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jueves, 9 de abril de 2009

Doris Dana, la albacea de la Mistral, rompe el silencio (entrevista, 2002)

Doris Dana, la albacea de la Mistral, rompe el silencio

"Me da escalofrío lo que dicen de Gabriela"


Por Cherie Zalaquett Aquea
en Revista El Sábado, de El Mercurio, 22 de noviembre de 2002


Con lucidez y energía, desde Naples, Florida, la amiga más cercana de nuestra premio Nobel, sostiene que el gobierno chileno no ha querido cumplir la voluntad testamentaria de la Mistral: beneficiar con los derechos de su obra a los niños de Montegrande. También habla de su supuesto lesbianismo, su condición de madre soltera, el misterio de la muerte de Yin Yin y el destino de 21 cajas con manuscritos de la poeta que ella todavía conserva.

A sus 82 años tiene todavía la fuerza de un roble para derribar mitos. El primero: la imagen de inútil en tareas domésticas que cultivan intencionalmente muchas mujeres que posan de intelectuales. En el mercado de Naples, pocos saben de las sesudas obras de la escritora Doris Dana; más bien la conocen por la amable sonrisa con que hace las compras para cocinar ella misma su almuerzo. Otro mito que no vacila en destruir es uno bastante difundido en las clases de castellano de nuestros colegios: "Nunca fui la secretaria de Gabriela como dicen en Chile. Hablo español, pero no lo escribo y mientras vivió conmigo, ella siempre tuvo otras personas que redactaban sus cartas y documentos".

Su español hoy no es tan fluido como el que hablaba en los 11 años que duró su relación con la poetisa; aun así, se levanta cada día a las cuatro de la madrugada para aprovechar el silencio y trabajar en su libro sobre el pensamiento de Gabriela Mistral acerca del indio latinoamericano; tarea que comparte con cuidar a su prima de 94 años, Margit Varga, quien veló por la madre de Doris mientras vivía.

Con el mismo desvelo, pese a que proviene de una acaudalada familia de Nueva York, se hizo cargo de querer y asistir hasta el final de sus días a la adolorida Gabriela que conoció en 1946, trágicamente golpeada por la soledad y la misteriosa muerte de su hijo Yin Yin. Sólo Doris Dana, su albacea, tiene en su poder las claves de muchos secretos de la maestra de Elqui. Los atesora en 21 cajas de manuscritos, cartas y otros documentos debidamente clasificados cuyo destino final aún no ha decidido.

Aquí revela parte de esos secretos.

Doris Dana nació en Nueva York, en 1920, en una aristocrática familia. Su madre, Alberta Webster, era descendiente de Noah Webster, el autor del famoso diccionario, y del estadista Daniel Webster. La familia de su papá, William Sheperd Dana, era de importantes empresarios periodísticos. Su bisabuelo fundó The Commercial Chronicle, el diario financiero que abrió por primera vez Wall Street al público. Otro antepasado suyo, Charles Henry Dana, fue propietario de The New York Sun y financiaba la causa de José Martí para la liberación de Cuba.

Doris es la del medio de las tres hijas del matrimonio. La menor fue la famosa actriz Leora Dana, ganadora del premio de espectáculos Tony Awards. Y la mayor, Ethel, una destacada médico de California, madre de siete niños. Ambas murieron.

Las hermanas Dana pasaban el verano en Canadá y el invierno en Nueva York, donde recibieron una refinada educación. Doris estudió en el colegio privado neoyorquino Lennox School. Tres años en el Bryn Mawr College en Pensilvania y posteriormente obtuvo su grado de bachelor arts en el Barnard College de la Universidad de Columbia. Ejerció un tiempo como profesora en la Universidad de Nueva York. Y fue la primera mujer seleccionada por la oficina de los aliados de la Segunda Guerra Mundial para escribir en el programa de reeducación de la Alemania de posguerra.

Poemas suyos y otros cuentos cortos han sido publicados en antologías, periódicos y revistas universitarias norteamericanas. También escribió varios dramas representados en Broadway y en el General Electric Theatre. Algunos fueron transmitidos en programas de televisión. El gran cantante de ópera Ezio Pinza participó en el show televisivo -basado en sus obra- La mitad de la tierra prometida. Ha publicado tres libros y todos han sido premiados. La obra infantil bilingüe El elefante y su secreto; Poemas selectos de Gabriela Mistral, que ganó el premio Pen Club International Citation concedido a la mejor traducción de 1971. El Pen Club invitó a Pablo Neruda a entregarle el galardón.

En 1957 después de la muerte de Gabriela, pasó dos años compilando y editando el Poema de Chile. "Desgraciadamente Chile no lo ha valorizado. Me costó mucho trabajo hacerlo, porque ella sólo se sentía segura de cuál poema debía comenzar y cuál debía terminar. Y el resto, cientos de páginas, simplemente los había dejado en orden alfabético. Este libro acerca de su tierra natal es la historia de un viaje espiritual, después de su muerte, desde el norte al sur, acompañada por un huemul y un pequeño niño indígena. Tuve que investigar Chile muy bien para saber con precisión de qué área geográfica era cada pájaro, cada animal, planta o flor que ella mencionaba en sus poemas y poder seguir la secuencia del viaje. No solamente tuve que crear la arquitectura geográfica, sino también la emocional y estética, balanceando lo más alegre con lo más sombrío del trágico sentido de su vida. Invité a Chile a publicarlo, pero la única edición que vi no hace justicia a Gabriela ni a mí misma".

Actualmente, Doris pasa temporadas en su casa de Bridgehampton en Nueva York, donde solía visitarla su gran amigo Truman Capote, entre otros escritores e intelectuales. Y el resto del tiempo vive en el apacible Naples, la costa más plácida del taquillero estado de Florida, donde la frecuentan artistas locales.



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Vio por primera vez a Gabriela Mistral mientras la poetisa dictaba unas conferencias en el Barnard College. Pero sólo se conocieron cuando Doris publicó La estatura de Thomas Mann, una selección de ensayos de escritores de diversas partes del mundo. Un ensayo de la Mistral, "El otro desastre alemán", figuró en el libro. "Lo traduje con gran esfuerzo, porque yo era amiga de Thomas Mann, lo quise mucho y quería mucho la poesía de Gabriela, sin conocerla toda, sólo la que yo podía leer, porque había estudiado latín". Ningún escritor recibió dinero por ese trabajo. Doris pidió a la editorial que le enviara copias del libro para enviárselo a los autores con una gentil carta de agradecimiento. Gabriela le respondió, invitándola a pasar por su casa en Santa Bárbara, cuando Doris iba de vacaciones a México, en 1946. "Era una persona tan llena de simpatía, de alegría, de hospitalidad, ¡wonderful!, ¡really wonderful person! Tan espiritual. Vi gringas que no sabían quién era y quedaban maravilladas de su persona. She was somebody exceptional. Nunca conocí en mi vida una persona que pensara menos en sí misma y más en los otros y en el mundo. Y que tuviera una visión tan profunda. Era una mujer de gran visión", dice Doris.

Se fueron juntas a México. "Ella iba con Coni (Consuelo) Saleva, su secretaria, y yo manejando el auto. Nos instalamos primero en Jalapa".

Hasta allí las fue a visitar Olaya Errázuriz de Tomic, comadre de Gabriela (era madrina de su hijo Gabriel), hoy presidenta de la Fundación Premio Nobel Gabriela Mistral. "Nos convidó a mi mamá y mí a pasar unos días en una casa muy antigua que le había prestado el terrateniente Rafael Murillo. Conocí a Doris en Jalapa, era muy elegante, siendo muy sencilla y tan eficiente", recuerda Olaya.

Doris y Gabriela se quedaron en Veracruz, México, hasta 1948. Luego partieron a Italia: "Gabriela quiso mucho a Italia. Arrendamos juntas una casita en Rapallo". En 1953, regresaron a Estados Unidos. La Nobel vivió en la casa de Doris en Long Island hasta su muerte en 1957.

