza e incierta, porque su esencia es el ingenio del que estamos penosamente desprovistos; el humor que tomamos por sátira es, como todo humor, tolerante y simpático. Además, aunque los norteamericanos han sido dotados por su Creador de abundantes vicios y locuras, suelen ignorar que se trata de cualidades reprochables. De ahí que el autor satírico sea considerado villano amargado y que los gritos de cualquiera de sus víctimas, pidiendo defensores, obtengan el apoyo nacional.”
En microcuentos como “Escarabajo”, Roxana Heise comprime en menos de cinco líneas una situación universal como la del convertirse en un mero insecto ‘social’ y ‘esquemático’ del capitalismo más brutal (algo que recuerda además el fetiche literario de “La metamorfosis” de Kafka), desde el recuerdo y la nostalgia pueril. El escarabajo, el bicho al que se refiere su autora (y quizás inherentemente en muchos de los trabajos que conforman “El lunar…”), es lisa y llanamente ese fantasma de la normalidad que viene en el envase de la comodidad del patriarcado, el matrimonio, la cultura estrictamente masculina que se hace trizas. Y aunque a lo largo de todos los relatos, la escritora desprende siempre ese ‘recuerdo’ y lo masacra a través del prisma de la ironía, en ningún momento podríamos considerarla como una ‘villana amargada’, como la que describe el otrora satírico de Bierce. Es todo lo contrario. La villana de Heise es una villana que se manifiesta de forma natural ante el desconcierto del ser humano tan demente que es parte del cotidiano: nadie en esta tierra es puramente bueno ni malo, sino que estamos condenados a ser sujetos de luces y oscuridad, de resplandor y sombras. En los microcuentos de Heise, donde rebosan objetos recurrentes y fetiches como los hijos, el alcohol (que recuerda en muchos microcuentos, la adaptación cinematográfica de “¿Quién le teme a Virginia Woolf?”, con Elizabeth Taylor y Richard Burton, donde el trago, el desmán y el desgaste de la relación de pareja son tópicos hechos trizas y se explayan en abundancia), las copas, el maquillaje, el dolor, las lágrimas, la rotura, las calles, los perfumes, y un largo etcétera, está el reino de la imperfección, y es el reino de la normalidad vigente que tenemos en nuestra sociedad bipolar: Chile de karmas, de hombres tontos, de mujeres sufrientes, de hombres que no aprecian, de mujeres que son despreciadas, y así.
 Claramente estamos sintonizados en el lenguaje burlón y conciso, como en “Cenicienta”, donde la arenga del mismo título permite dar una lectura profundamente cínica y reprochable a la naturaleza misma del famoso ‘cuento de hadas’, donde se presenta la mujer como objeto y se ofrece como un pedazo de fantasía ante el sistema sexista normativo; “ella decidió ocultar la intencionalidad para no desmitificar su imagen” escribe su autora, y sin duda logra hacer trizas la imagen preconcebida de la Cenicienta que todos conocemos culturalmente por los hermanos Grimm y por Disney, y la que nos describe acá en pocas líneas. La gracia del microcuento, en este caso, y que hace a la obra de Heise algo refrescante, es que desde la primera línea nos somete a un escenario en primera instancia ‘prístino’, algo ya familiar, conocido, cómodo, para después rematarlo con una daga en el pecho y una vuelta de tuerca que quizás muchas lectoras mujeres de un mismo rango generacional alabarían. O liquidarían. Tampoco deja de ser extraño (y sumamente interesante) que en cuentos como “Por mera casualidad”, la autora hace referencia a ‘Getsemaní”, que fonética y culturamente la podemos relacionar con 3 bordes totalmente radicales: uno, es que es el título de una canción del popular rompecorazones kitsch Camilo Sesto; segundo, es el nombre mismo de Getsemaní que fue el jardín donde, según los registros del Nuevo Testamento, Jesús oró la última noche antes de ser arrestado; y tercero, es que el mismo nombre es muy similar al nombre de ‘Gelsomina’, el conmovedor personaje de Giuletta Masina en la película de Federico Fellini “La Strada”, donde hace de payaso y en donde (más coincidentemente) hace el rol de una mujer sumisa y deplorable a manos de un hombre tosco y bruto (Anthony Quinn) que finalmente pierde cuando fallece; en cuentos como ése, Heise convoca a una fantasía recurrente del ‘qué pasaría si’, poniéndose siempre en supuestos, en tesis, en hipérboles que resultan crueles, tristes, melodramáticas, con una poesía dolorosa, auténtica y patética que no ha perdido ápice en siglos. La historia es cíclica. Y al parecer todas las historias de amor y odio. Lo que realiza la autora es tomar las riendas de las experiencias diarias, y sobretodo desde el punto de vista del género femenino, para dar un interesante discurso crítico hacia los pilares básicos de las relaciones de pareja, el trabajo, el sexo masculino, la injusticia, la paradoja de la vida y substancialmente del amor, y un abanico ecuménico y atemporal de escenarios que muchos calificarían quizás de unas ‘víctimas’, cuando en realidad son contextos que son parte fundamental, y no sólo del escenario de un
país tan traumático y déspota como Chile, de nuestras sociedades fríamente calculadoras, asustadizas, pulcras, machistas, reprochables, que no dejan espacio para el desconcierto ni mucho menos para las sorpresas inherentes o los
placeres reservados para las mujeres, independiente de su edad, raza, orientación, preferencias, credos, ornamentación, etcétera.
