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miércoles, 6 de marzo de 2013

Doris Lessing: Retrato de una superviviente



HUGO ESTENSSORO
CRÍTICO LITERARIO


Doris Lessing tiene, irrefutablemente, el rostro que se merece. A la luz dorada y frágil de las tardes londinenses, sus facciones registran, en camadas casi geológicas, labradas por sus ocho décadas, una crónica de batallas perdidas y ganadas. Da la impresión de que hasta la felicidad debe de haberle labrado marcas, que el tiempo ha pulido junto con las de los sufrimientos, y la vivacidad penetrante de sus ojos no impide pensar en aquellos monumentos de la Antigüedad que consiguieron resistir a la rapiña humana y la intemperie. El rostro de Doris Lessing confirma a un visitante que ella es, antes de nada, una superviviente: de la familia, del colonialismo y del racismo, de la guerra, de la ilusión comunista, de la condición femenina, del amor, de los equívocos de la fama.
Después de haber leído Walking in the Shade (1997), el segundo volumen de su autobiografía, en el que cada capítulo y cada etapa biográfica se apoya en una de sus direcciones en Londres desde 1949 –cuando llega a Inglaterra huyendo de la familia, de África y de lo que había sido hasta los treinta años–, es inevitable para el visitante observar con atención cada detalle doméstico. La impresión es la de un despojado desorden que, al paso de las horas y con la penumbra ceniza de la tarde que fenece, va formando un marco cada vez más apropiado para la escritora. El escaso mobiliario, estrictamente utilitario y que podría ser comprado de tercera mano, declara que su dueña tiene que ser juzgada por lo que es. En buena medida, esa es también la historia de su vida y de su literatura.
En el primer volumen de su autobiografía, Under my Skin (1994), el lector encuentra como un refrán «¡No, yo no seré como ellos!». Ellos eran la familia –un padre enfermo y quebrantado, una madre frustrada y dominante, un hermano tibiamente satisfecho con su condición de hijo favorito–, pero también la sociedad colonial de Rodesia del Sur, hoy Zimbabue, y un apresurado casamiento convencional. Para los lectores de Lessing, la serie de seis novelas que narra la historia de Martha Quest (1952-1969; quest es «búsqueda» en inglés), y que abarcan aproximadamente el mismo período, poseen una fuerza que no se encuentra en el relato autobiográfico. La autora sabe que la vida no tiene la forma acabada de una novela. Al mismo tiempo, siempre ha advertido que sería una equivocación confundirla con las heroínas de sus novelas y cuentos, tentación a la que éstos invitan. Si hay algo que describe su trayectoria es el aprendizaje de que no hay que confundir los libros y las ideas con la vida. Lo que se aplica también a la autobiografía, como dice en su ensayo Writing Autobiography: «Antes leía una autobiografía como lo que el escritor pensaba sobre su vida. Hoy pienso, “eso es lo que pensaba en la época”».
Estos juegos de espejos explican muchos aspectos de la obra de Lessing que sorprenden o desconciertan. Por ejemplo, su obra de ciencia ficción, que dejó perplejos y frustrados a muchos de sus lectores (y especialmente lectoras) cuando fue originalmente publicada. La más desgarradoramente realista de las novelistas contemporáneas se abandonaba en apariencia a las aéreas ficciones de futuros imaginarios. Pero incluso los que preferimos no releer su ciencia ficción comprendemos ahora que escribirla fue un derecho que Lessing se ganó escribiendo sus otros libros. Ya en 1962 Lessing había disecado la falacia literaria, que exige un «argumento» que puede o no tener que ver con el material que instigó el acto de narrar: «¿Para qué un argumento? ¿Por qué no decir simplemente la verdad?». Porque el argumento tiene su propia verdad. Sólo que al disociar «la verdad» de la técnica narrativa ésta cobra vida independiente. Los cinco volúmenes de Canopus in Argos (1979-1983) son un largo, frecuentemente feliz, experimento sobre el placer de narrar. Su último libro, Alfred and Emily, es más breve, más feliz y más audaz.
Dividido en dos secciones, Alfred and Emily cuenta primero la historia de los padres de la autora en los términos del verso del poeta brasileño Manoel Bandeira: «la vida que pudo haber sido y no fue»; en la segunda parte cuenta lo que realmente ocurrió. Se trata, hasta cierto punto, de un juego literario en el que Lessing se permite inventar una versión «novelesca» –es decir, ordenada y acabada– de la vida de sus padres. Ésta, en la vida real, fue deformada y finalmente destrozada por la explosión inexplicable de fuerzas que no entendían: la Primera Guerra Mundial, que en sus secuelas históricas y personales ensombreció para siempre la vida de la familia Tayler, expandiéndose en cataclismos como la revolución bolchevique, el fascismo y la Segunda Guerra Mundial. En la segunda sección del libro, Lessing repasa episodios que ya conocemos de su vida familiar. En ella se permite un desorden vívido y evocativo, de sincopadas viñetas, que de alguna manera se complementa y completa con el imaginario cuadro formal de la primera parte. Es un ejercicio literario en el que, como es costumbre en Lessing, la vida se abre paso e irrumpe ardua y triunfalmente.
Es por ello por lo que el comentario del comité Nobel suena tan inevitablemente inepto al afirmar que no se le concedió el premio en la modalidad de literatura en 2007 «por su jornada de autodescubrimiento», sino por «someter a análisis una civilización dividida». Eso equivale a decir, para quien conoce la obra de Lessing, que se la premia por sus obras de aprendizaje (los primeros cuatro volúmenes de la serie de Martha Quest, Children of Violence), que claudican y se desmoronan a medio camino para sólo recuperarse y retormar el hilo después de la catarsis –delirante, vertiginosamente íntima– de The Golden Notebook (1962). Hasta la publicación de este libro Doris Lessing era considerada la más representativa novelista de la extrema izquierda anglosajona, y la única que gozaba de popularidad entre un amplio público lector justamente por analizar «una civilización dividida» entre el infierno burgués y capitalista y el paraíso proletario y socialista. La obra maestra que es The Golden Notebook constituye el rompimiento, tan radical como doloroso, con esa visión del mundo como una trágica desproporción entre la gente común («the little people») y un mundo demasiado grande e ingobernable para ellos (el caso de sus padres), que sólo puede ser domeñado por la revolución. Los protagonistas de este enfrentamiento apocalíptico son los «hijos de la violencia». La trayectoria vital y literaria de Doris Lessing consiste en rechazar esa visión en nombre de una verdad interior que incluye la posibilidad de una felicidad íntima y personal. Con el tiempo, la musa revolucionaria llegaría a decir que el amor a la revolución es la proyección de resentimientos personales en el escenario del mundo, «equivalente a una pasión por la infelicidad».
