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sábado, 5 de marzo de 2016

Amanda Iturra y los espacios resquebrajados



Por Diego Aravena Inostroza

Con un lenguaje sencillo, escueto pero contundente, Amanda Iturra habla en sus poemas de un sur indeterminado en donde la humedad y la nostalgia marcan presencia. Pareciera que ha llovido hace poco y en el cemento aún se está escurriendo el agua. Nos muestra imágenes concretas, un paisaje determinado, un pequeño grupo de personas significativas, familiares o amistades, evocadas sin idealismo, tan solo con un soplo de laconismo que penetra por la veracidad con que se lee. Sus versos son directos y claros, diáfanos y cargados de significado, lo que resulta especialmente llamativo cuando habla precisamente del sinsentido del presente, del ahora, de la geografía endurecida por lo que nos rodea.


Pareciera que los textos de Amanda están sumergidos en una suerte de desfallecimiento sin drama, ubicados en el anverso de la fuerza. Sus escritos hablan de la suavidad del vacío, del desaliento por el amor idealizado, los tiempos mágicos de la infancia o la memoria lentamente tiñéndose de una perfección minimalista y traslúcida. La añoranza no es propiamente tal, es más sutil, como escondida detrás de objetos o situaciones comunes, pragmáticas y que fácilmente podrían confundirse con insignificantes. Contemplar una ventana, arrojarle migas de pan a un perro que ya no está, juntar dinero para reparar el piso de la casa, son líneas que perfilan una profundidad mucho mayor e inquietante: la pérdida del propósito del futuro y el resquebrajamiento de la certeza. El extravío del refugio y su reemplazo por un espacio húmedo, frágil y sureño, representado en la pintura descascarada del pasado y lo intangible que nos llama sin decirnos qué es, pero que alguna vez cuando niños vislumbramos.

viernes, 4 de marzo de 2016

Rosy Sáez. La periferia como herida


por Muñoz Coloma


A mi entender cuando Josefina Ludmer, en su libro “El género Gauchesco. Un tratado sobre la patria”, se refiere a la posible emergencia de la voz del gaucho en la literatura argentina, parte de la base que esa voz, en el sentido profundo, es inexistente.  Porque en la mayoría de los casos es cooptada desde el poder, con el claro  propósito de articular un dispositivo que forme parte de las prácticas hegemónicas del centralismo, de la academia y de otras instancias que reproducen, desde el púlpito, las relaciones de explotación a que es sometido el propio individuo que es utilizado como bálsamo para disimular su propia invisibilización, reduciéndolo a un objeto de estudio y a una especie de caricatura que se pasea, como un mal necesario, por el campo de lo celebratorio.   Ahora bien, si extrapolamos la figura del gaucho a todos los sujetos que caen sumidos en el fenómeno de la subalternidad, inmediatamente comenzamos a navegar por las temáticas que releva la obra poética de Rosy Sáez, pero con una clara diferencia: ella no es la voz del otro, sino que ella es el otro.  Es ese ser que se ha anclado en la periferia más profunda de los oprimidos, geografía además que ha sido y sigue siendo su hábitat y que configura no sólo su obra sino que su propia vida.  Por esta razón es que ella es su propia voz, es la herida proveniente de los suburbios de la justicia y habla a través de ella, astillando las palabras, como señala en uno de sus poemas.

La poesía de Sáez es cruda y técnicamente relevante, tiene aquello que se les exige a las obras de arte: un valor estético y una polisemia que no se agote en sí misma.  Pero a la vez es directa y conmueve… es más, conmociona.  Es muy difícil quedar indiferente a ella, porque en sus versos reverbera siempre la voz de la mujer, esa mujer despedazada por su condición de género, y desmembrada por su condición periférica y poblacional.  Y hoy en la eclosión de poetas que vive la ciudad de Concepción, su voz se alza como propia, ha llegado a un punto donde ha comenzado a cosechar los frutos, por haberse atrevido a vivir con los ojos abiertos y por poseer la sensibilidad propia de las mujeres que han transitado por los vericuetos de lo que alguna vez llamaron consciencia de clase.