2- EL LENGUAJE DE LA IRA,
LA BURLA MASCULINA Y LA
CATARSIS LITERARIA
En el mismo “Diccionario del diablo” de Bierce ya antes señalado, contemplamos la definición de ‘hombre’, y leemos: (…) “Animal tan sumergido en la extática contemplación de lo que cree ser que olvida lo que indudablemente debería ser. Su principal ocupación es el exterminio de otros animales y de su propia especie que, a pesar de eso se multiplica con tanta rapidez que ha infestado todo el mundo habitable.”
Sin duda, Heise en sus cuentos trata al hombre de una forma dulcemente vengativa. No se trata tampoco de un ataque de género quizás con tintes alaracos o sujetos a alguna ‘cosa de señoras agitadas’ criollamente, no, lo que hace la autora es destripar al género masculino desde el cotidiano universalmente chileno (y cosmopolita) y lo aterriza, lo minimiza, lo sintetiza a lo que es, o mayormente parece: un animal sumergido en ritos, en horarios, en microgobiernos de empleos, de actividad sexual, en jerarquías de ‘lo fome’, lo predecible, lo burdo, lo bruto, lo insensible, lo hilarante, lo vital y exacerbadamente homo-sapiens. Si hay un cuento en donde todo eso parece conjugarse desde los cuatro costados es en “Espectro”; se habla de un hombre con especial afecto, consuelo, que alguna vez quizás fue el divo de los sueños eróticos y de fantasía, pero que ahora está reducido a un mentecato que ni siquiera con un beso logra esquivar el ‘espectro’ de la oscuridad y del rito, perdido entre números, series, el televisor y la economía fatal del lenguaje corporal, sin mayor afecto ni el amor de antaño, aspectos totalmente descorazonadores sobre las concepciones de relaciones de pareja que han formado parte del itinerario de la humanidad; el estiramiento de las conductas socialmente sedadas, adormecidas bajo el amparo de ‘la buena conducta’, el deseo sexual entumecido, el deseo de vida tosco, la normalidad, la rutina, la peligrosa rutina de llegar del trabajo y dar todo por sentado sin ninguna sorpresa u obstáculos que pasar, pensamientos que cuestionar o anécdotas de las cuales ilustrarse. Principios rústicos, agrios, que resignifican todo ese universo oscuro y tan predecible del macho chileno que ama la cerveza, el ruido, la querencia fácil, la flojedad mental, las mujeres como ‘crías’, y los hijos como ‘posesiones’. Roxana Heise se ríe frente a ellos, con soltura y osadía, con picardía y además con cariño por esa curiosa raza humana de genitales masculinos. En “Tirano”, por ejemplo, evoca a un hombre que ‘le ha lavado el cerebro’, pero sin embargo, sigue pensando en él. El recurso del tira y afloja sobre determinado espectro romántico es implacable y lúcido de parte de Heise. Y en otros como “Mi jefe”, es tiránicamente hilarante, porque lo somete a una misa del ridículo, infantilizándolo, poniéndolo como un soberbio tonto y además dejándolo desnudo, en el sentido empírico y metafórico, ante una sociedad que todos parecemos ver como su escenario intachable, cuando en realidad queda como el bufón de la corte: el arquetipo del hombre hetero-normativo al máximo, un sujeto regido por lo políticamente correcto, por la ilustración académica y de los ‘goles’ del currículum (un distintivo muy masculino por lo demás, sinónimo de poder, de ensanchamiento, que también directamente lo relacionamos a la jerarquía omnipresente del sexo y la segmentación histórica del hombre-mujer, activo-pasivo, dominante-dominada, arriba-abajo, éxito-fracaso, difícil-fácil, seco-húmedo, masculino-femenino, e interminables binarismos más). El mundo social funciona, según grados diferentes de acuerdo con los ámbitos y contextos en que nos desarrollamos, como un mercado de bienes simbólicos dominados por la visión estrictamente masculina. El ser ‘femenina’ equivale esencialmente a evitar todas las propiedades y las prácticas que pueden funcionar como unos signos de virilidad, fertilidad, fortaleza (algo que los cuentos de Heise tienen en demasía por su mismo léxico), y decir de una mujer poderosa que es muy ‘femenina’ sólo es una manera sutil de negarle el derecho a ese atributo esencialmente masculino y heterosexualizado que es básicamente el poder. Por cultura general, podemos entender que mujeres así han tenido un papel protagónico implacable en determinados períodos de la historia universal, como Cleopatra o la Reina Elizabeth de Inglaterra: sujetos empoderados y femeninos que muchos hombres envidiaban y siguen envidiando por lo que justamente representan, lo que ellos temen, utilizan, ultrajan, aman y desechan como con la facilidad que arrojan a la basura una lata de cerveza o un juego de cartas en el aire.