The Golden Notebook es una lacerada rendición de cuentas ante sí misma, mirándose en los diversos y engañosos espejos de sus yos que son los cuatro cuadernos, cada uno de un color, en los que Anna Wulf registra los múltiples ámbitos de su vida y personalidad. El cuaderno dorado es el último, cuando los demás quedan varados en sus perplejidades. Anna es Doris. Como ella, publicó su primera novela con gran éxito en 1950. Sus padres, su período africano, su casamiento con un alemán y su hija nacida en 1946, su inscripción formal en el Partido Comunista, cuando su fe en la causa ya desfallecía, y la ruptura con el partido, reflejan con pequeñas variantes lo que Lessing recapitula en su autobiografía. También retratan a la Doris Lessing premiada por el Nobel. Anna termina en la locura; Lessing se salva al desviarse de la trayectoria que el comité sueco le atribuye para comenzar su «jornada de autodescubrimiento». Ésta comienza en el primer párrafo de The Golden Notebook: «Hasta donde puedo ver, todo se está desmoronando». El síntoma crucial había sido el discurso de Nikita Jruschov sobre los crímenes de Stalin en el vigésimo congreso del partido en 1956, que confirma el horror que ella había sentido al visitar la Unión Soviética en 1952.
Lessing tenía la autoridad moral para juzgar lo que estaba pasando porque su vida se había dedicado a las causas progresistas desde su primera juventud. En Under my Skin cuenta cómo la injusticia del racismo colonial en Rodesia del Sur la llevó a fundar un partido comunista local (tolerado, aunque no reconocido por los comunistas de la región). Pero, como irse de casa, abandonar al primer esposo con dos hijos, o escribir ficción mientras trabajaba como telefonista, hacerse comunista fue un acto de rebelión personal. Ingresar formalmente en el partido, ya en Londres, fue el equivalente de poner todas las fichas sobre el tapete, «el acto más neurótico de mi vida».
Sólo uno de los comunistas que conoció en Rodesia del Sur llevó su fe hasta las últimas consecuencias, su ex marido y padre de su tercer hijo, Gottfried Lessing, cuyo apellido aún lleva. Refugiado político en África durante la Segunda Guerra Mundial (Doris se casa con él para evitar que fuera detenido como ciudadano de una potencia enemiga), Gottfried Lessing volvió a Berlín después de la guerra para reencarnarse como alto funcionario y después diplomático de la República Democrática Alemana en África. Agente del KGB, Lessing terminó como embajador en la Uganda de Amin Dadá, facilitando instrumentos de tortura al régimen. Su retrato en Walking in the Shade es algo fantasmático y atraviesa la narración como un viento trágico. Pero su hijo Peter fue la salvación emocional de la escritora. Sin blanca en Londres, criar al hijo era una tarea que la ocupaba desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche. Lessing escribía cuando el niño estaba en el jardín de infancia o en la escuela. «Sin él –dice la novelista– habría caído en la bohemia, deslumbrada por todos esos personajes tan brillantes y divertidos del Soho. Habría terminado alcohólica y mendiga. Fue la disciplina del hijo lo que me permitió hacer obra».
Esto no es nuevo, pero, como en todo, el acto de formularlo lúcida y memorablemente lo eleva a otra dimensión. The Golden Notebook fue recibido como una primera incursión en un nuevo frente revolucionario: la guerra de los sexos. Lessing, después de verse entronizada como la cronista de las barreras raciales (The Grass is Singing, 1950) y clasificada como novelista comunista (The Children of Violence), se vio nuevamente encorsetada, esta vez como profetisa del feminismo. Como antes, su rebelión fue frontal. Para ella, la novela se limitaba a registrar lo que ella y sus amigas hablaban y el tono con que lo hacían: «Y de todas las interpretaciones equivocadas, la más equivocada fue la de las feministas. Se equivocaron como los comunistas, haciendo de la vida una cuestión ideológica, pero la vida sigue su curso sin ellas y hasta contra ellas». Del mismo modo que en sus novelas políticas no había encarnado ideas en personajes, sino desarrollado personajes que se movían dentro de la política, lo que da a sus ficciones el temblor inconfundible de la vida, las novelas y cuentos considerados «feministas» de Lessing tratan simplemente de mujeres que afrontan la existencia como pueden, viviendo las experiencias tradicionales de la familia, el amor, los hijos y el trabajo. Para Lessing, la condición femenina ha experimentado un cambio fundamental con la píldora, pero el resto sigue su curso humano como siempre.
Es esta identificacion de las constantes humanas en tiempos revueltos lo que sostiene las ficciones de Doris Lessing. Por ejemplo, hay un eco estético y emocional que vincula las visitas en carruaje, de casa de campo en casa de campo, a comienzos del siglo XIX, en las novelas de Jane Austen, con las regocijadas expediciones en decrépitas camionetas de la infancia de Lessing en Rodesia, de hacienda en hacienda (y con el viaje en trineo de Guerra y paz). Lessing se aferra al tumulto de la vida y la historia sólo en la medida en que le permite aferrarse a una experiencia personal densamente experimentada. Tal vez por eso su estilo es laboriosamente sólido, sin las irisaciones literarias de muchas de sus predecesoras y contemporáneas, más fruto de una empecinada probidad que de la felicidad de expresión, que se abre camino en la realidad al mismo tiempo que la abraza y absorbe. Lessing dice que sus libros son «una tentativa de orden», pero eso sólo es verdad en la medida en que superan un vivo desorden original. El largo anaquel que ocupan los numerosos volúmenes de su obra han conseguido ordenar para sus lectores los contornos de una época y una manera de ser. Doris Lessing no se limitó a vivirla para contarla; tuvo que contarla para sobrevivirla.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Las voces de México, en la obra de Elena Poniatowska


 
Las voces de México, en la obra de Elena Poniatowska


***Conaculta rinde un reconocimiento a la periodista y escritora clave en la literatura mexicana, en ocasión de su 78 aniversario

***En entrevista refiere que le han influido autores como Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Garro, Rosario Castellanos

El día de su cumpleaños, que se celebra este 19 de mayo, la escritora Elena Poniatowska (París, 1932) se lo va a pasar trabajando, pues se encuentra en la Universidad de Oregon, en Eugene, Estados Unidos. Viajó allá invitada para hablar sobre las mujeres escritoras en la literatura mexicana.