En el archivo del poeta Jaime Quezada hay varias cartas de Gabriela donde menciona a Doris Dana: "Vive en mi casa esta profesora americana y me cuida como una hija. Así es como una yanqui vive por tiempos con esta comunista, fabricada ahora por el señor González Videla, su jefe, señor", le escribió al escritor chileno Eduardo Barrios en 1952.

A la escritora ecuatoriana Adelaida Velasco, le cuenta: "Yo la llamo la nieta del diccionario... La casa de Doris está a menos de una hora de Nueva York... Le he dado a Doris la orden pesada, desagradable y abusiva de que me 'cuele' a los que lleguen".

En 1953 le escribe a Radomiro Tomic: "Doris carga con mi vida y mis pocos asuntos o problemas con la mayor buena voluntad y paciencia... Y sabe que no he pedido a nadie el dejar N.Y, y su casa, por añadidura".

Hoy remarca Doris: "Yo ayudaba en todo lo que podía como escritora. No como secretaria, no conocía la lengua. Ella era cónsul en donde andaba y siempre tuvo que buscar una secretaria que pudiera hacer los documentos oficiales".

-¿Quién era la secretaria cuando ella vivía con usted?
"En México, Consuelo Saleva. En Italia, Fabricini, una muchacha napolitana. En Nueva York, había personas que venían a la casa a escribir cosas, pero no en forma permanente, sino part time".

-¿Usted le compraba la ropa?
"Sí. Pero muy poco. Tuvo tan pocas cosas. Una vez le compré un abrigo gris que tenía lana de vicuña adentro. Lo llevó a Chile cuando fuimos en 1954. No hay que olvidar que era pobre. Era cónsul en todos los países que ella andaba y recibía un salario de 100 dólares por mes. Ganaba lo que necesitaba para vivir del periódico El Tiempo, de Colombia. Eduardo Santos era jefe y le daba un fondo. Ella mandaba muchos ensayos, porque no le gustaba recibir plata sin trabajar".

Cuenta que la única casa que tuvo en Santa Bárbara la compró con el dinero del Premio Nobel y después la vendió. "En ese tiempo el dinero no era mucho. No recuerdo, pero creo que eran 100 mil dólares".

-¿Le pagó alguna vez a usted por su trabajo?
"Nada. Mi familia tiene bastante plata. Nunca hubiera recibido un centavo de ella".

-¿Por qué usted nunca se casó?
"Era demasiado libre. Casarse era solamente volver a la cocina y nada más. No tuve ganas de casarme".


No vendrá a Chile

Aunque muchos en Chile piensan que Doris Dana tuvo que soportar el agrio carácter de la Mistral, la escritora norteamericana no recuerda que se haya enojado con ella alguna vez. "Tenía muy buen carácter. Creo que la gente, sobre todo chilenos, podrían entender que era una persona tan sin egoísmo, tan sin pensar en sí misma. Ella siempre pensaba en los niños pobres, les compraba zapatos y por eso muchos lo interpretaban como que era comunista. Quizás se podría haber enojado si yo hubiera tenido que ir a Nueva York o a otra parte muy lejos. En Estados Unidos nunca la dejé sola; a veces, ella tenía miedo, porque no hablaba la lengua".

-Luisa Duran de Lagos la fue a visitar a usted en mayo pasado...
"Luisa, oh muy simpática, muy inteligente; me gustó mucho ella".

-Le entregó una carta del presidente Lagos con una invitación para venir a Chile. ¿Cuándo piensa venir...?
"Voy a ir con gran gusto, con gran alegría y con gran gratitud a ver al Presidente. Pero cómo yo le escribí a él, no podría viajar bajo auspicio oficial del gobierno hasta que Chile, como nación, reconozca el testamento de Gabriela. El Presidente ha sido muy amable, es muy admirador de Gabriela. El Presidente y la ministra de Educación están haciendo cosas para cambiar la ley y que vuelva a cumplirse la voluntad de Gabriela. Ella dejó un testamento donde dice que todo el dinero de los derechos de autor, cualquier centavo que se ganara por esos derechos en América del Sur, sería para los niños de Montegrande. En lugar de esto. Chile cambió la ley. Los únicos que se beneficiaron con esto son las editoriales y los llamados intelectuales y escritores que no han pagado derechos. Yo soy la albacea y ella dejó muy claro que yo era la persona indicada para firmar los contratos. Sé que los chilenos se quejaban, diciendo que yo no firmaba los contratos. Pero yo no firmo contratos en los cuales no se paga nada a los niños".

-¿Recibe derechos de autor de libros que se publican en Estados Unidos y Europa?
"Sí, pero no se están publicando ediciones en Estados Unidos. Solamente el libro que yo hice. En Europa, tampoco. En el pasado, España publicó y pagó, pero hace muchos años. En este momento está hablando con mi agente la Writers House para hacer algo en Italia".

-¿Usted tiene todavía documentos, manuscritos y cartas de Gabriela?
"Sí. Cartas de todos los países del mundo. De gente, en general famosa, a veces no tan famosa, escritores americanos, diplomáticos. Tengo 21 cajas, todo está en orden, todo clasificado".

-¿Qué piensa hacer con esas cosas?
"Todavía no sé. Voy a ver si sería posible hacer una fundación o algo en Chile, porque ahora no hay nada. Hay muchas fundaciones, pero nunca me han escrito, nunca están en contacto ni me han informado que el gobierno de Pinochet quitó los derechos de autor a Gabriela".

-Está la Fundación Premio Nobel Gabriela Mistral...
"Ya, pero no hay ningún lugar que cuide manuscritos, que tenga una biblioteca que conserve todo eso para que no se dañe. Estoy hablando de donde sepan y tengan técnicos -que solamente tienen las grandes universidades- para cuidar manuscritos. Me gustaría mucho encontrar un lugar en Chile, si es posible, si no, en otro país para que conserve toda la correspondencia de Gabriela".

Gran revuelo causaron en 1999 las declaraciones de Doris Dana a Informe especial, donde dijo que su sobrino, Juan Miguel Godoy Mendonza, Yin Yin, era en verdad el hijo biológico de la poetisa. Muchos hasta hoy opinan que la revelación de Dana fue tardía y poco creíble. Escritores como Luis Vargas Saavedra rechazaron esa versión, indicando que Gabriela en sus últimos años daba señales de mitomanía y "pudo incluso habérselo ella misma creído, tal como se creía el reajuste imaginario que constantemente efectuaba de su vida. Por ejemplo a Alfonso Reyes le dijo que el Premio Nobel se lo dieron antes de irse a Brasil".

Doris todavía duda si hizo bien o no en contarlo. "Lo pensé mucho. Pero cuando yo muera, ¿quién iba a decir la verdad? Las amigas más cercanas de Gabriela en esta vida éramos Palma Guillen y yo. Gabriela quiso a este muchacho con tanto amor. Su muerte fue la tragedia más grande de su vida. Pensé que ella ahora, en este mundo que es muy diferente al de su juventud, hubiera querido mostrar que este sí era su hijo. En verdad, yo creo que este hubiera sido su deseo ahora. En el tiempo de Gabriela hubiera sido un escándalo".

-¿Y quién era el padre?
"No tiene nombre. No es una persona conocida. Ni ella recordaba su nombre. Fue un italiano. No era un amigo de ella ni nada. Era una cosa que pasó en un momento de pasión y resultó un niño. Pero ella después nunca vio a este hombre. Estas cosas sucedieron mucho antes de que yo la conociera. Palma Guillen la acompañó a dar a luz en Francia. Ella lo llevó a Italia hasta que llegó Mussolini, el fascismo y para evitar que él viviera la guerra, ella se fue a Brasil donde murió".

-En Chile, todavía no creen que sea su hijo...
"Los chilenos siempre han creído lo que ellos quieren creer. No les interesa lo que dice la gente que conoció más que ellos a Gabriela. Ellos hacen su mito. Y si no me quieren escuchar a mi, ¿a quién van a escuchar?".

-¿Hay alguna prueba de que este niño haya sido su hijo?
"Muchas cosas lo indican. Pero una de las cosas que mejor lo dice es mirar la cara de este niño que es igual a la cara de Gabriela. Casi no necesitaba un padre. Era una réplica de ella".