Heise, como personaje, como autora, en muchos de los relatos, toma esa misma posición de empoderamiento dándole grandes lecciones de género a través de una prosa cómica e intensamente seductora, porque no está todo explícito, sino implícito, como en el cuento (mucho más punzante y despiadado, pero no por eso menos burlesco) titulado “Poco original”, donde mezcla escenarios de identidades podridas, detalles escabrosos y de un hombre que no asume su escuálida realidad del que llamamos criollamente ‘un hijo mamón’, síndrome de una cultura que persigue aún las estructuras de la vieja arquitectura familiar y temerosa que rodea al macho ortodoxo normalizado que le teme a lo intrínsicamente femenino, pero que aún así está pendiente de esa escolarización y consentimiento desde el seno de la madre que replica su machismo, y que más encima le teme a la categorización misma de homosexualidad en muchos niveles. En otros como “Odio”, alcanza el nivel de paroxismo femenino por el que quizás muchas han sido castigadas, invisibilizadas y tildadas como burdamente se les conoce: ‘perras’ o ‘malas madres’, ‘gordas’, etcétera: otras clasificaciones más sobre el género que es de moneda común. En ese mismo microcuento, Heise escribe: “Soy la madre de tus hijos, argumenté, la que estuvo contigo durante la crisis económica, ¿recuerdas?, la que aprendió a cocinar cáscaras de tomate sólo para no verte sufrir de inanición. Me miraste con la lejanía que da el dolor cuando es dosificado con la jeringa del tiempo.” Con pasión vehemente, rabia que traspasa la barrera del silencio, la línea caliente, vomitando la arenga, la ira de la frustración de ese rol imperioso de criar hijos, es ese ‘tick’ incesable de putrefacción en el sacro altar de la relación heterosexual despectiva que Heise ama y odia al mismo tiempo, y que destroza y rememora con facilidad y elocuencia, en su papel incendiario de madre, pareja, un sujeto pensante.

3- EL ORGULLO DE GÉNERO, EL EMPODERAMIENTO COMO AUTORA Y EL DISCURSO PROPIO
Heise en sus microcuentos realiza una arenga profunda, sencilla, hacia lo que podríamos llamar como un orgullo de género, pero tampoco en plan de una guerra a sangre fría contra la representación masculina ni el despecho social que encierra un espíritu viril, de poder, dominante, injusto, sino en un asunto que roza la cotidianeidad y en cómo esa misma cotidianeidad esconde el peligro: el peligro de la invisibilización, de la denigración de parte del ente macho dominatrix, perverso, comúnmente aceptado y hasta defendido                 románticamente por el género femenino, alimentándoles el ego y que ha sido aspecto de toda la civilización en distintas etapas. Heise, en cambio, hace añicos el asunto del ego y el sexo toma parte importante de la obra, desde el punto de vista social, casero, pedagógico, de protectora, de oyente, de madre, de amante, de esposa, de sujeto con personalidad propia y alocución.