Hoy que celebra 78 años de su nacimiento, Conaculta hace un reconocimiento a la autora de libros tan significativos como La noche de Tlatelolco, Fuerte es el silencio, Tinísima o La piel del cielo, cuya bibliografía suma ya más de 40 títulos.

Elena Poniatowska se ha ocupado de las escritoras de México y también de muchas mujeres: desde la soldadera Jesusa Palancares, protagonista de la novela testimonial Hasta no verte Jesús mío, la fotógrafa y activista Tina Modotti, la escritora Elena Garro, las pintoras Angelina Beloff y Frida Kahlo y un sin número de mujeres anónimas: estudiantes, campesinas, lavanderas, luchadoras sociales, costureras y obreras, cuyas historias han encontrado cabida en sus afanes literarios.

     Antes de su partida para Estados Unidos, Conaculta charló brevemente con la escritora, quien enumeró algunas de las personas que más han influido en su vida. No pensó mucho la pregunta y contestó: “En primer lugar, mi madre Paula Amor, sin ella no estaría aquí, ha sido mi ejemplo”, respondió sin asomo de duda.

     Poniatowska es la hija primogénita de Paula (María de los Dolores) Amor-Escandón y el príncipe polaco Jean Evremont Poniatowski Sperry. Nació en París, en 1932, y durante el inicio de la Segunda Guerra Mundial se refugió en la campiña francesa. El nombre completo de la escritora es Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor. Por el título nobiliario de su padre, Elena es la princesa heredera al reino de Polonia, cosa que no parece importarle lo más mínimo. Sin embargo, algunos de sus parientes europeos la conocen como “La Princesa Roja”.

     Uno de los recuerdos que más impresionó a la escritora fue que su padre se enlistó en el Ejército de Francia para combatir a los alemanes, y que su mamá, Paula Amor, manejó una ambulancia durante la invasión a Francia. Paula, Elena y su hermana Sofía (“Kitzia”, nacida en 1933), abandonan Europa en 1941 y se refugian en México, de donde procede la familia materna.

     “Mi madre, Paula Amor, abría su ventana sobre el Zócalo y veía al Hombre Araña subir por los muros de Catedral. Mirar esta plaza desde el segundo piso le quitaba el aliento e influyó en su destino. Si mi madre fue un ser poético e inasible, si sobrevoló liviana a todas las calamidades, si tuvo mucho de papalote y de flor al viento, si sus pétalos jamás pesaron ni se ajaron, seguramente es porque vio esta plaza abierta al viento y al agua, esta plaza que nos empaña la vista con sólo mencionarla”, escribió en La Jornada Semanal (2/05/2004).

     La ciudad de las voces

     Para Elena Poniatowska la ciudad de México de los años 40 fue toda una revelación: “un ancho patio, una puerta abierta”. Los sonidos de la calle la deslumbraron: los pregones de los vendedores ambulantes, de los aboneros, los piropos en la calle, los sones de los mariachis en la Plaza Garibaldi, todo era nuevo, todo se movía. Elena aprende a pronunciar correctamente el español gracias a su nana Magdalena Castillo.

     Cuando terminó la gran guerra su padre alcanzó a la familia en México. En 1947 nació Jan, el tercer hijo del matrimonio. El príncipe Poniatowski fundó los laboratorios Linsa, y después otros negocios que no prosperaron. En 1949 Elena y Kitzia son enviadas a estudiar en un internado de monjas cerca de Filadelfia, Estados Unidos. Elena regresa en 1952.

     En 1953, Poniatowska empezó a trabajar en el periódico Excélsior escribiendo crónicas de sociales que firmaba como “Hélène”. Publica además entrevistas con la cantante Amália Rodrigues, la mujer de Alfonso Reyes Manuelita Reyes, la pintora María Izquierdo, el escritor Juan Rulfo y la actriz Dolores del Río, entre otras. Durante un año publica una entrevista al día. Comienza su interés por la forma de ser de la mujer mexicana.

     En entrevista con Conaculta Poniatowska señala como influencias de aquella época “a todos los escritores de mi generación”: Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Garro, Rosario Castellanos, y a personajes clave en su desarrollo: Juan José Arreola y Fernando Benítez.

     Recuerda Poniatowska que, a su llegada a Excélsior, pidió firmar como “Dumbo”, porque en el periódico había una reportera que firmaba “Bambi” (Ana Cecilia Treviño), entonces el editor, que se llamaba Eduardo Correa, le dijo: “¡No, no, aquí no vamos a tener a todos los personajes de Walt Disney!”.

     “Empecé en 1953 y hacía yo las entrevistas a partir de mi ignorancia —rememora en entrevista grabada para el periódico poblano Síntesis—, es decir, le preguntaba yo a Diego Rivera, como no conocía su obra, ‘¿verdad que sus dientes son de leche?’, porque veía que tenía unos dientes muy pequeños, y Diego me decía: ‘Sí, con esos dientes me como yo a las polaquitas preguntonas…’ Así me hice de un público lector, que quería enterarse de qué nueva impertinencia iba yo a preguntar?”

     Su amiga Elena Urrutia la mandó con el escritor Juan José Arreola, para que mejorara su redacción: “Me dijo que era muy fácil: ‘le llevas una botella de vino de vez en cuando, unas galletas y unos quesos franceses’. Le llevé mis artículos periodísticos a Arreola y él dijo que el periodismo no le interesaba absolutamente nada. ‘¿No tiene usted algo literario?’, dijo. Yo ya había escrito Lilus Kikus, lo tenía en mi casa. Y se lo llevé y a él le gustó y me dijo que con ese libro iba a iniciar una colección”, narró a Síntesis. El libro se publicó en 1955.