La obra de Rosy Sáez es una herida abierta que supura realidad, una realidad que se encuentra muy lejos de la espectacularización que nos ofrece este mundo, sumido en el capitalismo más demencial, donde la población y la periferia no son más que paisajes mugrosos, que es mejor esconder tras la postal, con el firme propósito de olvidarlos.  He acá la importancia de esta escritora explosiva, de esta escritora que perfuma sus palabras con aromas a pólvora, agua estancada y sangre, que nos hace recordar, a través de poemas con una calidad maravillosa, que el arte, que todo tipo de manifestación artística, no puede obviar la realidad significativa, esa que golpea con fuerza las espaldas de los obreros y de las mujeres principalmente.  De estos “cabezas negras” que con sus prácticas culturales no hacen más que incomodar al resto de los chilenos, que viven sumidos en las bondades que ofrecen los medios de comunicación, alienados y desesperados por acumular, lo que sea.  Muy por el contrario Sáez y su poesía nos traslada a un espacio incómodo del Chile profundo, del país que se ha erguido sobre los huesos de los oprimidos.  Nos hiere con sus palabras, ella es una navaja, una metralla, que genera relatos que no permiten ni la compasión, ni la catarsis, sino que nos llevan hacia el precipicio de la furia, del desconcierto y de la derrota. 


Profundamente espero que esta herida llamada Rosy Sáez jamás se configure en costra, para que siga supurando realidades.

martes, 23 de febrero de 2016

Presentación del libro Crisálidas de Amanda Varín - Comentario de la poeta chilena Alejandra Ziebrecht