Virginia Woolf en su magnífico ensayo “Una habitación propia” (1929) escribe: “Tanto Napoleón como Mussolini insisten tan marcadamente en la inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fueran inferiores, ellos cesarían de agrandarse. Así queda en parte explicado que a menudo las mujeres sean imprescindibles a los hombres. Y también así se entiende mejor por qué a los hombres les intranquilizan tanto las críticas de las mujeres; por qué las  mujeres no les pueden decir este libro es malo, este cuadro es flojo o lo que  sin causar mucho más dolor y provocar mucha más cólera de los que causaría y provocaría un hombre que hiciera la misma crítica. Porque si ellas se ponen a decir la verdad, la imagen del espejo se encoge: la robustez del hombre ante la vida disminuye (…)”.
El mismo principio de la inferioridad, de la intranquilidad, resalta en los cuentos de Heise, ya que no es ninguna materia al azar. “Despecho”, "Ausencia”, “Amante incumplidor”, “Amor viajero”, son algunos de los
microcuentos que esconden tales umbrales. La ‘robustez’ a la que se refiere Woolf es todo ese poder de macho cabrío que, en este caso, esconde el chileno medio y que Heise se encarga de desmembrar a través de la oración perjudicial,
el parlamento más duro y lograr que se arrugue, avergonzado, devolviéndole con la misma piedra de la sentencia del léxico. Del mismo ensayo de Woolf, donde dice que encontrar en el siglo XIV a una mujer en ese estado mental (de catarsis literaria, de orgullo en la prosa) era evidentemente imposible, encontrar a esa mujer en pleno siglo XXI resulta obviamente abundante; las autoras, escritoras y poetas se han adueñado de un mar de fábulas que han desempeñado un importante y potente cambio de enfoques y la relación entre literatura, poder y sexualidad. Jane Austen, las hermanas Brontë, Gabriela Mistral, Doris Lessing, Diamela Eltit, y un largo etcétera, de distintas épocas, estilos y contemplaciones, han sabido incorporarse a la literatura a través de su propio lenguaje, con una arenga íntima, hablando desde sus roles de dueñas de casa, de dueñas de su propia vida, de dueñas de una vida que no les pertenece, y dueñas de un mundo de fantasía y detracción desbordante y dispuestas a masacrarlo todo y a todos, todas esas etiquetas de ‘mujer’, cerrada’, ‘oprimida’, ‘inculta’, ‘incomprendida’, ‘impalpable’, ‘histérica’, etcétera. Heise, en este caso, realza todos esos conceptos para transportarlos a una realidad que toda mujer chilena de clase media sentiría como el retrato perfecto de una cotidianeidad ininterrumpida, desmejorada y ávida de experiencias nuevas y perspicaces. Las fantasías, las amputaciones, los monólogos de aburrimiento, de enajenación, las ambiciones estranguladas en una cama matrimonial que parece no tener nada salvo desiertos en las sábanas o en las fotografías del comedor, las esperanzas y los éxitos flojos de una vida que nadie querría. En ese sentido, todos los cuentos de Heise que explotan ese universo resultan significativos. Jane Austen, por ejemplo, escondía todos sus manuscritos o los cubría con un paño; toda la formación literaria de las mujeres desde el siglo XIX aproximadamente era práctica en la observación del carácter y el análisis profundo de las emociones, como esponjas humanas. Además todas las mujeres estaban condenadas a compartir la misma sala de estar de toda la familia, y por ende, nunca tenían el tiempo suficiente para escribir a solas; solo disponían de su calidad de ‘esponja’ y poder grabar día a día los sentimientos de las personas, las relaciones entre ellas, que siempre estaban delante de sus ojos. Heise no tiene ningún problema, en pleno siglo XXI, de querer revolver toda esa sala de estar, con hijos, pareja, amistades, y convocar a un alarido en cadena; porque justamente lo que hace es recibir toda la energía de experiencias y relaciones anexas de personas que la rodean, pero muy por sobretodo, la relación de ella misma con su entorno, y en cómo lo percibe, lo siente, le duele, le marca y la sulfura. En la era del Internet, del alcohol socialmente aceptado como ‘droga’, en la era de las relaciones marcadas por el mensaje de texto y por los celulares, por los mutismos embarazosos, por el amor de microondas o express, por las peleas materialistas, por el silencio a la hora de once más que por el gemido de orgasmo físico, Heise canaliza sus emociones más básicas para poder enaltecerse, como creadora y como ama de sí misma. Como diría Lady Winchilsea en uno de sus poemas, a la mujer que prueba la pluma se la considera una criatura tan presuntuosa que ninguna virtud puede redimir su falta. Nos equivocamos de sexo, nos dicen, de modo de ser; la urbanidad, la moda, la danza, el buen vestir, los juegos son las realizaciones que nos deben gustar, escribir, leer, pensar o estudiar nublarían nuestra belleza, nos harían perder el tiempo o interrumpir las conquistas de nuestro apogeo, mientras que la aburrida administración de una casa con criados algunos la consideran nuestro máximo arte y uso. Los microcuentos de Heise, en ese caso, son la administración perfecta de una casa entera y plagada de criados que están con discursos propios, con ira bajo las venas y un tremendo ímpetu, una capacidad de romper y destruir y que, por supuesto, desde esa misma destrucción, ruptura, violencia (física, verbal y simbólica), separación, desligamiento, se forje el crujiente proceso de aprendizaje que nunca termina, ni a los quince, ni a los treinta ni a los sesenta años, renazca el amor propio y renazca el orgullo del ser mismo, de la persona detrás del sexo, del rostro: su alma, su persona.