     De Excélsior pasó a Novedades, que tenía el suplemento cultural México en la Cultura, dirigido por Fernando Benítez. En entrevista, Poniatowska recuerda que “con Fernando Benítez fue diferente, nunca se preocupó por enseñarme nada, lo que hacía era pedirme más y más artículos, claro, me hacía sugerencias de a quién entrevistar, al fin y al cabo, era el editor”.

     —¿Pensó alguna vez dejar el periodismo?

     —Desafortunadamente no, pero hay que dejarlo…

     —¿Por qué?

     —Para dedicarse a escribir novelas, libros, otra cosa… Mire, es que me cuesta mucho trabajo pasar del periodismo al cuento o la novela, pero una vez que estoy escribiendo me dejo ir con facilidad.

     —¿No ha pensado escribir su autobiografía?

     —No, quizá después, por ahora sólo novelas.

     La voz de los otros

     En realidad mucha de la obra literaria y periodística de Poniatowska es autobiográfica (La Flor de Lis, La piel del Cielo). Su amigo, Carlos Monsiváis ha señalado que gran parte de su literatura surge de “un enamoramiento, un deslumbramiento”. Así fue con Tina Modotti, a quien dedicó 10 años para escribir Tinísima. También se ha empeñado en dar voz a los otros, a los desposeídos.

     Uno de los personajes que literalmente le “han quitado el aliento” es Josefina Bórquez, la Jesusa Palancares de Hasta no verte Jesús mío (Era, 1969), a quien Poniatowska descubrió gritando desde una azotea de la calle Revillagigedo, en el Centro de la ciudad de México.

     Jesusa fue una lavandera y médium que participó en la Revolución Mexicana: “Con ella entré en contacto con la pobreza, la de a de veras, la del agua que se recoge en cubetas y se lleva con cuidado para no tirarla, la de la lavada sobre la tablita de lámina porque no hay lavadero, la de la luz que se roba por medio de diablitos…”, recordó al recibir la Medalla al Mérito Ciudadano.

     De los diálogos entre las dos mujeres —la ávida periodista con un oído privilegiado y la mujer ruda, originaria de Oaxaca, curtida por la guerra y el trabajo— nació un libro extraordinario que le trajo a la periodista su primer éxito y también el Premio Mazatlán en 1970. Dicha novela, que ha tenido traducciones al inglés, francés y alemán, así como ediciones en España y Cuba, no ha dejado de reimprimirse.

     No obstante, Hasta no verte Jesús mío fue polémica pues a Josefina Bórquez no le gustó la forma en que Poniatowska narró sus vivencias: “A ella no le pareció adecuada, porque me decía siempre que yo era muy tonta, que no entendía, que escribía puros garabatos…”, explica la autora en una entrevista publicada en youtube.com. Y añade: “Yo la fui a ver muchas veces y me contó su vida; (después) yo la armé, como Dios me dio a entender, lo mejor que pude.”

     Para Poniatowska, Jesusa Palancares es ejemplo de rebeldía, de independencia de juicio y de libertad de acción porque “es una mujer atípica, no quiere tener hijos, porque dice que no le gustan los niños, aunque se la pasa recogiendo niños y perros perdidos. Es una mujer que dice que no se ha enamorado, que no le gustan los hombres, sin embargo es una mujer muy pasional. Llena de vitalidad. Es una mujer que no quiere ser abnegada, ni cabecita blanca, ni quiere ser sumisa ni dócil. Todas esas virtudes a ella le parecen muy sospechosas. Por eso no se le puede comparar con ninguna mujer de ahora. Es una mujer muy especial”, recalca en entrevista publicada en web en febrero de 2010.

     El movimiento estudiantil del 68

     El libro que más satisfacciones le ha dado a Elena Poniatowska es La noche de Tlatelolco, en el que narra el Movimiento Estudiantil de 1968 y la masacre en la Plaza de las Tres Culturas ocurrida el 2 de octubre. La escritora se dio a la tarea de reunir los testimonios de estudiantes y maestros presos, soldados, profesionistas, reporteros, padres de familia y vecinos de Tlatelolco.

     En 1968, Elena Poniatowska se casó con el astrofísico mexicano Guillermo Haro y estaba embarazada de su segundo hijo, Felipe. También, en diciembre, perderá a su hermano menor Jan, en un accidente de auto. Durante muchos años, Elena le dedicará a él todos su libros.

     Comenzó su trabajo de recoger testimonios del 2 de octubre y del Movimiento Estudiantil, por “la indignación por un suceso tan terrible y porque me parecía que el periodismo debía estar ligado a la vida del país”. Sin embargo, Novedades se negó a publicar sus primeros textos sobre el hecho y su entrevista con la periodista Oriana Fallaci, herida en la Plaza de las Tres Culturas.

     “La noche de Tlatelolco se publicó en 1971 cuando salió el presidente Díaz Ordaz del poder. Hice este libro yendo a Lecumberri los domingos, yendo al campo militar número uno, pero no me dejaron entrar, pero a mi casa llegaron muchísimos muchachos que habían sufrido, que tenían miedo, que habían estado en la cárcel y me pedían que les cambiara su nombre porque tenían demasiado miedo de que los volvieran a encerrar, entonces cambié todos los nombres al grado de que ya no recuerdo quién es quien. Corrieron rumores que me favorecieron, porque se decía que el Ejército iba a recoger el libro de las librerías y eso fue la mejor propaganda para que se compara el libro”, recordó en entrevista para Síntesis.

     Por La noche de Tlatelolco se concedió a Elena Poniatowska el Premio Xavier Villaurrutia, que ella rechazó con una carta abierta dirigida al entonces presidente Luis Echeverría. En 1979, la escritora y periodista fue la primera mujer en recibir el Premio Nacional de Periodismo, por sus entrevistas.