-En las cartas, manuscritos y documentos que usted tiene, ¿no hay alguna donde ella diga que era su hijo?
"No, porque ella no quería decirlo. Siempre quiso decir que era su sobrino. Palma Guillen sabía esto, Emma Cossío de Villegas, también. Pero no lo dijo por escrito".

Según el premio Nacional de Literatura Alfonso Calderón, entre los papeles que guarda Doris Dana está la escueta carta que Yin Yin dejó a su madre antes del suicidio y que dice: "No he sabido vencer, espero que en otro mundo exista más felicidad". Para Calderón este documento demuestra que el joven, muerto en 1943 a los 18 años, no fue asesinado por xenofobia como creía la Mistral.

"Por todo lo que me ha dicho Gabriela y otros amigos, yo estoy totalmente convencida de que lo mataron. No sé si él tomó el veneno (arsénico). Pero estoy absolutamente convencida de que fue forzado a hacerlo por cosas que pasaron después en Brasil. Había una banda de muchachos árabes que le tenían una envidia espantosa. Un amigo de él, un joven que era muy bueno, le decía a Gabriela después 'es que era un blanco demás'. A pesar de que él mismo le regalaba cosas a estos niños, ellos le tenían envidia", asegura Doris.



Experiencias homosexuales

-¿Sabía que en México están filmando una película, titulada "La pasajera", que muestra a Gabriela como lesbiana?
"No. He recibido varios manuscritos. Tengo uno de un joven que vino a visitarme y me mandó después un guión para cine o televisión en el cual Gabriela está desnudándose para ir a la cama con este muchacho. Lo de gay no lo he visto en cine. Me da escalofrío que la gente de Chile, un pueblo que tuvo a una persona comparable a Sócrates, a Platón, una cabeza, un alma tan magnífica, tan espiritual de una estatura maravillosa, sólo hable de si fue gay, anduvo con este o este otro hombre o si aparece desnuda en una película sobre su vida. Esa gente no está mirando lo que realmente era Gabriela. A mí no me hacen reír. Son tan tontos. Han perdido todo el legado de una gran figura".

-Algunos biógrafos de Gabriela, como Volodia Teitelboim, indican que ella habría sido víctima de abuso sexual en su infancia. ¿Se lo contó a usted?
"Nunca he oído algo así de ella. La única cosa que sí hablaba era del abuso de su papá hacia su mamá. El venía a la casa y le pegaba a la mamá. Esto le daba un horror porque adoraba a su mamá, que era muy valiente. No era un borracho todo el tiempo, pero a veces bebía y seguramente esto aumentaba la violencia. Nunca dijo que hubiera habido violencia contra ella, sino con su mamá".

-¿Tampoco habló de que otras personas la hubieran abusado?
"No. Al contrario, hablaba que la gente la trataba de ayudar para que aprendiera a leer. Su media hermana Emelina la cuidaba. No creo que hubiera personas que se hubieran atrevido a hacerle algo así. Nunca habló ni se portó como si le hubiera pasado. A veces, cuando esto pasa, la gente tiene un poco de miedo a los hombres y a Gabriela le gustaban los hombres. Casi todas sus amistades eran hombres intelectuales. Hice una investigación de todas las personas más cercanas que fueron sus amistades. La lista es muy interesante: 17 hombres y 4 mujeres: Palma Guillen, Erna Cossío de Villegas, Victoria Ocampo y yo. La gente dice lo que quiere y no han hecho investigaciones ni estudios, ni han hablado con amistades de Gabriela".

-¿Usted piensa que es mentira lo de su homosexualidad?
"Sí. Si ella tuvo, tal vez en su juventud, experiencias homosexuales, puede ser, yo no sé. No puedo decirlo. Sí puedo afirmar que nunca le conocí esas conductas de adulta. En mi vida con ella, ella no tuvo vida sexual. Lo de Yin Yin fue algo de su juventud pasional viviendo en Europa, donde pasó la mayoría de su vida. Usted sabe del famoso Romelio Ureta. Y Gabriela misma siempre me contó que la persona con quien ella de más adulto hubiera querido casarse era Jorge Hubner, pero decía que cada vez que se juntaban, peleaban; entonces, mejor no casarse".

-Los que sostienen esa supuesta homosexualidad afirman que tenía relaciones con sus secretarias...
"La única secretaria que conocí en Italia, se casó allá y tengo fotos de Gabriela en el matrimonio. No puedo hablar de Coni Saleva, porque ella volvió a Puerto Rico y murió. Pero las secretarias que tuvo en Europa, en Italia y en Estados Unidos, ninguna era homosexual".

-El filme mexicano incluye supuestas relaciones homosexuales con usted...
"Eso es mentira. Yo tampoco soy homosexual. Ella me quiso mucho y yo también a ella. Yo hubiera hecho cualquier cosa por ayudarla, pero era como mamá mía. Siempre decía que si me hubiera conocido cuando Yin Yin estaba vivo, y yo hubiera visto que él estaba pasándolo mal, le hubiera ayudado para salir de Brasil. Ella creía que yo habría ayudado para salvar a Yin Yin. Ella me miraba en el mismo nivel que a Yin Yin, como hermana de Yin Yin".

-¿Cómo definiría su relación con Gabriela?
"Siempre dijo que si hubiera podido tener una hija, hubiera sido yo. Me trató como familia, como hija y amiga".


Foto de Doris Dana: dig. sobre fotografía de Carlos Fernando Méndez.





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Gabriela Mistral: Doris Dana, la albacea de la Mistral, rompe el silencio:
"Me da escalofrío lo que dicen de Gabriela".
Por Cherie Zalaquett Aquea,
Fuente: Revista El Sábado, de El Mercurio,
22 de noviembre de 2002.




miércoles, 8 de abril de 2009

La última generación de la narrativa chilena*



por Mauricio Wacquez


Presente en Hallazgos y Desarraigos, 2004, Ediciones Universidad Diego Portales.
En El Mostrador. 19 de Enero del 2005


LOS ALBORES DE LA NARRATIVA chilena —entendida como épica— corresponden con La Araucana de Alonso de Ercilla. No pretendo ir tan lejos pero no sería ocioso citar nombres de la literatura del siglo XVIII como Alonso Ovalle, o del XIX, como Pérez Rosales y sus espléndidos Recuerdos del Pasado o los testimonios de Mary Graham. En realidad, el mejor ejemplo de novela decimonónica es la obra de Alberto Blest Gana, escritor realista cuando había que serlo, a mediados y en las postrimerías del siglo XIX que funda sin querer una tradición que, para bien o para mal, continuamos hoy en día. La primera generación verdadera de narradores chilenos es la que se denomina no sin razón la generación criollista o costumbrista. Mi época se vio marcada por la reacción indiscriminada contra la escritura criollista, contra escritores tan venerables como Manuel Rojas y su obra maestra Hijo de ladrón, como Mariano Latorre y sus Cuentos del Maule, o las obras de Eduardo Barrios, Luis Durand o José Santos González Vera.

Los de entonces

Yo no sé si esta generación literaria tuvo sus animadores culturales. Lo que sí sé es que la generación siguiente, la llamada generación del cincuenta, tuvo como adalid a Enrique Lafourcade, novelista estimable, periodista y vieja gloria de la literatura chilena. A comienzos de la década de 1950, Enrique Lafourcade y otros entusiastas organizaron en la Escuela de Derecho de Santiago unas jornadas del Cuento Chileno, de las que nacería, primero, una Antología del Nuevo Cuento Chileno, y segundo, un grupo bastante cohesionado de escritores entre los que se contaban el mismo Lafourcade, Claudio Giaconi y su sonado libro La difícil juventud, Armando Cassigoli —que más tarde publicaría un complemento y adelanto de los escritores más jóvenes en otra antología, Cuentistas de la Universidad—, Jorge Edwards, Margarita Aguirre, María Elena Gertner, Mercedes Valdivieso, José Donoso, Jaime Valdivieso, José Manuel Vergara y Mario Espinoza.