Es funesto para todo aquel que escribe el pensar únicamente en su sexo; de hecho, es funesto ser un hombre o una mujer a secas; uno debe ser “mujer con algo de hombre” u “hombre con algo de mujer”. Es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abogar, aun con justicia, por una causa, y no alimentarse de los polos opuestos, porque la literatura debe ser andrógina si no quiere caducar en la mente de un lector. Heise es una escritora totalmente andrógina a mi parecer, porque en su mismo lenguaje y corriente, subcorrientes, subtextos, se esconde un ser masculino valeroso, políticamente incorrecto, impresionante, que bebe, que maldice, que vocifera, que quiere destruir el hogar por un sentido de aprendizaje, que ama y despotrica con una fuerza y arenga masculina, pero que tampoco se deja amilanar por la femineidad de su ser, la flor, la delicadeza, la utopía, el romance, la gran rosa que está en su aura, el encanto de su sexo como mujer (aunque recalco que las categorizaciones sexuales nunca han sido de mi gusto). Si uno leyera los cuentos de Roxana Heise en una bóveda y sin consciencia de quien es el autor o su nombre, muchos opinarían que se trata de un ente masculino; por el mismo coraje y arrebato con el que forja su prosa que no es nada convencional y resulta sana, virulenta, suelta y cristalina en tiempos donde se hace más que necesaria la expresión propia.
Algunos podrán decir que es una lástima tremenda que una mujer capaz de escribir así, con el brío de Heise, con una mente que la naturaleza hace vibrar y dar a la reflexión y al exorcismo de las malas experiencias y el fastidio de la vida, se vea empujada en muchos pasajes a la cólera, la amargura, el ‘rugir’ por rugir y estar apaleando a ese Otro que parece un hombre de la Prehistoria (no sólo
chilena) que almacena algunas de las cualidades más nefastas de la raza humana, sobretodo en una relación de pareja. ¿Pero acaso no todos estamos sujetos a ese temperamento? ¿Acaso una mujer, propiamente tal, quizás madre, quizás arquitecta, quizás doctora, respetable, buena ciudadana, buena esposa y ejemplo social, que no ha cometido actos impropios o no ha tenido fantasías sexuales en el matrimonio, no podrá ver algo de su ira emocional en la obra de Roxana Heise, sin sentirse aludida en algún instante, tendrá algo de abominable, de reprochable, lo verá como un signo de ataque o de elocuencia, de iluminación? ¿Acaso el arte en sí, la literatura, no tiene que ver solamente con un exorcismo colectivo, un pensamiento que hable por una sociedad destripada, desencantada, desenmarañada, o un determinado segmento, sino también un exorcismo personal, desde las entrañas del autor, sin necesidad de hablar por un tercero? Heise sufre, analiza, desarticula, descompone, destruye sus propios miedos, sus enigmas, sus dudas, sus desconciertos y sus relaciones a través de oraciones precisas, ambiguas, cotidianas, llenas de fisuras, un monstruo energúmeno, sin sexo distinguible, sin pretéritos, sin restricción de locución, que escapa al segmento hermético del párrafo, y se transforma en un ente liberador de sentidos que forman parte del diario vivir de millones de hombres y mujeres. La literatura como terapia es un hecho palpable. Los microcuentos son hechos lacónicos, duros, secos: el poder de la palabra está en las cosas simples. Roxana Heise lo hace, y lo sabe hacer.