     Oficio: escritora

     A muchos personajes ha entrevistado y cronicado Poniatowska, por eso sus libros que recogen este trabajo se pueden llamar sin pudor Todo México. Sus retratos van desde el líder sindical ferrocarrilero Demetrio Vallejo a la activista por los derechos humanos y por la presentación de los desaparecidos Rosario Ibarra de Piedra, desde las costureras damnificadas del sismo de 1985 a las soldaderas de la Revolución. También abordó la figura del subcomandante guerrillero Marcos y de Andrés Manuel López Obrador. Ha realizado biografías de Octavio Paz y el pintor Juan Soriano.

     En varias ocasiones su trabajo literario ha sido reconocido con premios tan importantes como el Alfaguara de Novela (2001) y el Rómulo Gallegos (2007), así como el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2002), en Lingüística y Literatura. Además de un buen número de doctorados Honoris Causa.

     Para ella, escribir “es mi profesión y mi vocación”, dijo a Susana Garduño de Club de Lectores y agregó. “La escritura viene de la vida, de la observación de todos los días, de estar escuchando a los demás y de estar tirando mucho al cesto de la basura las cosas que no salen bien. Pero es un trabajo, una disciplina. Escribir es como ser carpintero, un día sale muy bien una mesita o una sillita, y uno se siente muy contento porque ha logrado algo”.

     También le comentó a Garduño lo que han significado los libros, la lectura en su vida: “Son parte de la vida interior de cada ser humano. Tener un libro al lado de la cama es tener un amigo, un consejo y un apoyo seguros. Además, leer nos forja un universo que, a su vez, nos ayuda a enfrentar al universo y la vida cotidiana que a veces es muy dura. Los libros nos ayudan a soportar la muerte, porque a otros se les ha muerto, antes que a uno, un ser querido. Ayudan a soportar la enfermedad; son contraveneno, contra… el abandono, el desamor.”

     La escritora ha dado conferencias en las universidades de Oxford, Cambridge, Munich, Francfort, Heidelberg, Colonia, París y Lyon, y es profesora invitada en la Universidad de Texas, en Austin; Harvard, Princeton, Yale, Cornell, Berkeley y Stanford, entre otras. Sus Obras reunidas las editó el Fondo de Cultura Económica, en dos volúmenes, en 2005 y 2006.
JLB
México / Distrito Federal

lunes, 4 de febrero de 2013

DERRIDA y ANTONIN ARTAUD

 JACQUES DERRIDA
 ANTONIN ARTAUD
Por haberlo marcado profundamente, Derrida dedicó a Antonin Artaud varios textos desde mediados de los años sesenta. Sobran razones para confrontar su palabra con la escritura y la voz del habitante de Rodez, como sucede en esta entrevista con la profesora Grossman, considerada la mayor especialista actual en Artaud, sin duda el más grande poeta maldito del siglo XX.

Aunque son muchos los filósofos franceses que han manifestado interés por la escritura y el pensamiento de Artaud —Merleau-Ponty, Deleuze, Foucault…— es Jacques Derrida sin duda quien lo interrogó de manera más insistente e íntima. Los primeros textos que le consagró se remontan a 1965-1966: “La palabra soplada” y “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación”, que más tarde aparecerían recopilados en La escritura y la diferencia. Veinte años después, en 1986, apareció “Enloquecer a la tabla rasa” (“Forcener le subjectile”), texto en el que analizaba lo que llamó la “picto-coreografía” de Artaud. De fecha más reciente, 1996, es el texto que le leyó en la conferencia “Artaud el Moma”, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York a propósito de una gran exposición consagrada a los dibujos de Artaud, y en el que volvía a interrogarse sobre “la fuerza de percusión perforadora” de su escenografía escrita y dibujada.
En una entrevista anterior sobre Antonin Artaud que me concedió para la revista Europe, evocaba la “pasión” que sintió usted por él desde muy joven, cuando vivía en Argelia; en ella habla de lo identificado que se sentía en aquella época con el sufrimiento de que Artaud se quejaba en sus cartas a Jacques Rivière: el “impoder” de su pensamiento, su impotencia, su incapacidad ante la escritura. Cuesta trabajo imaginarlo a usted presa de la impotencia del pensamiento…
Si tratara de recordar la primera vez que el nombre de Artaud tuvo para mí alguna resonancia, pienso que sería sin duda leyendo un texto de Blanchot que remitía a la Correspondencia con Jacques Rivière. Fue así como leí esas cartas de Artaud y reaccioné identificándome, sentí simpatía por ese hombre que decía que no tenía nada qué decir, que nadie le dictaba nada, por decirlo de alguna manera, a pesar de que lo habitaban la pasión, la pulsión de la escritura y, sin duda desde entonces, la puesta en escena. A lo largo del tiempo —y me refiero a lapsos largos, a años, a décadas— tuve que tratar de pensar lo que esta experiencia de “no tener nada qué decir” antes de escribir tenía de esencial para toda escritura. En cierta forma, la responsabilidad de la escritura, de lo que llamamos creación en general, se vive como algo hueco, proveniente de un vacío —una especie de kenos de la escritura—, de tal forma que, en el fondo, lo que habría que decir no existiría antes del acto de decir; porque si el contenido de lo que estuviera por decirse fuera previo, no habría, por un lado, responsabilidad qué asumir, no habría riesgo, y, por otro, veríamos reconstituirse al mismo tiempo la dicotomía y la jerarquía entre el autor, el texto y la escena. El autor domina, sabe lo que quiere decir y lo dicta: se dicta a sí mismo y por lo tanto escribe bajo el dictado y la autoridad del autor que sabe lo que quiere decir. Yo vincularía, quizá con audacia, quizá sin prudencia, el desasosiego que expresa en sus primeras cartas a Jacques Rivière con la manera revolucionaria en la que Artaud hablará más tarde del teatro de la crueldad, donde precisamente volverá a cuestionar esta relación existente entre el autor y la escena, el texto escrito y el gesto. Para él, el teatro de la crueldad implica el desplazamiento o el trastocamiento de esa jerarquía. Nada que sea anterior al acto, al gesto, existe, así se trate de escribir, pensar o actuar. Los “jeroglíficos” teatrales de los que habla son precisamente movimientos del cuerpo que no obedecen a un texto dado o a un querer-decir previo. Entre esta experiencia del vacío, del “no tener nada qué decir” y todo lo que después definiría la revolución que Artaud indujo en la literatura y el teatro, hay quizá una afinidad, una continuidad significativa. Entonces, ¿por qué me identifiqué con Artaud en mi juventud? Durante mi adolescencia (que duró mucho tiempo, hasta los 32 años) empecé a sentir pasión por la escritura, sin escribir; tenía una sensación de vacío: sé que es necesario que escriba, sé que quiero escribir, que tengo cosas qué escribir, pero en el fondo, nada tengo qué decir que no se parezca a algo que ya ha sido dicho. Recuerdo que cuando tenía quince, dieciséis años creía que era proteiforme (palabra que descubrí con Gide y que me gustaba mucho). Podía adquirir cualquier forma, escribir en cualquier tono a sabiendas de que nunca sería realmente el mío; hacía lo que se esperaba de mí o me reflejaba en el espejo que el otro me tendía, y me decía “no puedo escribir nada, porque puedo escribir cualquier cosa”. Así se profundizaba ese vacío que creía reconocer en Artaud. Es como si me dijera: en el fondo no soy nadie, puedo ser quien sea, puedo adoptar cualquier postura, ¿cuál es mi camino, entonces, cuál es mi voz? (…) Aun ahora, cuando voy a escribir alguno de mis textos, mutatis mutandis, se me sigue apareciendo la misma blancura, la misma desesperanza, la misma sensación de impoder —“nunca lo voy a lograr”, me digo, incluso si se trata de cosa modestas, así sean cuatro páginas. Es una sensación que no se me quita, aun cuando pase, y con razón, por ser alguien que ha escrito mucho. Como Artaud, mutatis mutandis, que escribió mucho y al final lo hacía sin parar.