    
Cuando Amanda me hizo llegar su libro, su primer libro de poemas, pensé de inmediato en la indulgencia y cariño con que debía acogerlo, atendiendo esa suerte de candor literario que acompaña nuestras primeras letras, siempre pretenciosas, cargadas  de voces que tomamos de nuestras y nuestros poetas preferidos, y que nos impulsan a intentar, a partir de su ejemplo,  algo “novedoso”, algo que irrumpa en el escenario poético imperante: algo “rupturista”. Pero al leer el libro, y ante mi sorpresa, lo que menos habría creído, a no ser por el antecedente que me daba su autora, es que este fuera su “primer libro de poemas”. Porque el primer libro, como decía, salvo contadas excepciones, es ese del que una pide disculpas casi con el correr del tiempo, con la publicación de un segundo o un tercero. Hemos de recordar, con pudor a veces, esa gestación primaria, cuando pensábamos que todo cuanto decíamos allí, sería nuestro derrotero poético, lo fundacional de todo lo que viniera.
    Amanda, sin embargo, ha hecho un largo viaje con este libro, en el sentido de maduración, de elaboración de los poemas, de maceración, hasta ser una crisálida que, recién hoy, abre su capullo y sale airosa, despojada de su piel- albergue,  bellamente dispuesta al escenario poético.
    Crisálida es un libro complejo, para nada inocente. Pensé mucho, al leerlo, en el libro la metamorfosis de Kafka, en el sentido de lo que muta, de lo que se transforma. Podríamos establecer equivalencias entre la crisálida y el “cuarto- crisálida”, donde ocurre la trama del libro,  y desde el cual, el protagonista otea y escucha al mundo exterior, sin abandonar el proceso  desgarrado de su propio cambio. En el libro  de Amanda, esta transformación, la búsqueda de ella, y las innumerables veces y voces que atienden este pedido, llamado, anhelo o súplica, es una resonancia en todo el libro. Y hay, también, un llamado, a partir de la mirada hacia nosotros, los lectores, del desamor, la carencia o la visión fragmentada del yo. Un yo que se hace insuficiente para abarcar una vida que conoce su pasado y su futuro, y que solo tiene como alternativa el presente. Pero este presente está colmado de visones fantasmagóricas, como una maldición del “samsara”, (Kafka, llama a su personaje Gregorio Samsa, tampoco hay inocencia en esta referencia de los autores), es decir del lugar de sufrimiento en el que habita, o que la habita, y que a su vez, está sujeto a la ley del karma, es decir, a la posibilidad de andar y desandar innumerables veces este mismo camino, de habitar el mismo lugar.
     En este libro convergen una multiplicidad de miradas sobre un hecho mínimo y grandioso: la existencia. Pero esta existencia abarca mucho más que el hecho de estar parados en una realidad lógica, sujeta a un tiempo-espacio determinado. No. La mirada de la hablante está cruzada por las más inciertas visiones que son, también, las que contienen las preguntas fundamentales de la filosofía y antes que ella, de la  poesía, de la imagen poética que, como un relámpago se apropia de cuanto  sienta, mire o anhele la poeta. Y en ese escenario, se transforma en, cito: “un monstruo vergonzoso, escondido detrás de la palabra”. La crisálida es el sinsentido, es el paladeo del silencio cósmico, donde se fragua el Ser, un ser que se pierde en este presente, y cuya lucha por reencontrarse o reconocerse es el recorrido magistral de este libro.
    La poeta se mira constantemente sin lograr encajar las piezas del rompecabezas que la forje como una totalidad.   Y son esos fragmentos suyos, los que hablan torrencial, arterial, esencialmente, hasta anunciar: “no hay nada que pueda detener la implosión del nacimiento de mi alma”. Esto, que parece un contrasentido, un juego de artificio poético, no carece para nada de sentido si lo tomamos por su significado literal, a saber: “la implosión es un fenómenos cósmico que consiste en la disminución brusca del tamaño de un astro”. Y es que  este libro parte de esa inmensidad cósmica, del silencio primario. De ahí que deba otear, pero también y siempre, sentir  las vicisitudes  que el mundo “real” y su “ruido” le impone, a cambio de conocer y ser parte de esa otra realidad iniciática, que sólo ella conoce,  intuye o ha visto en sueños y que la hace sentir y declarase una sacerdotisa, una visionaria, una escogida por la palabra, que es también el símbolo aquí de la rebeldía, la tragedia, y la resistencia.
     Hay numerosas alusiones al cuerpo en el libro: el cuerpo que vuela, o que dejan sucumbir carente de sus alas, imposibilitado para realizar el sueño, (leyenda de Ícaro, de nuevo la referencia a mundos superpuestos) o el cuerpo que, con su sangre, comparte la sensualidad, la vida o el signo de la palabra) A mi juicio, este cuerpo es el cuerpo poético, el torrente que desarticula al otro cuerpo más visible, que es, solo en  apariencia, una unidad armónica, porque dentro de él, los órganos están dispersos, como las ideas e imágenes poéticas, tal como nos dice Bachelard. O como la sensación de ser otro/otra, cuando se escribe, cuando se desborda la fatalidad de un pasado y el sinsentido de un presente. Entonces la palabra se oculta para destruirse y reconstruirse, en un juego perpetuo, o acrisolarse a sí misma y renacer. La palabra es Asterión, que ataca aún sin querer, porque está en su naturaleza. O, como nos dice Hesse en  Demian: “El que quiere nacer, tiene que romper un mundo” (salir de la crisálida, o crear, inventar un mundo propio, la palabra de nuevo, la herramienta)…”Y luego ha de volar hacia un Dios. Y ese dios es que Abraxas”. Tal como lo plantea la poeta: “y Dios tenía mi rostro”, al inicio del libro, como una advertencia de lo que ha hecho de sí misma, o que la palabra le ha revelado. Y quién sino la hablante de Crisálidas se da a la tarea de romper o trastocar el mundo “conocido” e instalarse en su lugar, en uno paralelo, metafísico, con niveles de ascendencia, con cima y sima, es decir con lo profundo abismal y lo etéreo, donde habita el sueño y la transmigración del alma.
     Crisálidas es un libro inteligente porque nos interna, con asertiva palabra, en las multiplicidad de espacios por donde se mueve la hablante. Y en cada uno de ellos, se da a la tarea de mostrarnos, también, el desgarro y la tristeza, la esperanza y el vacío, mirado y pincelado por una poética original, culta y lúcida, que tiene la valentía de entrar  y salir de los suburbios, los intersticios, las galeras, y las miles de trampas que la mente nos opone para impedirnos gritar qué somos y para qué estamos aquí, preguntas que han marcado la filosofía, el existencialismo, y por qué no decirlo, el humanismo y la poesía social, porque : ¿cuál es el alcance de tal poesía? si ella es símbolo de compromiso? ¿Con qué es ese compromiso y cuál es su alcance? ¿Dar cuenta de la época que nos ha tocado vivir, ser testigo de lo que ella nos provoca, y nuestra interpretación de aquello, que es la tarea principal de la poesía, no es también un compromiso? Desmadejar y desmalezar la existencia, exponiéndola como “un canto de dolor”, es decir universalizando el dolor, luego de indagar dentro de nosotros ¿No es  este viaje al interior de uno mismo lo que determinará nuestro comportamiento en la sociedad “humanamente hablando”, lo que signa nuestra calidad de seres humanos? Según Sartre, la angustia es inevitable en todo momento histórico, dada la conciencia que tenemos de ese momento. Pero la angustia no es parálisis, sino que es lo que precede a la acción, es decir, a la palabra, a este libro que se ha mantenido sintiendo el latido de cuanto ocurre fuera de su crisálida, para poder pararse ante nosotros hoy y decirnos su verdad; la conciencia de sí, y de su época, hablarnos de los túneles más ocultos y de la cotidianeidad, y de cuantos estamos acá, sintiendo la repercusión de sus palabras en nosotras y nosotros. Agradezco el valor de Amanda, por allanarnos el camino, y poner en él la lucidez maravillosa de sus palabras.