Lafourcade y sus adláteres pretendían llamar la atención sobre el decaído panorama de la narrativa chilena. Se declaraban fundadores de una nueva literatura, contraria al criollismo y al tipismo rural de los grandes del 27, uno de cuyos exponentes aún vive para reclamar la gloria que le corresponde a él y a todo su grupo: Francisco Coloane, que en este momento cosecha grandes éxitos en Francia. Pero aquellos jóvenes del cincuenta querían algo más, pretendían armar la gresca alrededor del inocuo arte de escribir. Publicaban novelas en clave, escandalosas —como las de Jaime Bayly pero mejor escritas— que querían poner el tema literario en el candelero, que éste saltara a las primeras páginas de los diarios, es decir, que la literatura se vistiera con el glamour del cine o de la prensa del corazón. En efecto, hicieron mucho ruido, se habló mucho de esos jóvenes iracundos, lastrados por todas las rebeldías e insatisfacciones de la posguerra. Aunque el ruido que armaron no correspondía mucho con las propuestas que querían hacer. Ni sus literaturas cortaban radicalmente con el pasado —como fue el caso de Coronación de José Donoso—, ni fueron ellos los que rompieron con el realismo criollista de la generación anterior, puesto que entre ambas generaciones se situaban dos de los menos desdeñables escritores chilenos del siglo XX. Uno era María Luisa Bombal, escritora profunda y atormentada, autora de La última niebla, La Amortajada y de un libro de cuentos, El Árbol. Esta escritora revolucionó en 1935 la narrativa con un discurso interior —que incorporaba el stream of consciousness de Joyce y Virginia Woolf—, escritura impresionista que sí cortó con el pasado descriptivo y pintoresco del criollismo. El otro era Carlos Droguett, cuyo Eloy quedó finalista del premio Biblioteca Breve y que en su momento nadie leyó en Chile, al menos los afrancesados de la Generación del cincuenta, ni tampoco nosotros, los menores, para quienes la literatura o era francesa, o rusa o sajona. Es decir, la narrativa en español no tuvo ninguna importancia para aquellos que intentábamos escribir en los años cincuenta y comienzos de los sesenta.

La generación del cincuenta tuvo un vasto arco cronológico que iba desde Carlos Droguett a los alevines que asistieron a esas jornadas de la Escuela de Derecho, como Jorge Edwards, Enrique Lihn y Alberto Rubio. La siguiente generación fue la que “no asistió” a esas jornadas y que en el año sesenta no tenía treinta años. Por ese tiempo, la figura mayor de los cincuenteros era José Donoso, que en 1957 había publicado una novela normativa, Coronación, pero que seguía perteneciendo al ámbito recoleto de lo chileno. Fue por esos años que apareció en México La región más transparente de Carlos Fuentes y recibimos, o al menos yo recibí, un destello como el del camino de Damasco. Una novela en español cuyo autor demostraba que se podía escribir en el tono y con los recursos de la gran literatura y cuya digestión de Faulkner y otros Steinbecks nos consternaría decisivamente. Esto sucedía al mismo tiempo que Borges, Cortázar, Leopoldo Marechal y Onetti escribían sus mejores obras. Ellos serían los padres evangelistas del Boom latinoamericano.


Los novísimos

Como decía, nuestros gustos literarios estaban repartidos en esos años entre los franceses, incluyendo, claro está, el nouveau roman de Robbe Grillet, Claude Simon y Butor, y los norteamericanos, toda la generación perdida, desde Thomas Wolfe a William Styron. Personalmente leer a Carlos Fuentes representó una verdadera conmoción. Todo se me antojó posible, sin nada que ver con las propuestas pseudomodernettes de los cincuenteros. Nosotros, los Novísimos, ni siquiera nos molestamos en atacar a los escritores de la generación del cincuenta. Les reprochábamos in pectore el que fueran autodidactas —lo que no era verdad— en circunstancias que a nosotros nadie nos bajaba del Árbol de la ciencia, de la filosofía y de las lenguas clásicas. El inventor de esta llamada Novísima Generación —la de los sesenta—, o su embaucador, fue José Donoso, que ayudó a publicar la primera novela de Juan Agustín Palazuelos, Según el orden del tiempo. Como todo genio maligno, Donoso quiso arropar a su pupilo con una “generación” que le diera realce a su figura. Pero con lo deslenguado y vociferante que era Palazuelos, Donoso no necesitó ser animador cultural de los Novísimos porque él, Palazuelos, solito, se encargó de aventar que los cincuenteros eran unos analfabetos y que no habían leído a Marco Aurelio ni a Kant y desconocían la filosofía clásica. A Donoso le bastó publicar una crónica en la revista Ercilla en 1963, titulada “Jornadas para la novísima generación”, con el confesado propósito de fastidiar a sus colegas del cincuenta y sobre todo a Lafourcade que nos miraba con la curiosidad con que un entomólogo mira una pulga. Por esos años apareció en México, en la editorial Era, un libro maravilloso de Alejandro Jodorowski, Cuentos pánicos, que permitió augurarle a la Generación del cincuenta un destino menos ominoso que el que nosotros le pronosticábamos.

Jodorowski era un cincuentero típico, pero además era muchas otras cosas, una orquesta en sí mismo; era mimo, bailarín, enfant terrible de horrendos happenings parisinos y cineasta. Y nosotros éramos puro rencor y esperanza.

Juan Agustín murió prematuramente en 1967, después de publicar dos espléndidas novelas, la citada Según el orden del tiempo y Muy temprano para Santiago. La primera selección de Donoso de la revista Ercilla contó con escritores que el tiempo malogró debido a muertes prematuras y con otros que hemos sobrevivido mal que bien en las ciudades, en las universidades, en el mundo editorial y, otros más, en pequeños reductos rurales que nos preservan de una muerte conocida pero no llegada.

Los mayores de esta generación fueron Antonio Avaria, un escritor poco prolífico que ha demostrado un talento inquebrantable para sobrevivir y vivir de la literatura sin escribir. Uno de sus cuentos, “La muerte del padre”, fue publicado muchas veces como inédito y con distintos nombres. Este cuento le dio un renombre envidiable. Por ejemplo, se publicó en Francia con el título “On est mieux ici qu’en face” y muestra a un hombre sentado y bebiendo en un bar frente al cementerio de Pére Lachaise. Carlos Morand, autor de novelas menores pero con gran capacidad para incorporarse al oficialismo literario, se vio agobiado por honores y pronto cargado con las cruces de la Academia Correspondiente de la Lengua.

Cristián Huneeus, el más serio y precoz de nuestro grupo, publicó un primer libro de relatos, Cuentos de cámara, que llamó mucho la atención de la crítica y de todos nosotros. Murió joven también, cuando su literatura, al comienzo realista y henryjamesiana, se había convertido a la más rabiosa vanguardia.

Carlos Ruiz-Tagle fue —pues también murió antes de tiempo— un escritor estimable y un hombre esencialmente bueno. Perteneció al grupo de El joven Laurel que dirigía Roque Esteban Scarpa en el colegio Saint George. Publicó libros que intentan rescatar el perfume y la melancolía de la infancia. También Luis Domínguez es uno de los mayores del grupo y un sesudo estudiante de Faulkner. No es ocioso leer su libro El extravagante y las novelas que lo siguieron. Poli Délano es un autor prolífico, enamorado de Hemingway y premiado desde sus primeros libros. Posee la más sólida carrera como escritor profesional y cree en la superficialidad del estilo que lo mira todo desde fuera y en el poder de la palabra para cambiar el sino de la tragedia humana. También hay que mencionar a Andrés Pizarro, el único de nuestra generación que asistió a las jornadas de Lafourcade cuando tenía quince años.

Finalmente cito mi nombre y el de Antonio Skármeta como los de los más jóvenes de los Novísimos. A Antonio Skármeta no tengo necesidad de presentarlo. Son conocidos sus estupendos cuentos y las obras posteriores: Soñé que la nieve ardía, La insurrección, Ardiente paciencia (o Il Postino) y Match Ball, todas testigos de la gran conmoción que supuso el golpe de estado en Chile y las luchas de la izquierda en Latinoamérica. Match Ball, sin embargo, escapa a este último predicamento.