Entonces leyó a Artaud muchos años…
Pasó bastante tiempo hasta que, ante la provocación de escribir algo sobre Artaud para un número de la revista Tel Quel (era 1964 o 1965 y acababa de conocer a Sollers y a Paule Thévenin), lo leyera de manera intensa o extensa, finalmente sistemática. Lo que escribí en “La palabra soplada” y en “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación”, y luego en “Enloquecer a la tabla rasa” o en “Artaud el Moma” podía articularse con lo que escribía yo en ese tiempo. En el gesto fundamental de Artaud encontré lo que necesitaba para poner a prueba lo que estaba intentando elaborar en diferentes textos, por ejemplo, el principio en De la gramatología…, naturalmente, la palabra “soplada”, apuntada (soufflée), en el sentido equívoco que este epíteto tiene en francés, guardaba alguna relación con lo que decía Artaud en las cartas a Jacques Rivière. Se me “despoja” de la palabra, decía, y esta experiencia de desposeimiento, de la expropiación, es una protesta ambigua, como pude mostrarlo. Esta expropiación es al mismo tiempo el sufrimiento y lo que da forma a la voz, al clamor de Artaud en el proceso de la escritura. En la ambigüedad de la palabra soufflée (que quiere decir al mismo tiempo dictada por un apuntador y confiscada, arrancada), había, claro, una relación con lo que había sido aquella experiencia primera que Artaud le confiaba a Jacques Rivière.

Usted que ha escrito tanto sobre Nietzsche, casi no ha recurrido a la comparación que se hace frecuentemente de estos dos autores bajo la categoría del “genio loco”…
Suponiendo que hubiera una categoría aceptable del “genio loco”, cosa que no creo, pero aún aceptándolo como hipótesis, los “genios locos” son siempre “geniales” y “locos” de distintas maneras: Nietzsche y Artaud no tienen nada que ver, Hölderlin y Nerval son casos totalmente distintos. No sólo hay una idiosincrasia del individuo, de su genealogía, de su pasado, de su escritura, sino también una singularidad de la cultura de la época, de la manera en la que el “genio loco” en cuestión fue recibido, tratado, en una cultura dada, en un país en particular. No es lo mismo ser un “genio loco” en Francia, en Inglaterra o en Alemania; en el siglo XIX, en el XX o en la actualidad. Cuando tratamos de vislumbrar la frontera porosa que existe entre la obra de Artaud y su historial médico, da vértigo. A los que les gusta Artaud, saben que hay que ser muy prudente al interpreta su obra y su experiencia con la institución médica, a pesar de ello, creo que una lectura de Artaud debería tomar en cuenta de manera muy seria la historia de la medicina. Artaud vivó y escribió en un momento muy específico de la terapéutica que dominaba entonces. Recuerdo haber visitado a uno de sus médicos, al que sólo me referiré como el doctor Fo…, en busca de cartas, de manuscritos. Paule Thévenin quería pedírselos prestados para poderlos transcribir. Eso sucedió a finales de los años sesenta o a principios de los setenta. Fui a ver al médico a aquel hospital de provincia donde vivía: ahí me recibió. Había conocido a Artaud en Ville-Évrard. Era un médico católico, como suelen se los católicos: con una gran familia, con muchos hijos. Durante mi visita sacó las cartas de Artaud y los niños jugaron con ellas. Me dijo literalmente: “Con la química con la que cuento ahora, habría rectificado a Artaud en 15 días”. Quizá tenía razón en cierto sentido. No es que apruebe lo que me dijo, pero quizá sea cierto que las relaciones de Artaud con la psiquiatría (y su propia obra) habrían sido diferentes en otra época.

Así como toda la historia de la relación entre Artaud y el doctor Ferdière, que era jefe del hospital psiquiátrico de Rodez.
En cierta forma, Artaud había hecho que sus médicos se enrolaran en una aventura socioliteraria. Éste es un tema que debería ser también materia de estudios muy serios. Como sabemos, Ferdière estaba perfectamente consciente del talento literario de Artaud; lo fascinaba sin lugar a dudas. Un amigo me contó que Ferdière había hecho incluso que lo fotografiaran con Artaud, durante una sesión de electrochoque. Es algo que da mucho que pensar. Y en relación con el archivo de Artaud, los tratamientos que padeció, los electrochoques, los efectos de la guerra…, toda la historia político-médica tan específica de la época debería ser estudiada, no de manera extrínseca, como parte de la sociología o de la historia de las ideas, sino intrínseca, relacionándola con los textos y la obra gráfica de Artaud. Es un trabajo aún por hacerse.