EL LUNAR

Este extraño lunar que crece y crece, piensa él cada mañana frente al espejo. No es que sea grande grande, sin embargo, a él le parece que está cada vez más puntiagudo, que adquirió de pronto el carácter de una montaña, después de haber sido sólo un punto muerto en medio de la cara. Y no es que le preocupen las marcas en el rostro y esas tonterías, es sólo que él, está consciente de la azarosa lucha por el sustento diario y de sus graves problemas económicos, protestos piensa, mientras se rasca el lunar y le mueve sutilmente la cúspide. Vendrán los acreedores y lo coge de la base, incrustando levemente la uña de su índice derecho. Aquello del jefe fue una chambonada, mire que considerarlo incompetente, bueno, son cosas que pasan. Apoya su rostro sobre el espejo, el lunar no lo percibe y parece no existir, la humedad de su respiración empaña sus facciones, lo vuelve dúctil y etéreo como la nada. Piensa que esta vez todo acabó, que hoy recibirá el sobre azul, quizás sí, quizás no. Su esposa ignora la situación, sus hijos juegan a ser grandes en la habitación contigua mientras él se aleja del vidrio, su rostro está sudoroso, el lunar sigue allí, más grande aún, en verdad piensa, esta vez ha crecido demasiado, su tamaño se ha vuelto cósmico, será mejor que lo extirpe.




ESCARABAJO

     Yo era un niño lleno de ilusiones, que subía a las buhardillas para jugar a la ronda con los escarabajos. Hoy soy un escarabajo  de cuello y corbata, que perdió a su niño en la buhardilla del olvido.








Por
Federico Krampack


Federico Krampack, o como su homónimo, Felipe Yévenes (Concepción, 1983) es comunicador audiovisual y ejerce la escritura y de DJ. Ha realizado (entre otras cosas) Diplomados en Escritura Audiovisual (PUC, 2007) y Postítulo en Periodismo Cultural y Crítica de Cine y Literatura (ICEI, 2008). Desde los 13 años escribe narrativa en general (cuento y poesía principalmente), columnas, ensayo, crítica y guiones a tiempo completo. Dichos trabajos han sido, en parte, material publicado de manera totalmente independiente como libros artesanales y antologías originales; otros forman parte de publicaciones nacionales y extranjeras; y otros que son aún inéditos.
Publica el fanzine 'PLANETA Z' (revista de bajo presupuesto hecha estrictamente a base de collages y fotocopias), desde diciembre del 2002 en la ciudad de Concepción. Sus temáticas centrales abarcan esencialmente la crítica social, filosofía, anarquismo, sociología, género y sexualidad, hasta el cine de autor, poesía y narrativa emergente, política, historia del arte, etc. Hasta la fecha (con 12 números), han colaborado en sus páginas desde reconocidos poetas jóvenes de todo el país, periodistas, estudiantes, artistas visuales, entre otros. En enero del 2011, PLANETA Z es invitado a la primera muestra masiva de fanzines, diversas publicaciones y libros independientes titulada 'New Stand', organizada por Arts & Sciences Projects, en Nueva York, EE.UU. Y en agosto del 2011, es exhibida en una nueva versión de 'New Stand', esta vez en Reykjavík, Islandia, junto a otros trabajos independientes y fanzines provenientes de diversas partes del mundo como Francia, EE.UU., Alemania y Australia.
Algunas de sus menciones, participaciones y publicaciones, de mucha y poca monta, (sin contar todo el material autogestionado entre las ediciones del fanzine y algunos de sus libros publicados de manera artesanal) se resumen en: Selección y exhibición de la obra "NACIÓN PERPETUA", en un montaje especial que presentó a 54 poetas chilenos en el marco de las celebraciones del Bicentenario titulado 'Muestra Poética Chile-Barcelona 2010' (Septiembre del 2010,
Convent de Sant Agustí en Barcelona, España); seleccionado dentro de los
'Autores Cosecha 2009' de Cuentos de la revista EÑE, por el relato erótico
"LA FRUTA Y LOS CUERPOS" (Enero del 2010. Madrid, España); ganador por unanimidad del 1er Premio (Categoría Jóvenes Menores de 33 años) en el marco del Concurso a nivel nacional 'Bicentenario de Cuento & Poesía'
por el poema "LA NACIÓN QUE NO MIENTE", organizado por la Comisión Bicentenario Chile de la Presidencia de la República, Sra. Michelle Bachelet J. (Diciembre del 2009.Santiago de Chile); entre otros.
Actualmente reside en Concepción, y también en Santiago de Chile.
 Santiago, Marzo 2012.

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