Capítulo completamente aparte merece el fenómeno de Isabel Allende y de Ariel Dorfman que, aunque de nuestra generación, se han colocado por fuera y por encima del grupo. Isabel Allende publicó La casa de los espíritus cuando su apellido llamaba poderosamente la atención. Su estilo sin pretensiones innovadoras y más bien mimético caló hondamente en el gran público que la ha convertido en una escritora rica y conocida.

Menos afortunado, pero dueño de un gran entusiasmo vocacional, Ariel Dorfman publicó una primera novela, Moros en la costa, que tuvo poca repercusión social. Hace poco sacó una última y mitigada novela, Konfidenz, y escribió un drama, La muerte y la doncella, título schubertiano al servicio del horror de la tortura política, que ha sido representado en todo el mundo y llevado al cine por Polanski. Esto le ha otorgado una parva celebridad internacional. En mi opinión, el problema de estos dos escritores es que si se dedicaran a cualquier otra actividad cosecharían quizás el mismo éxito.

Los nuevos novísimos

Vamos a los nuevos novísimos, la generación de los ochenta, que como en el caso de Lafourcade en los cincuenta y de Juan Agustín Palazuelos en los sesenta, tiene también un animador cultural, más belicoso y radical que sus predecesores.

Se llama Jaime Collyer y nació en 1955. Y así como Lenin lanzó en 1917 el “Todo el poder para los soviets”, Collyer ha desafiado al establishment con su “Todo el poder para nosotros”, convencido de que la literatura, como el dinero o la política, puede otorgar algún poder. Cito unas frases inefables: “Nada podrá ya desalojarnos de las trincheras”, y refiriéndose a nosotros, los provectos: “Vamos a desalojarlos de la escena literaria a parrafadas y/o a patadas según sea el caso”. Este exaltado deja a Juan Agustín Palazuelos convertido en un enfant de choeur. Pretende hablar en nombre de toda su generación y ha publicado Los años perdidos (1986), El infiltrado (1989), Gente al acecho (1992) y Cien pájaros volando (1995). Pese a haber devuelto su carnet del partido comunista, se trata de un escritor beligerante, de indudable calidad literaria pero tentado por el dogmatismo militar de una juventud algo postrera.

Los supuestamente representados por Collyer forman un grupo con una gran vehemencia vocacional. Comencemos por autores que no habían publicado con los Novísimos pero que cronológicamente corresponderían con ese movimiento. Adolfo Couve publicó un primer libro delicioso en 1970, En los desórdenes de junio, y sólo ahora se ha dado a conocer y se le aprecia por otro libro, Balneario, que yo personalmente no he leído.

Carlos Cerda (1942) es el excelente autor de Morir en Berlín, fruto de su exilio en esa ciudad desde 1973 a 1985. También Germán Marín puede ser cualificado de “autor sin prisas”. Su novela Círculo vicioso (1994) pretende ser el comienzo de una saga autobiográfica, de gran vigor estilístico y de un decantado horror por la educación militar y por lo que la política hace con los hombres.

En mi opinión, los mejores escritores de estos nuevos novísimos están encabezados por Gonzalo Contreras (1958) con su excelente y premiada novela La ciudad anterior (1991); por Diamela Eltit, un hermoso fenómeno literario, exquisita y ferozmente femenina, con un poder de autoinspección expresado con un difícil y brillantísimo estilo. Es autora de Lumpérica (1983), Por la patria (1986) y Vaca sagrada, fuera de su último libro, El cuarto mundo, del cual sólo conozco unos fulgurantes fragmentos, leídos durante Les Belles Étrangères, en París, en 1992. Marco Antonio de la Parra, uno de los primeros novelistas que se revelaron en este grupo, es autor de Cuerpos prohibidos y posee una gran calidad de estilo. Sus labores como psiquiatra y dramaturgo diversifican sus actividades más allá de la mera narrativa.

Arturo Fontaine, el autor de Oír su voz, se encuentra también como un nombre mayor entre sus contemporáneos, un novelista que pese a desarrollar actividades ajenas a la escritura, tiene a ésta como su primer oficio.

Carlos Franz (1959) escribió Santiago cero, un recorrido por la imaginaria y contradictoria ciudad, cuyo trazado esencial es fundamentalmente interior.

Ágata Gligo cosechó un éxito grande con una tanatografía de María Luisa Bombal, la mejor novelista chilena del siglo XX. Luego, en 1990, publicó una novela, Mi pobre tercer deseo, delicuescente mirada al amor y al país que aparece detrás como una transparencia.

Hay que reconocer como un hecho de excepción la aparición de un novelista por todos conocido, Luis Sepúlveda, autor de libros de ternura y militancia como El viejo que leía novelas de amor (1989), Mundo de fin de mundo (1994), Nombre de torero (1995) y Patagonia express (1996). Es el escritor “traducido” del grupo y el más profesional de todos, pues vive de lo que escribe.

Luis Mizón vive en Francia y es poeta. Ha escrito una novela El hombre de Cerro Plomo, aproximación a la mística y la mitología del hombre americano. Por edad debería considerárselo Novísimo, pero la publicación de su novela data de 1991.

También entre los escritores que Monsieur Pinochet puso de patitas en la calle, destaca Ana Vásquez, que vive en París y es autora de dos novelas de justicia, rabia y melancolía, Los búfalos, los jerarcas y la huesera y Abel Rodríguez y sus hermanos.

Pero el caso más trágico de estos escritores —hablando siempre de narradores malditos— es el del “poeta” Hernán Valdés, autor de un espléndido conjunto de poemas, Apariciones y desapariciones, pero que afirmó su carrera como novelista con, primero, Cuerpo creciente y, luego, con Zoom. En 1973 fue internado durante dos años en uno de los campos de concentración más abyectos de Pinochet, tras los cuales salió y publicó en Barcelona Tejas Verdes, testimonio atroz de un gulag chileno de ese tiempo.

Volviendo a los nuevos novísimos, es importante no olvidar un nombre, el de uno de los más jóvenes aspirantes a los laureles de la gloria: Alberto Fuguet. Con veleidades periodísticas, rockeras y cinéfilas, su personalidad se mueve como una de las más modernas de su grupo. Yo conozco de él una novela, Mala onda (1992), que lo une estrechamente al mundo literario norteamericano, escrita con el lenguaje desafiante, y casi criminal, de los autores jóvenes.

Hablamos hace un momento de Diamela Eltit. Estoy seguro de que la preocupación corporal, del lenguaje de la pura carne soñando o sufriendo en su última novela, El cuarto mundo, en que el personaje comienza su relato dentro del vientre de la madre, y en la que cuerpo y espacio y miasma son los límites del discurso y los elementos esquizofrénicos de la literatura, es la misma que anima a Guadalupe Santa Cruz (1952) en su última novela El contagio, aún inédita, que tiene como protagonista al cuerpo todo, ese ámbito seguro y peligroso, contagiado habitualmente por el acto de vivir. Guadalupe Santa Cruz ya ha publicado la novela Salir (1989).

Más acá aparecen escritores de calidad como Óscar Bustamante que pese a no ser un jovencito ha comenzado a publicar después de 1990. Darío Oses y Radomiro Spotorno han unido sus vocaciones al viaje y son autores de novelas que no he leído. Lo mismo sucede con Ana María del Río, cuyas dos novelas, el tiempo y la incuria me han impedido leer. Mucho más acá vienen jóvenes-jóvenes. Ricardo Cuadros y su primera novela Orientación de Celva (1993) y Andrea Maturana, nacida en 1969, poseedora de una gran dosis de ese descaro vital que tanto admiraba Jaime Gil de Biedma. Sus libros (Des)Encuentros (des)esperados (1992) y Nuevos cuentos eróticos (1991) la han convertido, por su libertad e inteligencia, unidas a una deliciosa apariencia juvenil, en una inspiradora de grandes-grandes, grandes-pequeños y pequeños-pequeños.