El archivo de Artaud incluye su propia voz grabada, como es sabido. ¿Qué importancia tiene para usted la voz del escritor?
Volviendo a la historia, no todos los “genios locos” dejaron archivada su voz. Artaud tenía una voz y un concepto de la voz, un concepto de la locución, de la dramaturgia de la voz, excepcionales. Si se ha escuchado esta voz, por ejemplo en la grabación de Para acabar con el juicio de Dios, no se puede seguir leyendo sus textos de la misma manera, sobre todo los de tiempos de la guerra o de después de ésta. Leerlo debería implicar resucitar su voz, leerlo imaginándolo proferir sus textos. No conozco otro autor en el que el acto de proferir esté tan presente en sus textos. He escuchado lecturas de Joyce, de Celan, de Valéry, de Heidegger —por fortuna se han archivado al menos las voces de algunos escritores de este siglo. Conmueve escucharlos, pero no se requiere su voz para leerlos, no resulta tan esencial. En cambio, cuando se ha escuchado la voz de Artaud ya no es posible hacerla callar. Por lo tanto hay que leerlo con su voz, con el espectro, con el fantasma de su voz que hay que conservar en el oído. A mí el archivo de la voz me parece turbador. Porque, al contrario de lo que sucede con la fotografía, la voz archivada está “viva”. Vive otra vida, y eso es algo que no sucede con otro tipo de archivos. En la voz se escucha una especie de relación a sí mismo, la vida que se afecta a sí misma. Las pocas grabaciones de la voz de Artaud que se conservan son parte esencial de lo que nos queda de su cuerpo, de su corpus.

La voz de Artaud profiere que “hay que acabar con el juicio de Dios”… pero como usted ha señalado, el teatro de la crueldad “saca a Dios de la escena” desde el principio. No se trata de un nuevo discurso ateo, sino de la práctica teatral de la crueldad que “produce una especie teológica” (La escritura y la diferencia).
Efectivamente, lo que resulta sorprendente de Artaud, en esa lucha cuerpo a cuerpo con lo que llama “dios”, es que no se trata simplemente de un discurso más sobre la muerte de Dios, una teología o una ateología. Hay una ejecución y una puesta en acto mediante la escritura, no de una muerte de Dios, sino de un asesinato interminable de Dios, lo cual supone finalmente un dios mucho más perseguidor que el de los creyentes o el de los ateos. Yo creo que Artaud no era ni creyente ni ateo. Tenía cuentas pendientes con lo que llama “dios”, algo a lo que se le pueden hallar toda suerte de sustituciones metonímicas. No pudo prescindir del nombre de Dios, pero ¿a qué llama “dios” cuando profiere sus imprecaciones? ¿Contra quién se lanza, por quién toma a Dios cuando lo nombra? Son preguntas graves que podemos tratar como parte de la tradición de las reflexiones sobre el nombre de Dios (¿qué nombra el nombre de Dios?), o bien, que podemos tratar a la manera de Artaud, es decir como parte de la práctica teatral, como parte de la práctica gráfica (La torpeza sexual de dios, es el título de uno de sus dibujos). Es una interpelación, Artaud interpela a Dios, se dirige a él de manera provocadora, enfrentándolo o dándole la espalda. Lo cual tiene sus efectos —no quiero llamarlos “ateológicos”, porque implicaría una serie de cosas que no tienen relación con Artaud—, sino efectos de exterminio sobre lo que el nombre de Dios originó, sobre aquello que ha sido nombrado Dios en la tradición cristiana occidental. ¿Para un mundo sin Dios? ¿O para un mundo con un Dios radicalmente distinto? La pregunta queda.













en Magazine littéraire Nº 434, 2004



Traducción de Dulce María López Vega



Edición digital de Derrida en castellano

martes, 29 de enero de 2013

LAS PALABRAS 1882-1941





El día 28 de marzo de 1941, por la mañana, a los cincuenta y nueve años de edad, la escritora Virginia Woolf se ahogó voluntariamente en el río Ouse, cerca de su casa de Sussex. Era un día frío y luminoso. Había dejado dos cartas, una para su hermana Vanessa Bell y otra para su marido Leonard Woolf, las dos personas más importantes de su vida. El texto que acabo de transcribir, sintiendo un inmenso pudor y, al tiempo, la inconmensurable admiración que no dejaré de sentir jamás por esta mujer, es la nota que dejó para su marido.

"Querido:
Estoy segura de que me vuelvo loca de nuevo. Creo que no puedo pasar por otra de esas espantosas temporadas. Esta vez no voy a recuperarme. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que estoy haciendo lo que me parece mejor. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todos los aspectos todo lo que se puede ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices hasta que esta terrible enfermedad apareció. No puedo luchar más. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y sé que lo harás. Verás que ni siquiera puedo escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte que… Todo el mundo lo sabe. Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú. No me queda nada excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo.
No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros.

V."

Eran las once y media aproximadamente y caminó hasta el río apoyándose en su bastón. Al parecer ya lo había intentado anteriormente ya que unos días antes había regresado a casa con la ropa y el cuerpo completamente empapados, después de uno de sus paseos. En aquella ocasión dijo que se había caído, pero seguramente aquel fracaso le sirvió para descubrir que lo que debía hacer era meter una piedra pesada en los bolsillos de su abrigo. Así no volvería a fallar. Y eso fue lo que hizo.