Lectura Alejandra Ziebrecht
26 junio 2015

Zaguán arte y libros, Concepción

miércoles, 13 de marzo de 2013

CRÍTICA LITERARIA

Apuntes para una leyenda de Mario Meléndez es una poesía en donde pesa mucho el canto de la tradición, una apuesta a la epopeya donde los temas se sentimentalizan demasiado, la presencia de un yo lírico que se arroga el derecho de hablar por los demás. Otra arista que debilita el texto es la adscripción a una ideología patriarcal, donde el cuerpo de la mujer termina transformado en un objeto  y, aunque la imagen de la sexualidad pretenda ser lúdica sigue siendo machista.

El poemario salta por muchos registros en forma azarosa. Esto hace pensar que no existe una visión de conjunto, ya que hay poemas  muy disímiles en temática y calidad. Por ejemplo, “La receta o el comienzo de la poesía” parece un texto escrito por un adolescente.  A veces los textos toman un tono confesional de la poesía maldita, usando un lenguaje coprolálico complejo de manejar porque termina siendo autorreferente y sin vuelo estético. Hay en los textos una visión antiteórica lo que denota falta de lecturas de otra parte de la tradición literaria que apostó a la ruptura.

Sin embargo, tiene algunas imágenes surrealistas y metáforas que son interesantes, pero son momentos aislados que pronto se difuminan ya que la idea central se desvía por otros derroteros.

Karina García Albadiz
Profesora de Español
Magister Interdisciplinario en Estudios Humanísticos

Rodrigo Suárez
Profesor de Español
Magister en Literatura Hispanoamericana y Chilena

jueves, 14 de junio de 2007

Una mirada a la poesía chilena

Hay algo que anda perdido, que hubo intentos de recoger o revisitar como diría un siútico posmo. Eso es: seguir el trabajo de Pablo de Rokha. Todos sabemos que de Rokha tiene muchas fallas, en la adjetivación , de la que usa y abusa, el tremendismo, el Ego furibundo, la repetición, la falta de edición... etc.etc.

Pero construye un tipo de poemas, que no es el poemita lindo, bien hechito, impecable. No. Es otra cosa. Es una manera de examinar el mundo a través de un acontecimiento, un espectáculo, unas ruinas. Y a veces un canto, pero duro.
Pues bien, a fines de los años 60, y ppios de los 70, en Santiago vi cómo algunos amigos comenzaron a escribir unos poemas semi largos, pero no pesados, en ellos había " una espacialidad" una mirada al mundo a través de hechos, recuerdo el poema " Estado de cosas" de Jorge Etcheverry de la Escuela de Santiago. César Soto comenzó a escribir unos poemas tipo versículo y con un aire anarco-bíblico donde pasaba la URSS, la Iglesia, el Ejército, la era atómica. Sí se trataba de un poema más totalizador, una voz profética vencida.
Todos esto está muy lejos de Parra y su habla pilla chilena, lejos del serio Lihn, aquí no hay niños que se hacen grandes en una pieza oscura, ni paraísos artificiales de Teillier.
Todo esto se halla más cerca de los happening, la intervención, la subjetividad que construye el mundo desde adentro de sí mismo.
Bueno, no es la promoción de Waldo Rojas, Floridor, Lara, Gonzalo Millán.
No digo que una es mejor que otra.Este era un gran camino, hecho de pequeñas totalidades. Que terminó con la Gran demolición que comenzó el 73. La mayoría se fue. Y para que germinara esta praxis poética era condición el que se conjugaran los acontecimientos objetivos y subjetivos en lo que fue "este país" durante esos momentos. Para "ese" momento servia haber trabajado a de Rokha.

Pienso lo anterior porque he leído a Lihn de los años 76-83. Ataca duramente lo que llama "poesía de compromiso", se ríe, los desprecia. Los panfleteros de la resistencia. Dice que él no escribe " oraciones por todos" sino poesía. Lihn tuvo especial rechazo a los poetas mal llamados "sociales o políticos" Y claro eso es fácil. Pero el tipo poemas de los que estoy hablando no caben dentro de esa clasificación burda. También Ezra Pound podría ser acusado,o Ginsberg, Eliot, de la Tierra Baldía. En fin. Curiosamente ya después del año 83 Lihn se fija en el Paseo Ahumada y se pone realista.
Bueno, pero eso es otra cosa. Lo que quiero dejar en claro es que ese tipo de poesía que se estaba comenzado a construir a fines de los 60 y ppios de los 70, me parece que Zurita lo concretó bien, y Tomás Harris de Zonas de Peligro. Lobos y Ovejas de Silva Acevedo.
Pero resituarse en de Rokha está pendiente para un poeta chileno de la sociedad de Mercado y Consumo.

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