Un ojo de asombro

Este es pues un errático y nada exhaustivo panorama de los nuevos narradores chilenos. Perdonadme la forma clasificatoria y nada analítica de mi exposición pero sólo he intentado hacer una incursión, una avanzadilla y no un balance, por los inestables terrenos del panorama literario de Chile de los últimos años. Aunque nada valdría de esta exposición sin que nos refiramos a la situación de esta última generación respecto de las anteriores, por ejemplo, la de nosotros, los llamados Novísimos.

El golpe de Estado de Augusto Pinochet partió en dos la historia de Chile, dividiendo a sus gentes, su cultura, la mentalidad política de su juventud, y haciendo del futuro algo verdaderamente peligroso. Nuestros antepasados y nosotros no conocimos el miedo, la humillación, el exterminio y la protervia de las que hizo gala la clase militar chilena. Lo nuestro era, para bien o para mal, la libertad, la insolencia, el descaro para mirar y juzgar los poderes públicos. La universidad era un lugar de reflexión y crítica, y la prensa, tribunas de debate en las que hasta se admitían el desenfreno y la licencia.

Los escritores, muy jóvenes, de la generación actual se vieron enfrentados a una iniciación muy dura. Aprendieron a leer y a escribir entre líneas, a eludir los escollos de una administración no muy ilustrada mediante astucias y ardides totalmente desconocidos para nosotros. Antes del golpe, la verdad nos venía dada por testimonios ajenos: Otto Dix, Koestler, Ehrenburg, Andrzejewski, Sartre, Orwell y Solzhenitsyn, no de primera mano como han tenido que vivirla estos últimos jóvenes escritores, con textos más sutiles, menos flagrantes, cuyos discursos debían deslizarse entre la estolidez de las creencias que los moldeaban. En fin, tuvieron que hacerse sabios en la mentira, la de ellos y la que reflejaban. Ya lo dijo el poeta: “Para el horror, basta un ojo de asombro”.



* Intervención en el curso “Presente y futuro en la literatura hispanoamericana” de la Universidad de Verano de Cooperación Internacional de la Universidad de las Islas Baleares, en Mallorca, 29 de agosto de 1996. Publicada en el diario La Época, 10 agosto 1997, Santiago de Chile y en la Revista Romance Quarterly, Volumen 48, n° 3, verano 2001, Washington.




martes, 7 de abril de 2009

DE LOS ESPACIOS QUE RESTAN EN LA NOVELA CHILENA ACTUAL

Lit. lingüíst. n.11 Santiago 1998


RODRIGO CÁNOVAS
P. Univ. Católica de Chile

Examinamos cuatro novelas chilenas recientes, a la luz de la noción de espacio heterotópico, propuesta por Michel Foucault, que consigna los espacios desde los cuales es posible desconstruir las normas que sostienen un orden cultural. Las novelas estudiadas son: El nadador, de Gonzalo Contreras; La desesperanza, de José Donoso; Mala onda, de Alberto Fuguet y La reina Isabel cantaba rancheras, de Hernán Rivera Letelier. Cada una de estas novelas presenta espacios heterotópicos (con sus respectivos lenguajes), que permiten reflexionar sobre la condición posmoderna del ciudadano chileno hacia fines de siglo.

De los muy diversos espacios que conforman la novela chilena actual, nos interesa destacar aquéllos que tienen la cualidad de presentarse como un escenario de confrontación de normas lingüísticas, sociales y culturales. Michel Foucault nominaría estos espacios heterotopías, pues todos los demás lugares que podemos encontrar al interior de una cultura aparecen allí representados, confrontados, invertidos y, ulteriormente, anulados1. A continuación, haremos una sinopsis de algunos lugares que diagraman un posible modelo espacial simbólico de la sociedad chilena actual.

De vez en cuando, a manera de riccorso, aparece en la escena literaria un texto de factura contrahecha, un paquete envuelto con hilo de cáñamo y sellado con lacre, que constituye toda una novedad, justamente porque recupera de golpe un asunto muy remoto. El libro susodicho, La reina Isabel cantaba rancheras (1994), de Hernán Rivera Letelier, se presenta como un álbum de la familia pampina, enmarcado gloriosamente en las casi desaparecidas oficinas salitreras del norte de Chile. A propósito de la muerte de la reina Isabel, la prostituta más querida de esas pampas, cada lámina o capítulo exhibe las penas y avatares de las meretrices que forman su cortejo, identificadas como: la Ambulancia, la Chamullo, la Poto Malo, la Azucitar con Leche, la Pan con Queso (para los lesos), las Dos Punto Cuatro y otras de alegre memoria.

Sus historias, que son amplificaciones tragicómicas de sus sobrenombres, tienen su teatro de operaciones en los camarotes de las oficinas salitreras, donde el solteraje comparte su soledad con ellas. Estos mineros, en realidad campesinos trasplantados a la Pampa, salen a la luz, también, por sus apodos o sambenitos: el Poeta Mesana, el Astronauta, el Caballo de los Indios, el Viejo Fioca, el Cabeza de Agua y otros ilustres.

Quien rescata este álbum es un cronista memorioso, un "pueta popular" ameno y exagerado, quien declama al viento sucesos ya ocurridos, de gentes ya muertas, muy viejas o desaparecidas sin dejar rastro en esos desiertos. Es el regreso al paraíso perdido, a través de la celebración oral de las partes pudendas. Desde el conceptismo popular, recargado de retruécanos y conceptos, somos investidos de "miradas clitoríticas" y "voces vulvosas" (147); testigos mudos de "rosetas violáceas de los esfínteres" del cielo (28) y copartícipes de "increíbles safaris carnales con rugientes fieras cuaternarias" (149). Es la gesta de las huerfanías, la rememoración del origen desde una compulsión oral.

Quisiéramos detenernos en uno de los espacios privilegiados de esta novela, las piezas o camarotes, que en conjunto formaban pasajes llamados buques, en consonancia con los antiguos vapores que transportaban el salitre hacia Europa. Como aquel juego de la niñez en el cual viene un buque cargado con un objeto precioso, éstos condensan en su interior espacios, tiempos y cuerpos disímiles.

Cuando la afuerina Malanoche entra por primera vez a los buques, tiene la impresión de "estar ingresando a un recinto penal" (33) y el poeta narrador acota que son "especies de ghettos o ciudadelas fortificadas"(33). Es, entonces, un orden segregado, un espacio inmóvil, un tiempo presente marcado por un fatum. Y, sin embargo, estamos en un buque y, por ende, navegando, en la ruta de antaño, con una carga preciosa de salitre. Habitamos entonces un espacio feliz que se desplaza vertiginosamente hacia el tiempo de los orígenes. Ahora bien, esta tranquila travesía puede cambiar drásticamente de curso y el barquito encallar en un sitio remoto del futuro, convirtiéndose así sus restos en "caparazones de momias planetarias no se sabe si desenterradas o enterrándose" (42).

Ingresemos a estos buques, haciendo una visita al cuarto de Poeta Mesana, y veamos qué hay en él. Su escaso mobiliario es un catre de tubos nominado Huáscar y unos cajones de explosivos, vacíos, extraídos de la mina. La utilidad práctica de estos objetos se desdibuja al ponerlos en relación con el resto del decorado: botellas vacías de perfumes y de licores ingleses, fichas salitreras de distinta data, colecciones de piedras conformando figuras extrañas, amén de una anacrónica maleta de madera y un retrato de Gabriela Mistral recortado de la memorable revista Zig-Zag, por desgracia "profanado burdamente por unos bigotes a lápiz de cejas" (19).

Este cuarto se constituye como un mercado persa, cuyas antiguallas retienen en el presente una atmósfera anacrónica. Los buques están cargados de nostalgia, configurados como pequeñas heces, como restos que no queremos perder: el reloj Longines, la billetera de cuero legítimo, el alka seltzer, la revista sexual Luz, Popeye. El baúl popular de los recuerdos se instala en el presente desde la relectura de Tarzán y El Llanero Solitario, la escucha de las rancheras de Miguel Aceves Mejías o "Miguel Aveces Jemía" (8) y, por qué no, de la recreación del arte vanguardista en su variante creativa popular, cuando las niñas le pintan bigotes a la Gabriela Mistral, convirtiéndola en la Gioconda, de Dalí.