El principio

Adeline Virginia Stephen nació el día 25 de enero de 1882, en el 22 de Hyde Park Gate, Kensington, Londres. Era hija de Sir Leslie Stephen -fundador del Dictionary of National Biography- y de Julia Duckworth (de soltera Jackson). El matrimonio tendría cuatro hijos: Vanessa Stephen (1879-1961), Julian Thoby Stephen (1880-1906), Adeline Virginia Stephen (1882-1941) y Adrian Leslie Stephen (1883-1948).
Virginia Stephen creció rodeada de un ambiente literario y cultísimo. Su padre poseía una amplia biblioteca y cuando ella cumplió los dieciséis años por fin pudo entrar sola en aquel recinto consagrado a la lectura y dedicarse a explorar todo lo que deseara, lo que supondría un verdadero lujo para una chica de la época victoriana y también una situación que le sería ampliamente provechosa para su futura condición de escritora. Empezó a leer un ejemplar tras otro: "Ginia está devorando libros, casi con más rapidez de la que yo quisiera", diría su padre, Leslie Stephen, pero, de todas formas, ella sentiría durante toda su vida que su educación había sido deficiente por razón de su sexo. Cambridge era un lugar por entonces reservado a los hombres y, por lo tanto, ellas (su hermana Vanessa y la propia Virginia) podían pasar las mañanas estudiando griego o pintura, pero las tardes se consagraban a ocupaciones más "adecuadas", como servir el té o mostrarse amables con las visitas. "Entonces ellas, las hijas, serían sacrificadas a favor de los varones."

Bloomsbury

Thoby Stephen ingresó en el Trinity College, Cambridge, en octubre de 1899 y, gracias a él, Virginia y Vanessa Stephen entraron en contacto con los "nuevos amigos" de su hermano Thoby: Leonard Woolf, Lytton Strachey, Saxon Sydney-Turner y Clive Bell, entre otros.
Tras la muerte de Sir Leslie en 1904, los hermanos Stephen decidieron mudarse del 22 de Hyde Park Gate al 46 de Gordon Square, en el barrio de Bloomsbury, donde se formó el llamado Grupo de Bloomsbury a partir de unas veladas organizadas por Thoby en su casa las noches de los jueves. En aquella época en la que Virginia escribía, hacía crítica literaria y daba clases, vamos encontrando ya a una escritora de imaginación desmedida, una imaginación sin frenos, que se autoanalizaba para observar sus subidas y sus bajadas, su dolor y su capacidad para seguir escribiendo.
Con el tiempo, las personas más cercanas a ella, descubrirían que Virginia tenía que estar siempre escribiendo algo pero que, al mismo tiempo, "todas sus novelas eran una causa de ansiedad y depresión."

Obra

Revisando las fechas en las que se sucedieron algunos de sus colapsos nerviosos de mayor intensidad, se puede comprobar que las crisis de delirio en las que perdía casi por completo la conciencia de la realidad y del mundo exterior solían coincidir con los momentos en los que estaba terminando de escribir alguna de sus novelas. Pero no por ello iba a dejar de escribir sino que, al contrario, filtraba sus propias experiencias hasta convertirlas en literatura mediante las experiencias de sus personajes, como sucede en el caso de Septimus Warren-Smith, personaje de La señora Dalloway, que sufre neurosis de guerra y que terminará suicidándose. Tras superar sus accesos de locura, Virginia Woolf solía recordar gran parte de lo que le había ocurrido y, normalmente, lo primero que hacía cuando todo volvía a mostrar cierto equilibrio era empezar a trabajar en una nueva novela.
Ella misma expondría con claridad la cuestión en su admirable ensayo Una habitación propia (1929) -elaborado a partir de dos conferencias pronunciadas en Cambridge en octubre de 1928 sobre el tema "Las mujeres y la narrativa"- al preguntarse por el verdadero germen de la novela o de la obra de imaginación:
"…uno se acuerda de que estas telas de araña no las hilan en el aire criaturas incorpóreas, sino que son obra de seres humanos que sufren y están ligados a cosas groseramente materiales, como la salud, el dinero y las casas en que vivimos."
Su vida estuvo dedicada por completo a la literatura. Experimentó con nuevas formas que llegarían a englobar la auténtica realidad de la existencia, y quiso bucear en los pensamientos de sus personajes para hacerlos retroceder y progresar hasta que el lector tuviese la verdadera impresión de saberlo todo sin que realmente ningún narrador hubiera tenido que explicar nada. No debemos olvidar que lo que Virginia Woolf pretendía en sus obras era desprenderse del mundo material y llegar a reflejar una realidad interna que no se ve pero que, indudablemente, existe. "…la vida es un halo luminoso, un envoltorio semitransparente que nos rodea desde el principio de la conciencia hasta el final. ¿Acaso no es tarea del novelista transmitir este espíritu variable, ignoto e indefinido, por muchas aberraciones o complejidades que ello pueda acarrear, con tan poca mezcla de lo ajeno y de lo externo como sea posible?"
En libros como El cuarto de Jacob (1922), Al faro (1927) o Las olas (1931), el peso de la narración se deposita por completo sobre las reflexiones de cada personaje, y es únicamente siguiendo dichas reflexiones como podemos llegar a conocer el desarrollo de la trama novelada. Virginia Woolf lleva así a la práctica sus propias ideas sobre el modo de conducir al lector a través de los diferentes pensamientos de sus personajes. Demuestra de esta forma que la realidad interna y subjetiva suele ser mucho más interesante para el lector que cualquier otro tipo de fuerza externa.

Woolf abriría caminos antes no explorados en la manera de narrar, en la manera de vernos a nosotros mismos. Tuvo una percepción privilegiada de la realidad, una percepción descarnada y genial de todo cuanto la rodeaba. Y gracias a ella, ahora el mundo para muchos de nosotros es diferente.
OBRAS de Virginia Woolf:
Fin de viaje (The Voyage Out), 1915 Noche y día (Night and Day), 1919 El cuarto de Jacob (Jacob's Room), 1922 The Common Reader (Primera parte), 1925 La señora Dalloway (Mrs. Dalloway), 1925 Al faro (To the Lighthouse), 1927 Orlando (Orlando: A Biography), 1928 Una habitación propia (A Room of One's Own), 1929 Las olas (The Waves), 1931 The Common Reader (segunda parte), 1932 Flush (Flush: A Biography), 1933 Los años (The Years), 1937 Tres guineas (Three Guineas), 1938 Roger Fry (Roger Fry: A Biography), 1940 Entre actos (Between the Acts), 1941 Póstuma

Los dos primeros títulos (Fin de viaje y Noche y día) se publicaron en Duckworth. Todos los demás fueron publicados por The Hogarth Press, una pequeña editorial que Virginia fundó con su marido Leonard Woolf, en la que se editarían las obras de algunos de los más importantes escritores de aquella época, como T. S. Eliot o Katherine Mansfield.
Pilar Adón
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