Este espacio de nostalgia puede vivirse también como una visita no sólo al pasado sino a los orígenes; los cuartos se convierten así en cámaras fetales y el Poeta Mesana, el Negro y Medio y el Cabeza de Agua, en fetos flotantes que comparten las alegrías y miserias de quienes los acogen. Por su parte, las niñas de los buques entran en él no sólo para cumplir su labor nutricia sino, también, para ser acogidas, para ser legitimadas desde el afecto retroactivo de sus pares masculinos, quienes así también las reengendran.

Si con La reina Isabel... un cuentero sitúa nuestro pasado en la Pampa y nos lo devuelve alegóricamente a través de una travesía en buque, cargado de las ilusiones de nuestros viejos queridos; en la novela Mala onda (1991), de Alberto Fuguet, un adolescente con mirada de publicista nos instala en un futuro incierto en Santiago de Chile, ciudad ocupada por el logo, espacio loop por el cual las rotondas chilenas son compensadas en nuestra mente por los freeways americanos, completándose así el círculo de una nueva identidad.

Mala onda está concebida como un diario de vida de un adolescente que expresa su malestar por su condición vital: incomprendido en la familia, distanciado de sus amigos y asfixiado por las convenciones del grupo social de los "nuevos ricos" de los años ochenta: en breve, malas vibras, mala onda.

Al conceptismo popular de reina Isabel le corresponde aquí, por oposición, la imaginación publicitaria. En efecto, el muchacho de esta historia, Matías Vicuña, parece un decorador de interiores. Hace siempre un comentario exhaustivo sobre distribución de muebles, combinación de colores, tipo de afiches, encuadrando el espacio en una imagen publicitaria: "Su oficina es chica y tiene un calendario de Firestone, me fijo. El primer plano de un neumático radial y, atrás, el campo chileno floreciendo en primavera" (174).

El mercado persa dispuesto en los buques nortinos, con antiguallas coleccionadas "más como pieza de museo que como motivos de adorno" (17), es aquí sustituido por un logo; es decir ­según proposición de Fredric Jameson­, por un nombre de marca que se transforma en una imagen, signo o emblema2. Así, se nos hablará de "un BMW verde limón" (230), "una corbata de seda azul con pintitas rojas Givenchi" (277), o "una farmacia con espejo gentileza de Sal de Fruta Eno" (169), o de un "cielo tan azul-paquete-de-vela que todo parece un mal comercial de línea aérea" (140).

El curioso muestrario arqueológico de piedritas nortinas es cambiado aquí por un registro de nuevos objetos y sensaciones diseñados para un consumo fulminante. Con Matías encontramos raro el sabor del agua en los aviones, vemos las imágnes de la televisión en mute y la hora en la oscuridad a través de los dígitos rojos de la radio-reloj, saboreamos el Freshen-Up canadiense (con jarabe verde al centro) y observamos cómo el vaso plástico se derrite un poco al contacto con el café hirviendo.

La mirada nostálgica de los huasos pampinos hacia tiempos y espacios idos (los campos del sur, la ciudad de Talca, las glorias navales, las salitreras) es sustituida por una mirada atenta hacia el gran Norte, fuera de los límites del idioma y de las antiguas costumbres. En esta novela juvenil, existe una Ciudad-luz, Manhattan: "Un día en Manhattan equivale a seis meses en Santiago" (58). De Santiago, sólo aparece el sector más nuevo de la ciudad (sin historia, un logo-cero), cuyo modelo es el estadounidense: autopistas (como la avenida Kennedy), grandes supermercados (Jumbo), Shopping Centers, Bowling Places, Drugstores. Aún así, ese Santiago aparece como una copia (subdesarrollada) del gran modelo, un feo remedo:

"Ojalá Santiago tuviera freeways, piensas, y carreteras por donde picar: podrías sacarle a este Accord de tu vieja unos cien o ciento diez. Pero Santiago está en Chile y lo único que hay son tréboles rascas y rotondas interminables e inútiles, plagadas de autos que dan vueltas y vueltas" (51).

Hemos desprestigiado bastante a Matías. Advirtamos que quien lo considere un sujeto alienado o superfluo o ingenuo, no vive en el reino de este mundo. A favor de él, postulemos que, en efecto, tiene una deuda con la Historia, con el pasado, con el linaje; pero es un lúcido emisario de nuestros malestares futuros, que él los vive por adelantado: la atomización de la vida cotidiana, la vivencia del cuerpo como una proyección de minicomponentes técnicos, el "jale" como tubo químico de escape y el temprano reconocimiento que nuestra ciudad ha cambiado.

Si el nuevo plan de la ciudad contempla una rotonda-loop, el antiguo, diseñado por José Donoso en su novela La desesperanza (1986), señala los lugares arqueológicos de nuestra ciudad y nos invita a visitarlos como si formaran parte de un museo o, incluso, de una serie de pequeños mausoleos de aristocracias locales, únicos lugares de permanencia en un espacio presente barrido por el loop.

Recordemos la trama de esta novela. La acción dura alrededor de un día, siendo sus tres partes: El Crepúsculo, La Noche y La Mañana. Durante el crepúsculo asistimos al velatorio de Matilde Urrutia (esposa de Pablo Neruda) en la casa La Chascona, ubicada en el barrio Bellavista de Santiago de Chile. De noche, acompañamos a Mañungo Vera (cantante de protesta, de paso por el país) y a la bella Judit Torre Fox (joven de clase alta, conectada a un movimiento de ultraizquierda) en el paseo que dan por el antiguo barrio Alto santiaguino. Y en la mañana, asistimos al funeral de Matilde en el Cementerio General.

Pablo y Matilde constituyen la pareja primordial, referente que nunca debe extraviarse, pues posibilita una reflexión genuina sobre nuestra identidad nacional; así lo intuyen Judit y Mañungo, en un sonambulesco paseo por los barrios "sagrados" de nuestra capital. Así, a la familia pampina de Rivera Letelier (de tradición oral), le corresponde la familia nerudiana (de linaje culto); al mercado persa (de animitas), el museo privado (o panteón).

La ciudad donosiana se abre como un muestrario antológico de espacios donde han ocurrido las escenas primordiales. La voz que escuchamos es la de un guía (o, mejor, la de un Curador de un museo arqueológico privado) que va nombrando las cosas, dibujando su entorno cultural, su aura, incluyendo así el tiempo. Es la recuperación de las cosas desde una arqueología del saber, como cuando se presenta el parque Forestal:

"caminando bajo los plátanos del parque legendario de Nicanor Parra y Pablo Neruda en sus juventudes, y después de otra generación anterior a la de Mañungo, cuando eran jóvenes y comenzaban a escribir o a pintar o a cantar, pero cuyos miembros ahora usaban gafas bifocales y sufrían hemiplejías y ceceaban un poco" (109).

O cuando se nos dice

que "el Museo de Bellas Artes quizás fuera más proporcionado, menos pomposo que el Petit Palais, su prototipo" (217).

O cuando se observa que una derruida comisaría cercana al cerro San Cristóbal es, en realidad, "el fragmento de una modesta quinta decimonónica con su patio posterior en forma de U y galería de vidrios, techo de calamina y un frontón de madera descascarado disimulándolo" (310).

Visitar esta ciudad será entonces como entrar a ese extraño museo Larco de Lima, esa colección privada de familia, mantenido en una casa de lujo moderado y en la cual encontramos una selección precisa de objetos y situaciones que animan el Perú desde su origen. Así también, El Curador de la ciudadela chilensis va mostrando las piezas centrales de su museo volante, destacando unas (el faldeo norte del cerro San Cristóbal), desplazando otras (el barrio Bellavista), celebrando lo permanente (el parque Forestal) e iluminando los ritos festivos (las romerías al cementerio).

Noto aquí un ansia de capturar un tiempo que se va perdiendo y que es necesario animar. El Curador debe levantar una ciudad antigua y sostenerla (del mismo modo como Neruda sostuvo sus chucherías, sus conchitas, sus casas, sus amigos), para transfigurar el espacio nacional. No importa que esta ciudad sea un mausoleo; basta con que nos acoja como una de sus piezas locales, con linaje conocido, con un legado3.

Así como hay urbes pompeyanas, incólumes al paso del tiempo, habrá también ciudadelas del futuro, ocupadas por altas torres de amplios ventanales, que ocultan a sus moradores de nuestras miradas. Por cierto, esos moradores somos nosotros mismos, inmersos en un tubo al vacío, viviendo la inanidad de un presente perpetuo. Una historia análoga nos es contada en la novela El nadador (1995), de Gonzalo Contreras.

Expongamos muy brevemente su acontecer. Max Borda y su esposa Alejandra viven en el piso veintiuno de una nueva torre santiaguina, casi sin moradores. No hay comunicación entre ellos. La mujer, de carácter depresivo, desaparece. El relato utiliza este vacío para dar a conocer un complejo puzzle afectivo familiar, que funciona al amparo de diversos triángulos amorosos.

El relato no es dramático ni es cómico; será, más bien, una introspección lúdica sobre los mundos abasolutamente atomizados de los personajes, quienes aparecen constreñidos a su individualidad.

Max es un físico que sufre a temprana edad el desafecto ante la vida. Su aparente cinismo es una máscara mal llevada de la sensación de orfandad en un espacio amniótico sin referentes. Animal de sangre fría, su vivienda natural será el piso elevado de una flamante torre, con vista a una piscina de delfines amaestrados. Habita entonces, en una Torre Gel, un espacio de brillo gélido, el maquillaje perfecto para un ser apático, retirado e inerme; alguien que sólo se distiende espiritualmente con el ejercicio de la natación.

Max cruza el solitario hall de entrada de su edificio y procede a accionar el botón de un ultracinético ascensor. La espera, aunque corta, le resulta interminable. Una vez en su piso, acciona maquinalmente el contestador automático y luego, en el momento de mayor calma, se acerca a los amplios ventanales con sus binoculares para observar el espectáculo de los delfines y el interminable paso de los autos en una avenida vecina.

Espía de su propia intimidad, Max concibe su espacio vital como un laboratorio experimental, en el cual observa a través de un vidrio los cambios que sufre la especie humana.

Buques en la Pampa, freeways en Santiago de Chile, losetas de mármol en sus empobrecidos barrios centrales, torres de espejos que nos devuelven un espacio mudo: éste es el escenario de nuestras añoranzas y desafectos, éste nuestro futuro anterior, nuestra pena de extrañamiento y nuestro reclamo de origen.

Colofón

Plaza Italia en Santiago de Chile. Un domingo no muy lejano. Chile acaba de clasificarse para participar en el Mundial de Fútbol de Francia. En ambiente de carnaval, la multitud se congrega en torno a la plaza Italia, esa plaza redonda que separa el casco antiguo de la ciudad, al occidente, de su nueva extensión, al oriente. Un personaje donosiano notaría que es un espacio grotescamente patriótico, pues está animado por la estatua ecuestre del general Baquedano, héroe de una guerra de fines de siglo pasado. Acotaría también que es una escultura en bronce de los años veinte, realizada según modelos neoclásicos, cuyo único gesto vital es su pomposa elevación, que le permite al general Baquedano otear todo el valle, cual nuevo conquistador. Esta rotonda se revela entonces como un ilustre panteón de los héroes, al cual concurrimos en romería para la glorificación de la nación.

Sin embargo, los vítores no son a la estatua; en realidad, casi ni se ve, frente a las imponentes moles de edificios que la circundan en el radio cercano. Hoy la celebración es por los peloteros y, en especial, de uno de ellos, Salas, Marcelo Salas Melinao. El Poeta Mesana, huaso pampino, descubriría en este nombre geografías y tiempos remotos y se incluiría gozoso en la farándula para volver a tocar el origen: el querido Sur, Temuco, la antigua frontera, doña Alicia Melinao, el ADN que le permite a Marcelito encaramarse hacia los cielos con el rehue y otorgarnos otro horizonte.

Un domingo reciente, nuevamente en plaza Italia. Chino Ríos acaba de obtener un triunfo que le permite ser el número uno en el tenis mundial. Los chilenos, no importando edad, peso ni condición social, salen desaforados a las calles y circulan en tropel por la rotonda agradeciendo al Chino esta victoria. Su preciso raquetazo final ha logrado colmar mágicamente todas nuestras carencias, sacándonos de la orfandad. ¿Cómo habrá mirado Matías ­protagonista de Mala ondaset de videos vistos en otra pieza circular? Yo pregunto: y si el Chino llega a fallar un golpe, ¿quién responde por él? Quizá por ello, la imagen de la rotonda-loop es su salida; es decir, anudar su paso por esta ciudad al nudo mayor formado por la corona de ciudades del torneo internacional correspondiente. ­ esta increíble aglomeración? ¿Qué habrá pensado el Chino Ríos desde su pieza circular de un hotel de Miami al ver por la televisión estas caras desfiguradas pronunciando su nombre? Solo, sin amigos, sin tradiciones nacionales a las cuales asirse, qué puede hacer Matías sino observar atónito y con miedo a esos abandonados en la rueda de la fortuna. ¿Y qué hay de las carencias del Chino, propias de un presente al vacío, acaso sólo colmadas por nosotros con un

A doscientos metros de la sagrada Plaza, desde el piso veintiuno de una de las flamantes torres santiaguinas, el personaje Max Borda enfoca la escena con sus binoculares. El espectáculo no lo logra atraer; en realidad, gane o pierda quien sea, su existencia no va a variar un ápice. De repente, tiene una feliz ocurrencia que lo hace sonreir. De seguro, a esa hora de festejos, no habrá nadie en la piscina techada cercana a su domicilio, lo cual le permitirá poder deslizarse como pieza única por el agua, cual un delfín en los mares árticos. Max Borda aparta los binoculares, junta rápidamente su ropa deportiva y abandona su departamento. Afuera, todavía sigue la bacanal.

Bienvenidos a la celebración de los espacios confrontados de la sociedad chilena, a los espacios de la suma y resta de sus imágenes en el tabloide literario.

1 "Il y a également, et ceci probablement dans toute culture, dans toute civilisation, des lieux réels, des lieux effectifs, des lieux qui sont dessinés dans l'institution même de la société, et qui sont des sortes de contre-emplacements, sortes d'utopies effectivement réalisées dans lesquelles les emplacements réels, tous les autres emplacements réels qui l'on peut trouver à l'interieur de la culture sont à la fois représentés, contestés et inversés, des sortes de lieux qui sont hors de tous les lieux, bien que pourtant ils soient effectivement localisables" (Foucault, p. 47).

2 "A logo is something like the synthesis of an advertising image and a brand name; better still, it is a brand name which has been transformed into an image, a sign or emblem which carries the memory of a whole tradition of earlier advertisements within itself in a well-nigh intertextual way" (Jameson, p. 85).

3 Para otra mirada a la ciudad donosiana, complementaria a la nuestra, remito al ensayo de la española Fanny Rubio "La desesperanza", incluido en Donoso 70 años, que reúne las ponencias del Coloquio Internacional de Escritores y Académicos celebrado en Santiago de Chile en octubre de 1994, en homenaje a este narrador chileno.

Bibliografia [ Links ]Donoso, 1986 Donoso, José. La desesperanza. Barcelona, Seix Barral. Links ]Fuguet, 1991 Fuguet, Alberto. Mala onda. Santiago, Planeta. [ Links ]Rivera, 1996 Rivera Letelier, Hernán. La reina Isabel cantaba rancheras. Santiago, Planeta. [ Links ]Textos críticos Foucault, 1987 Foucault, Michel. "Des Espaces Autres". Revue d'Architecture, Paris, 46-49. [ Links ]Jameson, 1991 [

Jameson, Fredric."Surrealism without the Unconscious". En su Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism. London/New York: Duke University Press, 67-96. Rubio, 1997 Rubio, Fanny. "La desesperanza". En Donoso 70 años. Santiago, Ministerio de Educación, 117-123. [ Links ]

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